Rolando Cordera Campos
Deudos y deudores
Convertir la cartera que hoy está en manos de Fobaproa en deuda pública hecha y derecha parece inevitable, y posponer la decisión puede probarse más caro que la deuda misma. Pero esto es, apenas, el principio de la cuestión que le han planteado al país la crisis bancaria y las maneras como la autoridad reaccionó ante ella.
No debería haber demasiadas dudas sobre la irregularidad política, legal y constitucional que ha acompañado el rescate bancario iniciado en 1995. Puede, ciertamente, argumentarse que en términos comparativos su costo es menor que el registrado en Argentina o Chile y que, como lo muestra la experiencia histórica, en las ``mejores naciones'', digamos Suecia, se incurre en desplomes financieros que no pueden superarse sino con cargo al fisco, es decir, con un costo social más o menos grande.
Y todo esto es cierto, aunque no sirve demasiado cuando de salir del bache se trata.
Lo que no está claro ni puede ser contundente o evidente por sí mismo, es que la formalización del rescate mediante su conversión en deuda pública vaya a poner al país en un curso de real recuperación del crecimiento económico y estabilidad.
Mucho menos claro es que el tal rescate nos haya alejado del caos que, se dice, ahora acosa a toda Asia.
Si rescates hay, ha habido y habrá mientras haya economías capitalistas y descentralizadas, lo que queda por esclarecer son las formas políticas que dan sentido y legitimidad a las decisiones estatales, así como la eficacia y los costos públicos que acarrean tales decisiones.
Es decir, el tiempo y el ritmo que tarda la economía en reponerse del colapso financiero, y la equidad con que se traslada el salvataje bancario al resto de la sociedad.
Respecto de las formas políticas, hay que decir que en nuestro caso no se correspondieron con la democracia que, incipiente sin duda, se había abierto paso a través de la espesa adversidad de 1994.
Se trató de conductas gubernamentales apresuradas e inconsultas, carentes del menor compromiso pedagógico y, si nos atenemos a lo que hoy sabemos, sin la menor consideración por sus implicaciones financieras y políticas más aparentes. Business as usual, pero en medio de una hecatombe mayor.
Demasiada e infundada confianza; prepotencia y distancia financiera, sin legitimidad alguna, si, de nuevo, nos atenemos a los resultados conocidos de la privatización y (des)resgulación bancarias que antecedieron y cocinaron la crisis del 95.
La recuperación, a pesar de los desplantes y las bravatas estadísticas, no está con nosotros porque sus cifras son frágiles y su duración en extremo dudosa. Puede echarse mano del petróleo o de los ventarrones asiáticos, pero no se necesita de mucha ciencia para concluir que vivimos y sufrimos una economía débil e inconsistente, que no produce confianza inversionista más que a costos financieros muy altos y, en consecuencia, con salarios siempre bajos y empleos precarios.
El rescate nos salvó del caos, como asegura el gobernador del Banco de México, pero el caos siguió con nosotros, como un horizonte cercano que achata cualquier expectativa de crecimiento.
De la equidad para qué hablar. Alejada de nuevo la reforma fiscal; distorsionado su sentido por los propios empresarios y buena parte de los formadores de opinión y de las voces partidistas, al identificarla con impuestos reducidos y hasta inexistentes, el Estado seguirá sujeto a los vaivenes de la economía internacional y vivirá una vida casi larvaria dependiente del petróleo, cuya industria seguirá siendo ordeñada con cargo a su vez a un futuro elusivo e ilusorio de nuevas opciones energéticas. Es decir, con cargo al desperdicio.
Estas son algunas de las coordenadas difíciles que amagan pero a la vez podrían dar rumbo positivo al nudo bancario.
Desatarlo es asunto de destreza y responsabilidad políticas, y desde luego de un deslinde claro y doloroso, expedito hasta donde la ley lo admita, de responsabilidades jurídicas y administrativas.
No cadalsos, pero sí y pronto justicia a secas.
Lo que se requiere, con urgencia, es recurrir menos a los petates del muerto por parte de gobierno, partidos y empresarios (que muertos hay en demasía), y de más disposición al compromiso en lo fundamental por parte de todas las fuerzas políticas y lo principal del poder económico.
Si se quiere, hasta llegar a la conformación de un gobierno nacional que involucre a todos y ponga a México en un curso de real seguridad y confianza en sí mismo, para afrontar el tránsito difícil, cada día más arduo, al año 2000.
Amenazar al país con el remolino que ya viene, porque ``así somos de sexenales los mexicanos'', es la peor de las opciones, porque nos puede alevantar a todos. Y entonces sí volvernos país de deudores... y de deudos.