La Jornada Semanal, 21 de junio de 1998
Guillermo García Oropeza, arquitecto, cronista, narrador (recordamos con admiración los cuentos de su Balada de Gary Cooper), nos entrega en este ensayo sus obsesiones jaliscienses y sus admiraciones por los ejemplos de las distintas etapas de la arquitectura tapatía que se han salvado de las injurias del tiempo, de la voracidad de los comerciantes y de la incuria de los encargados de protegerlos.
Jalisco, o más bien el llamado Reino de la Nueva Galicia, fue una de las provincias pobres de la Colonia. Ni Puebla, ni Oaxaca, ni Guanajuato, ni, mucho menos, la Muy Noble o Muy Leal Ciudad de México, que atesoraba las mejores joyas de una arquitectura que aunque transplantada pronto tuvo perfil propio. La Nueva Galicia, cuyo inmenso territorio era también un espacio vacío, fue desde un principio un mal proyecto político. Quizá no sea ocioso recordar que este Reino fue obra, no de Cortés y su indudable genio, sino del rencor y emulación de aquel curioso personaje que se llamó Nuño Beltrán de Guzmán, el Magnífico Señor quien ganó, muy a lo varón, el discutible prestigio de ser uno de los conquistadores más crueles, prestigio conquistado, claro está, tras una ruda competencia.
Don Nuño, de origen aristocrático, en contraste con aquel parvenu que fue Cortés, quería, simplemente, opacar la gloria del extremeño y para ello dejó todo lo que tenía para lanzarse a la conquista de un reino que sería, según él, llamado ``el de la Mayor España''. El nombrecito no fue aceptado y las tierras conquistadas por don Nuño fueron nombradas simplemente como la Nueva Galicia por algún burócrata de Madrid. Y es que Nueva Galicia desde un principio no fue, ni en lo bueno ni en lo malo, Nueva España aunque estuviera sujeta al virreinato central.
Este origen de la diversidad del occidente mexicano resulta muy esclarecedor al intentar explicar un deseo autonómico que siempre ha alentado en este occidente y que afecta, entre tantas cosas, a la arquitectura. Desde siempre la arquitectura de Jalisco (corazón y núcleo de la Nueva Galicia) fue diferente y, con el tiempo, quiso ser diferente. Pasando de la diferencia natural a una que fuera conceptual y buscada. Y esta curiosa situación ofrece una cierta aportación al panorama de la arquitectura nacional, el universo al que se refiere y en el que se sitúa esta arquitectura regional que es la novogalaica y la jalisciense después.
Desde un principio, allá en el épico siglo XVI, la tierra de Nuño fue el pariente pobre de la rica conquista de don Hernán. No tuvo la Nueva Galicia, por ejemplo, ninguna de esas primicias de la arquitectura colonial que formó, digamos, un rosario de cuentas de piedra en los conventos de las tierras altas de Morelos, o las últimas floraciones medievales de Acolman o de Tepeaca de la Frontera. Por la Nueva Galicia no se dio eso que Moreno Villa llamaba el ``tequitqui'', el estilo vasallo de unos artesanos indios interpretando fantásticamente las nuevas formas europeas.
Y si el XVI jalisciense fue pobre, lo que seguiría, y que son los avatares del barroco que se dan en el espacio colonial, continuaría siendo franciscanamente pobre. Y utilizo esto de ``franciscano'' con doble intención, no sólo por la práctica de esa virtud cristiana en que los Frailes Menores son insuperables, sino porque son ellos justamente la orden fundamental en el panorama de evangelización en el occidente. Lo que, arquitecturalmente, tiene sentido ya que ello implicó que Jalisco se quedara sin los portentos estilísticos de esos grandes alarifes que fueron dominicos y agustinos, aunque los jesuitas tardíamente nos dejaran alguna huella de su propia visión de la arquitectura.
Los franciscanos levantaron por los rumbos de occidente muestras respetables de su arte de construir, aunque su obra máxima -que fue la sede de su orden en Guadalajara y que constituía una verdadera Civitas Dei- resultó, como tantas cosas, víctima de las expansiones urbanas tras la Reforma.
De cualquier manera la arquitectura colonial novogalaica, franciscana o no, pudo dejar, sobre todo en Guadalajara, ciertas obras de alguna valía. Aunque, curándome en salud, deba admitir que la Clara Ciudad -como la llamaba Agustín Yáñez- fue siempre el pariente pobre (aunque digno) entre las ciudades virreinales. Un tour rapidísimo nos permite ver en Guadalajara la nómina completa de la mejor arquitectura colonial que sobrevivió: el lindo templo de Santa Mónica, con sus ornadas tallas de profusión vegetal, la atractiva torre de San Felipe con un dejo de chinoiserie; el jueguete mariano de Nuestra Señora de Aránzazu (o Aranzazú, como dirían los tapatíos), que era paisana de los fundadores de la ciudad, los vizcaínos Oñate; el Seminario de San José, cuya importancia histórica es de primer orden ya que su influencia eclesial llegó hasta un lejanísimo Norte y fue la base de esa arquidiócesis guadalajarense tan ambiciosa dentro de la Iglesia mexicana. Este Seminario es indudablemente encantador en su sencillez barroca de redondas arquerías y patios que albergaban un delicioso hortus conclusus; Seminario que hoy por hoy, así están los tiempos, trabaja como Museo Regional.
Antes de proseguir esta nómina de la mejor arquitectura eclesial de Guadalajara, habrá que detenerse en el caso de la catedral. Justo porque este edificio es tan famoso, para bien o para mal, se ha convertido en el símbolo y logotipo de Guadalajara. Y es que su fama no es compartida, por supuesto, por los críticos de arquitectura que en todos los tiempos la han encontrado desde mediana hasta lamentable. Vale citar a ese infaltable observador de nuestra arquitectura colonial que fue Sylvester Baxter, cuya Spanish-Colonial Architecture in México de 1901 sigue siendo lectura deliciosa y sugerente, y que al llegar a la susodicha catedral tapatía explota:
La catedral es tan mala que no merece
ocupar un lugar en esta obra. Es un edificio muy grande y tal vez tuvo
algo recomendable antes de su reconstrucción, hecha después del gran
temblor del 31 de mayo de 1818 que destruyó las torres, las cuales se
sustituyeron por las actuales, puntiagudas abominaciones [el
subrayado es mío]. Con sus proporciones fundamentalmente malas, sin
embargo, la catedral nunca pudo ser discreta siquiera, aunque data de
un periodo en que se hacían obras buenas en México...
Y aunque no voy a negar que Baxter tiene básicamente razón, valdría decir que, justamente, la fama de la catedral arranca de las ``puntiagudas abominaciones'' cuya crónica resulta deliciosa al historiador aficionado. Pues sucede que la catedral, que tardó tanto tiempo en edificarse (la generosidad con las limosnas no es precisamente la gran virtud tapatía), era al final de la Colonia una iglesia vasta y maciza, pesada de proporciones y, dijéramos, digna. Inconclusas sus torres, cuadradas y musculosas, tenían una básica humildad pero no ofendían a ningún ojo poco exigente. Fue el temblor a que hace referencia Baxter el que las descontó, y pasarían muchos años hasta que un obispo emprendedor, don Diego Aranda, le mandara a su arquitecto, don Manuel Gómez Ibarra, que terminara las torres catedralicias; sólo que, en vez de hacerlo en el terriblemente demodé estilo colonial, siguió el absoluto dernier cri parisino que era el gótico, recién resucitado por Viollet-Le-Duc.
Y para ilustrar al arquitecto sobre lo que quería exactamente (y los obispos, al igual que las señoras, saben lo que quieren que les hagan los arquitectos), se sacó don Diego de por allí un plato de porcelana francesa que lucía el dibujo de alguna puntiaguda catedral gótica. Chartres, me imagino. Y con santa obediencia Gómez Ibarra le plantó a la catedral las torres góticas; sólo que, como en Guadalajara no había canteros franceses y el problema de los temblores seguía estando vigente, Gómez Ibarra decidió genialmente levantar unas torres muy livianas hechas con una bovedilla de cántaros de la Tlaquepaque vecina y recubierto todo con azulejo amarillo que además, claro, era muy impermeable a las humedades provocadas por las apocalípticas tormentas del verano tapatío. Y si no eran muy góticas las torres de Gómez Ibarra, sí resultaron resistentes a viento y marea y allí están, en la mitad de Guadalajara, como amarillo e insistente signo de identidad.
El Palacio de Gobierno resultaría más defendible estilísticamente con ciertas ornamentaciones de un churriguera menor y, dicen algunos, de un rococó que yo francamente no veo. De gusto militar y con los inevitables patios tan placenteros de los grandes edificios coloniales tapatíos, el Palacio, más que por su arquitectura, es hoy visto y visitado por lo que quizá sea el mejor Orozco, el Hidalgo de la escalera, especie de Pantócrator libertario, ígneo. El contraste del colorido un tanto infernal de Orozco con la atmósfera del edificio resulta feliz, y es que el Palacio -como toda la gran arquitectura virreinal de Guadalajara- está construido (o al menos terminado) con la maravillosa cantera amarilla de la región, que es, sin duda, una de las grandes canteras mexicanas, aquí de tonalidades ocres que, al paso del tiempo, se tornan en oro viejo.
Guadalajara tendría todavía otro pequeño tesoro arquitectónico de la Colonia. Se trata de la Casa de Misericordia que fundó una de las grandes personalidades de la historia jalisciense: don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, obispo de Guadalajara. El señor Cabañas, cuyo nombre se dio a lo que se conocería después como el Hospicio, fue uno de esos clérigos novohispanos enamorados de la realización de obras de gran arquitectura. Para albergar su proyecto de caridades (cuyo programa original es muy interesante) Cabañas quiso nada menos que a don Manuel Tolsá, por entonces el mejor arquitecto del finalizante virreinato. Y si don Manuel no pudo venir personalmente a levantar la Casa de Misericordia, seguramente mandó dibujos que un alarife local siguió, con alguna fidelidad, en la construcción de aquella fábrica. El resultado, claro, no es el mejor Tolsá; ciertamente no es Minería o la aportación del valenciano a la Catedral Metropolitana, pero resulta un edificio muy respetable en su modestia estilística y en su generosidad de espacios. Hospicio de patios con naranjos y fuentes, guarda el conjunto (al que Ignacio Díaz Morales le llamaba arrebatadamente ``Nuestro Escorial de América'') un capilla central que José Clemente Orozco vendría a decorar allá en los años treinta dejando en la interesante cúpula el llamado Hombre en llamas.
La arquitectura colonial de Guadalajara es sin duda menor frente a los grandes ejemplos novohispanos, frente a Zacatecas incluso, pero resulta, para nosotros, placentera. Su encanto es, me parece, romántico más que purista, y representa una variante de la arquitectura del virreinato que tiene valores de solidez, de simplicidad, de sobriedad suavizada un poco por cierta fantasía.
Y aunque la mayor parte de la arquitectura novogalaica está en Guadalajara de Indias, una de las mejores aportaciones de la arquitectura del occidente mexicano está en la ciudad que se bautizó como Santa María de los Lagos y que fue después conocida como Lagos de Moreno, la última población jalisciense rumbo a la civilización del Bajío. Esta ciudad, cuya crónica dice Toussaint ``es una historia de caminos'', resulta uno de los destinos olvidados del arte mexicano. Es ciertamente y con mucho lo mejor de Jalisco fuera de la centralista Guadalajara, y su parroquia corona una atmósfera de rincones de provinciano encanto y solidez. Lagos es, no lo olvidemos, la tierra de ese gran poeta menor que fue Francisco González León, quien veía en su pueblo jalisciense, sito en la amplia patria del viento, un eco y equivalente de Brujas, la de Rodenbach. Y la parroquia, repito, corona a Santa María de los Lagos literalmente, ya que se alza dominante y señera sobre su basamento que es el pueblo y que es el río. Dice Toussaint, su defensor, que la parroquia merecería ser catedral y nos conmina a que incluyamos a Lagos y su parroquia entre nuestros propios paseos coloniales: ``Edificada en esta suave y rosa cantera del Bajío, nos ofrece [la Parroquia] la ternura de sus relieves y la audacia y armonía de sus líneas generales. Y me pregunto: ¿Por qué no es conocido este templo que por su esfuerzo arquitectónico -no por su interior destrozado- puede competir sin desdoro con los mejores de México?''
Tanto la Casa de Misericordia de Guadalajara, como la Parroquia de Lagos, son obras muy tardías de la vida novogalaica. Luego, llegaría el catastrófico siglo XIX en que llovieron transformaciones y plagas egipciacas hasta que Porfirio trajo esa obsesión nuestra de la estabilidad al costo de lo que sea. Para la arquitectura de Jalisco Libre y Soberano (aunque disminuido, puesto que el pérfido Centro le ``mutiló'' a Colima y Nayarit, como dirían los viejos separatistas tapatíos) el porfiriato dejó ciertas delicias menores en su arquitectura ecléctica y de modestos afrancesamientos. Y, si bien los edificios públicos del porfiriato han desaparecido bajo la picota de gobiernos revolucionarios e institucionales, quedan todavía por allí en el centro de Guadalajara ciertas casonas de cantera gris con el abanico desplegado de la gran escalera, los vitrales en el comedor, la sala tapizada y decorada con muebles traídos de Europa y con hierros en los balcones, más florales y parisinos que de vieja reciedumbre española.
La Revolución fue por estas tierras de occidente más bien benigna, hecha al paso de los convoyes, pero de cualquier modo le trajo a Guadalajara un impulso. Los años que seguirían a la ``Bola'' traerían un veranillo a la ciudad, un pequeño milagro de ``modernidad'' (palabra siempre entre comillas) que tendría una importancia mayor en la arquitectura local y, ¿por qué no?, en la nacional. Este milagro comenzó no en una escuela de arquitectura sino, como quizá debía ser, en una y muy buena de ingeniería. Allí se prepararía una generación excepcional en la que destacaría un joven tapatío llamado Luis Barragán. Barragán es hoy globalmente famoso, pero, visto desde una perspectiva tapatía, sólo es explicable como parte de un movimiento estético compartido con otros jóvenes ingenieros y que trajo a la clara ciudad una mínima pero gozable revolución. La obra de Pedro Castellanos (un ingeniero que terminó de cura), de Ignacio Díaz Morales y sobre todo de Rafael Urzúa -que es un personaje de cierto trágico romanticismo- integra esa producción arquitectónica que está en la base del posterior ascenso de Luis Barragán.
La nueva arquitectura de los años veinte y treinta, que ha sobrevivido mal que bien en las colonias de GuadalajaraÊque se abrieron tras la Revolución, no es, por supuesto, original. Pertenece a las variantes del modernismo que se vivieron en la época, incluyendo ese divertidísimo estilo que fue el Colonial Californiano, en cuya génesis están desde la intención nacionalista del recién descubierto Mexican is beautiful hasta el reflejo de California -es decir, Los çngeles-, donde, a su vez, se descubría el orgullo local por la Old California, cuyo icono y símbolo es el Zorro, aquel Spanish caballero que marcaba a sus enemigos con una ``Z'' caligrafiada por su espada.
Pero en la génesis estilística del nuevo estilo tapatío habría otros ingredientes quizá muy sorprendentes. Alguna vez, en una conversación con Luis Barragán, ya patéticamente enfermo en su casa de Tacubaya, escuché que una influencia determinante en su primer estilo fue el descubrimiento de ciertas estéticas orientales, eslavas, que llegaron a él a través de los Ballets Russes, entonces muy a la moda, y de decoraciones y grafismos del arte popular ruso. Alfonso Alfaro, que es hoy por hoy el mejor ensayista jalisciense en cosas de arte, realizó un estudio de la biblioteca de Barragán donde se encuentran muchas claves de su estilo. Una de ellas, claro, sería Marruecos, y otra el jardín mediterráneo que se reencarna en la obra de Ferdinand Bac, y que tendría ecos y reflejos muy claros en los jardines que soñarían para Guadalajara y la ribera de Chapala aquellos exóticos jóvenes ingenieros. Jardines de fuente y ciprés un poco arábigos y un poco provenzales, pero que se dieron magníficamente en este clima de suavidades.
Pero en la arquitectura de Barragán existe otro elemento por mencionar y que son sus recuerdos de infancia de la arquitectura ranchera del viejo Jalisco, especialmente en ese pueblo excepcional, por clima y encanto, que es Mazamitla, a donde iba de vacaciones el Barragán niño y cuyos canales de madera para llevar agua y grandes muros de adobe se transformarían después mágicamente en elementos de la arquitectura del gran Barragán.
Y, por cierto, la hacienda jalisciense es, como toda nuestra arquitectura histórica, bastante modesta. No se dieron aquí los grandes ejemplos construidos por la riqueza azucarera o por la aristocracia pulquera. Ranchos un poco glorificados por la escala y macicez, las haciendas jaliscienses tenían sin embargo un cierto esplendor que, si me permiten la imagen, serían como un románico campesino. Barragán, de cualquier manera, fue la gran contribución jalisciense a la arquitectura del México del siglo XX, aunque su obra en Guadalajara (la de juventud) haya sido masacrada por la incuria y de ella sólo sobrevivan ciertos ejemplos, como la casa de Efraín González Luna, muy interesantes como claves de los orígenes de una creatividad única.
Tras de Barragán lo más importante en la arquitectura de Jalisco fue la obra más teórica que edificada de Ignacio Díaz Morales, quien fundó en 1949 la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara. Esta escuela -hoy alcanzada mortalmente por el cretinismo- tuvo su importancia regional como innovadora y propulsora de una arquitectura moderna que respetara la sensibilidad local, que se refiriera a clima, materiales y artesanías propios y que, sobre todo en la arquitectura doméstica, persiguiera el viejo ideal entre morisco y cristiano del hortus conclusus, el jardín introvertido que es corazón de la casa. Entre los arquitectos relacionados con la escuela de Díaz Morales, cuya obra mejor es quizá su Plaza de la Liberación, sita atrás de la Catedral de Guadalajara, se podría mencionar a Julio de la Peña; al benedictino Gabriel Chávez de la Mora, colaborador en la Catedral de Cuernavaca, y, muy polémicamente, en ciertas transformaciones de la catedral tapatía; Gonzalo Villa Chávez; Alejandro Zohn, cuyo Mercado Libertad (San Juan de Dios) es una amalgama feliz de lo local y lo wrightiano; Alberto Ibáñez y tantos más. Mención aparte merece el exitoso Marco Antonio Aldaco, especie de genio nativo sonorense que triunfó en el jet set haciendo casas marinas de gran lujo tropical. Así como Fernando González Gortázar, híbrido del Dr. Atl y de Raquel Tibol.
La arquitectura refugiada en la escuela de la universidad de los jesuitas continúa reviviendo la nostalgia de Barragán en lo estético y de Díaz Morales en lo ético. Barragán, quien fue un príncipe de refinados hedonismos visuales, y Díaz Morales, quien parecía como el personaje de Valle Inclán, ``feo, católico y sentimental'' en su arquitectura aguerridamente tapatía. Y es que Guadalajara no quiere dejar de ser novogalaica, y afirmar frente a México y su arquitectura oficial el derecho a ser diferente. Sigue vivo el sueño de don Nuño.