A Daniela, Ilana y Gabriel, mis hijos. Deseando vivan en un México incluyente.
Como enfermedad, la pobreza es la peor. No hay síndrome que contenga tantas anomalías y que produzca tanto daño a la vez. La pobreza, y sobre todo la miseria, engloba daños crónicos y problemas nuevos. Se nace endeudado: con uno mismo, con los padres, con la sociedad, con la nación. Su incurabilidad predispone al contagio infinito. Tan fértiles son sus tierras que ningún mal escapa sin dejar huella. Aunque inseparables, me pregunto, ¿cuál de las espadas democlianas es la peor? ¿El techo inseguro? ¿La dieta sin proteínas? ¿La carencia o mediocre atención médica? ¿La amnesia sin fin del gobierno? O bien, ¿la falta de educación o la enseñanza amputada? Difícil escoger. Basta uno de esos males para pertenecer, imperecederamente, a esos grupos cuyo común denominador, al menos en México, es predecible: los hijos serán más pobres que los padres.
La euforia futbolística ha sepultado una noticia tan alarmante como dolorosa. Acorde con el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), 36.2 millones de mexicanos carecen de primaria o no han estudiado secundaria. La misma dependencia informó que en el presente sexenio 1.2 millones se han sumado al rezago educativo. Agrego que conozco jóvenes que después de acabar la primaria leen con dificultad y otros que leen sin comprender. Huelga decir que el común denominador es pobreza y que ``estudiaron'' en escuelas de gobierno. Reescribo la última oración: ir al colegio no garantiza el aprendizaje. Y continúo blandiendo la misma idea: los diplomas que otorga el gobierno son, con frecuencia, tan sólo para ellos, para su sexenio.
Acorde con los datos aportados por el INEA, más de la tercera parte de la población carece de educación básica. Es evidente que no existen motivos adecuados para explicar tan lamentable retraso en la educación ni razones suficientes para disculpar al gobierno por tan trágica situación. ¿Serán acaso ciertos los viejos dogmas que aseveran que la incultura favorece a los gobiernos hegemónicos, a las dictaduras? No hay duda que la capacidad de protestar, de ver más adelante, depende de ``la visión de mundo''. Y ésta, se vincula directamente con el conocimiento. ¿Será posible, entrado el próximo milenio, imaginar que en Francia o Australia hubiesen ``algunos'' millones de semianalfabetos? No hay duda que las armas emanadas de la lectura y la información no convienen a gobiernos endebles y que actúan sin la aprobación de las mayorías. Apoyo los argumentos anteriores recurriendo a la singular experiencia cubana de ``los lectores en voz alta'' suscitada a mediados del siglo pasado.
En A history of reading de Alberto Manguel leí --aquí ofrezco una síntesis-- que en el año de 1865, Saturnino Martínez, fabricante de puros y poeta fundó el periódico La Aurora con la finalidad de ilustrar a los trabajadores de la industria tabacalera. Al año de su publicación, Martínez concluyó que el rotativo no se había difundido pues, en esa época, sólo el 15 por ciento de la clase trabajadora sabía leer. Así nació la idea del lector público, cuyo trabajo era pagado del bolsillo de los trabajadores. Fue tal el éxito de esa empresa que varias fábricas imitaron la iniciativa. Las lecturas eran diversas y abarcaban desde novelas hasta manuales de economía política. En poco tiempo, estas lecturas fueron consideradas subversivas y el gobierno las prohibió aunque continuaron en forma clandestina hasta 1870. Es claro que al gobierno no le convenía una clase trabajadora informada a pesar de que la producción de puros mejorase.
Sumidos en la incultura, atrapados en la desinformación, alejados del mundo del derecho y copados por la amenaza de la cotidianidad --pan, enfermedad, demasiados hijos, etcétera-- los 36.2 millones de connacionales casi mudos tienen poco tiempo para reflexionar en la importancia de la educación. El peso del presente es avasallador y la responsabilidad por el pan ofusca otras urgencias.
Los males de la pobreza son todos. De ella derivan realidades insalvables, violaciones inimaginables. Entre éstas, la incultura excluye y enmudece mientras que la información incluye. El gobierno es el responsable de educar a quienes votaron por él. A su vez, aquéllos que poseemos la fortuna de contar con voz y pluma, tenemos la obligación de urgir a nuestros gobernantes para que expliquen, cómo después de muchos sexenios han logrado cultivar, con éxito, tanta deseducación.