Para Mina P.
Dodge City o Tombstone deben haber sido lugares más seguros y quién sabe si más civilizados en términos relativos de lo que es hoy la ciudad de México. Cuando menos la imagen que nos queda de la televisión y del cine es que tipos como el marshall Dillon o Wyatt Earp mantenían más o menos bajo control la situación y cuando menos se podía identificar a los villanos; es más, se sabía quiénes eran los buenos y los malos y siempre ganaban los buenos. Lástima que aquí las cosas no sean tan claras como en la ficción de Hollywood, ni siquiera sabemos bien a bien quiénes son todos los malos, y los buenos que deben quedar por algún lado están tan rebasados que no asoman ni la cabeza.
La agresión a la que estamos expuestos durante todo el día es ya de enormes proporciones y rebasa por mucho los límites de la tolerancia. Y esta agresión se expresa de los modos más diversos. Desde los asaltos constantes que nos afectan en lo personal o al círculo de nuestra familia, amigos o conocidos; las incesantes noticias de robos, asesinatos, violaciones y secuestros; los arreglos de cuentas entre narcotraficantes; la fricción constante en las calles entre los manejadores, desquiciados desde que se sientan tras el volante de unos vehículos que se han convertido en instrumentos para ofender al prójimo; la impunidad de todo tipo de delincuentes y de quienes tienen poder. Cada uno de los que vivimos aquí puede hacer su propia lista, tan válidas y significativas unas como las otras. El caso es que el miedo es ya una condición permanente de nuestras vidas y ello conduce a la sensación de total impotencia que es, tal vez, el peor elemento, por corrosivo, de la vida colectiva.
La violencia social tiene muchas manifestaciones, pues la agresión incluye, por supuesto, a la creciente pobreza instalada en las calles, y que es una forma en que nos ofendemos mutuamente. Salga a la calle cualquier día de la semana y cuente en el recorrido que hace normalmente cuánta gente se le acerca, en esa actitud degradante y que debíamos ser capaces de exterminar de todos los mexicanos que es la de extender la mano y fijar la mirada lastimosa para pedir una limosna. Niños, mujeres, hombres de todas edades, marginados de toda la euforia macroeconómica por la que hemos pasado cíclicamente en los últimos veinte años. Las calles de esta ciudad son una jungla. Los relatos son inacabables, sólo basta describirlos, no es necesario exagerarlos para hacerlos vívidos y llamar la atención de quien los escucha.
El sábado a las dos y media de la tarde, en Viaducto y Tacubaya (apenas después del respiro ofrecido por la selección de futbol por el empate con Bélgica), la circulación a vuelta de rueda, dos asaltantes pistola en mano corriendo por los carriles centrales de la ``vía rápida'' lanzando balazos ante el desconcierto, la pasividad y la impotencia de quienes presos en nuestra propia ciudad no podemos más que intentar hacernos a un lado y olvidar lo más rápido posible para poder seguir haciendo lo nuestro, cada vez más escondidos por el miedo.
La verdadera dimensión de la crisis del país es el desfondamiento de la sociedad, la erosión de los arreglos elementales de la convivencia. Podemos seguir hablando del Fobaproa, de la notable recuperación de la economía, de su fortaleza ante el embate de la crisis financiera asiática y hasta frente a la caída de los precios petroleros. Podemos llegar otra vez al absurdo de tener que decirle a una población cada vez más miserable que tal vez sea necesario contraer el consumo porque se puede alentar de nuevo la inflación, y con ello poner en riesgo los tan costosos equilibrios financieros. No podremos arreglar esta economía si ello entraña la fragilidad creciente de la sociedad. Y mientras tanto hay una pregunta, una sola para no complicar demasiado el problema; ¿cómo se hace, o mejor dicho, qué es lo que vamos a hacer para recuperar nuestros espacios vitales, desde el bienestar al que tenemos derecho hasta la calle para poder pasearnos y ver a los amigos, cómo vamos a combatir esta decadencia que ningún dato económico, que ninguna cifra estadística puede esconder?