Aunque al cierre de esta edición el proceso electoral colombiano no había concluido formalmente, era ya posible excluir las sorpresas y dar por segura la victoria del candidato presidencial conservador, Andrés Pastrana, sobre el liberal Horacio Serpa. Cerca de medio millón de votos de diferencia dan pie para afirmar que el primero será el próximo presidente de Colombia, como lo fue su padre, pero como resultado de una coalición absolutamente diferente. En efecto, Pastrana ha contado con el apoyo de los banqueros, empresarios y propietarios de los grandes medios de información, del ex mandatario César Gaviria -secretario general de la Organización de Estados Americanos, OEA--, de una parte importante de la jerarquía de la Iglesia católica, de los grupos que apoyaron la candidatura independiente de la ex canciller Noemí Sanín y de las clases más ricas y tradicionales. También deben considerarse la simpatía de la embajada de Estados Unidos hacia Pastrana, así como el espaldarazo que le dio Manuel Marulanda, Tirofijo, jefe de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), quien declaró que cree más en las promesas del candidato conservador que en las del liberal -muy parecidas, por lo demás--en torno a las negociaciones de paz entre las organizaciones guerrilleras y el futuro gobierno.
Cabe esperar que el nuevo presidente acelere el proceso de pacificación concediendo un terreno desmilitarizado para los encuentros; sin embargo, no parece haber condiciones para la supresión de los grupos derechistas paramilitares, muy activos contra los movimientos sociales rurales, o para reducir el enorme peso político que ha ganado el ejército en años recientes.
Por otra parte, es razonable prever que Pastrana emprenderá una política económica que pondrá a Colombia en la hora del ajuste estructural y del neoliberalismo. A este respecto, debe recordarse que hasta ahora ese país --gracias, en buena medida, al aporte cuantioso de los narcodólares-- había mantenido la estabilidad de su moneda sin tener que seguir todo el vía crucis mundialmente conocido de las privatizaciones y del abandono de la acción social por parte del Estado. De confirmarse esa tendencia, se produciría la homologación de Colombia con el resto de los países de América Latina bajo la férula del Fondo Monetario Internacional, con el consiguiente -e inevitable-- empeoramiento de las condiciones sociales y económicas de la mayor parte de la población.
En el ámbito político, es casi seguro que el apoyo de los factores de poder que están llevando a Pastrana al gobierno, condicionará y determinará el cambio impreciso que ha prometido a sus electores. Es probable que dé participación en su gabinete al grupo de la ex candidata Sanín, el cual cuenta con lazos en una parte importante de la cúpula liberal.
Vastos sectores de las clases medias, independientemente de su actitud electoral frente a las dos grandes formaciones partidarias tradicionales, casi dos alas de un mismo partido, son dos expresiones del mismo grupo oligárquico. Tal escepticismo podría agudizarse si, como ha ocurrido en otras naciones del continente, el alineamiento de Bogotá tras el FMI y sus políticas se traduce en inestabilidad, cese o reducción del crecimiento económico, escenarios recesivos y caída generalizada de los niveles de vida.
Finalmente, es probable que, si el nuevo gobierno colombiano cede a las exigencias y condiciones de Washington en materia de la lucha contra las drogas, surjan nuevas confrontaciones políticas internas de difícil solución, porque ante América Latina Estados Unidos ha planteado el problema del narcotráfico en términos de una inaceptable disyuntiva entre soberanía y eficiencia contra el narcotráfico. El próximo presidente de Colombia habrá de escarmentar en la experiencia del actual, Ernesto Samper, quien, colocado ante esa falsa opción, experimentó la rápida descomposición de su administración y perdió una parte sustancial de su poder y de su margen de maniobra.