Ayer, en la región guerrerense de Tierra Caliente, una patrulla del Ejército Mexicano fue emboscada por un grupo de hombres armados, con un saldo de tres uniformados muertos y otros tres heridos, de acuerdo con información emitida por la Novena Región Militar. No está claro si este hecho condenable y lamentable -como todo acto de violencia- fue perpetrado por militantes de alguna de las organizaciones guerrilleras que operan en Guerrero -el Ejército Popular Revolucionario, EPR, o el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente, ERPI-, por delincuentes comunes, por narcotraficantes, o si fue una acción de pobladores de la zona no vinculados a agrupaciones armadas.
Sea como fuere, la emboscada ocurre con el telón de fondo de la aguda descomposición social que afecta a casi todas las regiones rurales de Guerrero, a consecuencia de la marginación, la miseria, el analfabetismo, la insalubridad, los cacicazgos, la persecución política y las violaciones a los derechos humanos, los asesinatos políticos y las desapariciones, el allanamiento y la intimidación de comunidades, la militarización creciente y las matanzas de campesinos por parte de fuerzas de seguridad pública civiles o militares. De acuerdo con insistentes informes de organismos de protección de los derechos humanos, los sucesos del 7 de junio en la escuela de la localidad de El Charco, presentados por las versiones militares oficiales como un enfrentamiento casual entre soldados y guerrilleros, habrían sido en realidad una serie de ejecuciones extrajudiciales de campesinos inocentes. De confirmarse tales informes, la sociedad estaría ante un crimen similar al cometido hace tres años en Aguas Blancas por las fuerzas policiales estatales.
En todo caso, ante los numerosos, reiterados y profundos agravios cometidos por las autoridades civiles y militares contra los pobladores del agro guerrerense, la agresión sufrida ayer en la carretera a Zihuatanejo por un grupo de uniformados, aunque repudiable, no causa sorpresa. Confirma que la violencia política y social, surgida de la miseria, la opresión y el acoso, no debe ser combatida como pretende hacerlo ahora el Estado -es decir, con el recurso a una violencia masiva, desproporcionada e indiscriminada contra pueblos enteros-, sino mediante acciones que resuelvan las causas profundas: programas educativos, de salud, empleo, de reactivación del campo, creación de infraestructura y de dotación de servicios esenciales.