La Jornada jueves 25 de junio de 1998

LA IGLESIA ANTE EL HOMOSEXUALISMO

El señalamiento formulado ayer por el presbítero jesuita David Fernández en el sentido de que la Iglesia católica ha sido una de las instituciones que más ha violado los derechos humanos de lesbianas y homosexuales, constituye una admisión honesta y valiente que merece el reconocimiento de la sociedad y que puede constituirse en punto de partida para un análisis y una revisión de los grandes y graves núcleos de intolerancia que aún persisten en las filas del clero y de la jerarquía eclesiástica católicos.

Por principio de cuentas, debiera considerarse que la noción de ``derechos naturales'' --a la que siguen aferrados los círculos más conservadores de la Iglesia católica-- es un concepto obsoleto, falso, eurocentrista y autoritario, por medio del cual se ha pretendido imponer una concepción del mundo característica de una época y de una región determinadas a todas las culturas y en todas las latitudes. En cambio, los derechos humanos son intrínsecamente universales y aplicables, por ello, a todas las personas, independientemente de su raza, religión, tendencias políticas y morales, preferencias sexuales, clase social, nacionalidad, idioma o etnia. El mero propósito de negar tales derechos a una persona con base en su pertenencia a una de las categorías enumeradas es, en sí, violatorio de los derechos humanos.

Aunque en épocas pasadas la Iglesia católica llegó a constituirse en la principal violadora de los derechos esenciales, debe reconocerse que en tiempos contemporáneos numerosos integrantes de esa institución se han volcado en forma activa, meritoria y hasta heroica a la promoción y defensa de los derechos humanos. Tal ha sido el caso --entre muchos otros-- del propio David Fernández, quien fue director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.

Sin embargo, ante la vida sexual y afectiva de hombres y mujeres de la propia Iglesia, ante las mujeres laicas, heterosexuales o no, y ante los homosexuales, laicos o no, las posturas doctrinarias del catolicismo oficial siguen siendo discriminatorias, anulan los derechos básicos y, desde la perspectiva de la moral cristiana, son hasta carentes de clemencia. Cuando se entra en los ámbitos de las preferencias sexuales de las personas, del derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo o de participar en pie de igualdad en el clero, la jerarquía eclesiástica adopta un carácter despiadado, cruel y autoritario que obliga a recordar al Santo Oficio.

Para las y los católicos resulta de fundamental importancia que la estructura eclesiástica emprenda una renovación radical de estas posturas, inicie la conciliación con sus propios postulados de clemencia, comprensión y amor a los semejantes y se decida a encarar de una vez por todas las realidades el mundo contemporáneo.

Ante los rasgos de integrismo que han dominado en todo el papado de Juan Pablo II, es improbable que ese vasto y necesario trabajo de actualización y de congruencia pueda iniciarse antes de la llegada de un nuevo pontífice a la silla gestatoria. Sin embargo, señalamientos como el formulado ayer por el presbítero David Fernández recuerdan, por una parte, la tarea pendiente de la Iglesia católica y, por la otra, confirman que dentro de ésta, y a pesar de la intolerancia que se respira en Roma desde hace dos décadas, existen grandes reservas de auténtico humanismo.