DIOS ES REDONDO Ť Juan Villoro
Mi hooligan favorito
En Francia 98 algunos fantasmas pisan el pasto: Romario, Redondo, Juninho, Guardiola. En esta nómina de ausentes destaca el gran bufón de la corte británica, Paul Gascoigne, mejor conocido como Gazza. Inglaterra perdió 2-1 contra Rumania en un partido dominado por su nostalgia.
Gascoigne es un bebedor de cerveza que en sus ratos libres se dedica al futbol. Su silueta rubicunda y sus mejillas encarnadas revelan a un decano de los pubs. Sus declaraciones alimentan el morbo de los tabloides londinenses y se ordenan en tres categorías: jocosas, vengativas y estúpidas. Como a sus paisanos rocanroleros, los hoteles de cinco estrellas le parecen ideales para tirar la televisión a la alberca. Cuando es llamado a la selección, altera las normas de convivencia: pone champú en la jarra de té y reserva sesiones de bronceado para los jugadores negros.
Tres fotografías resumen su carrera. En la primera es un novato en un rito de iniciación: un defensa le aprieta los genitales y él aúlla de dolor. En la segunda saborea con impunidad las glorias del futbol: le toca la nalga a una edecán. En la tercera es un desgraciado: llora por la eliminación de Inglaterra en Italia 90. Estas imágenes son tan populares como la canción Tres leones en una camiseta, compuesta para la Eurocopa 96 y las décadas sin laureles de Inglaterra: ``30 años de dolor nunca me impidieron soñar...''
Si Wembley fuera un pub
¿Cómo se explica la popularidad de un jugador que vive para destruir su talento? La nublada Inglaterra es una isla de contrastes: llora a Lady Di y produce el punk, es la patria del fair play y de los hooligans. El Equipo de la Rosa juega con una limpieza impar; el mejor gol en la historia de los mundiales se debió a las gambetas de Maradona y a los ingleses que no trataron de faulearlo. Pero los cultivadores de la patada honesta son apoyados por trogloditas. En su novela La fábrica del futbol, John King resume el espíritu de los vándalos: ``superar lo que la policía tiene preparado para tí'', y en Guvnors, testimonio del hooligan Mickey Francis, aparece este inventario de decomisos en un estadio inglés: un cuchillo de cocina, dos navajas automáticas, cuatro barras de hierro, bats de beisbol, un palo de cricket, un stick de hockey, un atizador y varias cadenas. Los descastados de la sociedad inglesa se tatúan bulldogs en las nalgas y cantan canciones de adoración a la Reina. El racismo y la xenofobia son sus señas de identidad.
Gazza apareció como un vínculo nervioso entre los adictos al buen futbol y los entusiastas del cadenazo. Los conocedores celebraron su inspirada y caprichosa manera de encarar el juego y la porra brava vio a un irresponsable de su ralea. Gazza ha pagado muy caro por este doble afecto. Su carisma exige una conducta errática, casi demencial.
En sus años de despegue, fue entrenado por el ex mundialista Jack Charlton, quien una vez lo llamó a su oficina para criticar sus farras. Al cabo de dos horas, Charlton abandonó el cuarto con lágrimas en los ojos. Gazza le había contado su vida, una de esas epopeyas del sufrimiento que suelen forjar a los cómicos desesperados.
Gascoigne ha vivido en permanente fuera de lugar. Mientras Glenn Hoddle escogía a su plantel definitivo, él estaba con Rod Stewart, superproductor de juergas. Hoddle lo dejó fuera del equipo.
Hagi luce agotado desde que tocan los himnos y garantiza instantes de genio. Gazza es de esa estirpe, pero Inglaterra no quiere héroes cansados. Prefiere atletas que corran y obedezcan y pierdan.