Sintetizo algunas noticias de este comienzo de semana. Con 40 por ciento de abstención los colombianos acaban de elegir al conservador Andrés Pastrana como su presidente. En Guatemala cinco importantes familias, víctimas de secuestros, han comenzado a abandonar el país frente a la incapacidad del Estado de proteger sus vidas y propiedades. En Brasil comienzan las grandes maniobras del enfrentamiento electoral entre Cardoso y Lula, mientras el desempleo en las grandes ciudades oscila entre 15 y 19 por ciento. Es obvio que si uno quisiera presagiar desastres, América Latina sigue siendo un excelente escenario. A veces los presagios catastróficos se cumplen, otras veces no. Pero siempre permanecen como una plausible, incluso probable, posibilidad.
Después de 12 años de gobiernos liberales, los colombianos decidieron volver a entregar el gobierno a la otra mitad de la tradicional oligarquía política del país. Mientras tanto, una parte de la izquierda del país sigue en una guerrilla que cumple dos tareas esenciales: asustar a un electorado que se vuelve temeroso frente a cualquier cambio y dar un doloroso espectáculo de ausencia de ideas para conducir al país fuera de la ruina de sus instituciones, la impunidad de bandas armadas de narcos y paramilitares y la pobreza de millones de individuos. De Guatemala es poco lo que pueda decirse salvo reconocer décadas de fracasos económicos asociados a una obsesión de estabilidad y seguridad que hoy naufraga miserablemente. Y finalmente, Brasil donde comienza en estos días a escenificarse la crónica de la probable derrota de una izquierda que sigue sin entender que las victorias se alcanzan con la construcción de amplios consensos sociales y no vendiendo seguridades ideológicas envejecidas.
Concentrémonos en Brasil. Fernando Henrique Cardoso podría haber sido un gran presidente si en lugar que verse obligado a buscar el sostén electoral de la derecha (lo que limitó severamente su iniciativa de gobierno) hubiera podido contar sobre el apoyo crítico de una izquierda brasileña más lúcida que, en cambio, sigue sin entender las razones esenciales de la derrota de Lula en 1989 (frente a Collor) y en 1994 (frente a Cardoso).
Brasil tiene actualmente un déficit presupuestal en el orden de 6 por ciento del PIB y otro de cuenta corriente que rebasa 4 por ciento. Difícil no reconocer que, si vendrá, el próximo no será ``efecto tequila'' sino ``efecto cachaza''. Con una moneda agudamente sobrevaluada, por el temor del retorno a la hiperinflación, y tasas de interés catastróficamente elevadas, la única posibilidad que queda es la de contener los costos del trabajo basando la competitividad externa en un persistente retroceso del dinamismo del mercado interno. (Valdría la pena recordar lo que le decía Keynes a Churchill a este propósito en 1925.) Una opción devastadora en un país con las segmentaciones y las extendidas áreas de miseria de Brasil. Este es el círculo vicioso que la izquierda brasileña debería contribuir a romper, favoreciendo una reforma del Estado, una mayor disciplina en el gasto público y sin renunciar a una profunda transformación agraria. Si una actitud similar hubiera mostrado Lula los años anteriores tendría hoy serias posibilidades de victoria electoral como representante de un amplio frente de centro-izquierda, que por desgracia, suya y de Brasil, en realidad no tiene.
¿Es tan distinto aquello que Cardoso y Lula quieren para su país? Me atrevo, cometiendo tal vez un pecado de ingenuidad, a suponer que no. Pero, como quiera que sea, el país necesita una urgente reconstrucción de la eficacia y la legitimación social de sus instituciones públicas y necesita una transformación agraria radical. Dicho de otra manera: necesita construir un amplio consenso social que aísle los sectores más conservadores o corporativamente incrustado en un Estado corporativo y clientelar, para abrir las puertas a nuevas energías económicas y sociales. Y evitar que el tipo de cambio sea usado como ancla antinflacionaria condenando la competitividad brasileña a ser el reflejo de bajos salarios que mantienen dos rasgos del mercado nacional: estancamiento y segmentación.
En Brasil, como en América Latina toda, se requiere una izquierda capaz de asumir proyectos ambiciosos y viables de transformación y no milenaristas buscadores de derrotas heroicas -en nombre de una violencia redentora (al estilo colombiano) o en nombre de un populismo envejecido e inatractivo (al estilo brasileño).