Hasta hace no muchos años, el Ejército Mexicano era tabú en el país. A él y al Presidente de la República no se les podía mencionar críticamente en los medios de comunicación. Era común que, ante errores de cualquier índole cometidos por el mandatario, en los periódicos se recurriera a la fórmula de culpar a sus colaboradores, porque el Presidente no se podía equivocar. Y cuando era ineludible citar actos delictuosos cometidos por militares, se acudía a eufemismos para no causarles escozor porque, en la mentalidad castrense, el soldado no podía ser un delincuente ni sus delitos ventilados en público, aunque pertenecieran al fuero común.
Poco a poco algunos medios de comunicación, particularmente Proceso, unomásuno y La Jornada, citados por orden de aparición, lograron romper gradualmente el tono acrítico sobre esas dos instituciones. En la actualidad la crítica al Presidente puede hacerla cualquier periodista y medio que no le teman a posibles consecuencias --que, además, no siempre las hay--, pero la crítica al Ejército es menos frecuente que la vertida sobre el mandatario. El escrutinio público, al que todas las instituciones del Estado deben estar sujetas, apenas se da tímidamente sobre el Ejército. Y esto tiene efectos perniciosos para la vigencia del Estado de derecho en México y propicia la impunidad militar, en la que el enjuiciamiento del general Jesús Gutiérrez Rebollo y algunos otros mandos castrenses vinculados con el narcotráfico constituyen la excepción confirmatoria de la norma.
En ese contexto se sitúan los asesinatos --llamarles ejecuciones resulta eufemístico-- atribuidos a militares en El Charco, Guerrero, y en las comunidades Chavajeval y Unión Progreso, Chiapas. Esos casos recuerdan, entre otros dramas chiapanecos, el del ejido Morelia en enero de 1994. Ahí también hubo asesinatos atribuidos a militares, pero permanecen en la impunidad, a pesar de la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como lo acaban de recordar Miguel Angel de los Santos Cruz y Salvador Tinajero Esquivel, en el suplemento ``Derechos Humanos y Ciudadanía'' (La Jornada, 18-VI-1998).
La simple sospecha de tales crímenes en Guerrero y Chiapas debiera producir, si el Estado de derecho estuviera vigente a plenitud, la inmediata investigación y aprehensión de los soldados presuntamente asesinos. Pero en vez de una verdadera indagación, lo que ha habido es una exculpación gubernamental basada en la versión de que los muertos cayeron durante enfrentamientos. Sólo que en la sociedad --en la cual amplias franjas saben que su gobierno es mentiroso y cínico en torno de las guerrillas-- queda la noción de que, efectivamente, se trata de asesinatos cometidos por militares que deben ser enjuiciados y castigados.
El problema de la sociedad mexicana es que carece aún de las instancias y los mecanismos suficientemente vigorosos para forzar esa investigación y ese enjuiciamiento. Ahí hay una asignatura pendiente para esta sociedad que, por ejemplo, ha sido capaz de darse, contra viento y marea, instancias que, por lo pronto en el ámbito federal, garantizan hoy la transparencia electoral.
Por supuesto, demandar enjuiciamiento y castigo para militares que asesinan no implica ignorar las plausibles tareas castrenses de apoyo a la población civil, ni dejar de reconocer el sacrificio de los soldados que, como los caídos el pasado 22 de junio en la carretera Altamirano-Zihuatanejo, mueren en el cumplimiento del deber. Por otra parte, suponer que castigar a los soldados que delinquen desprestigia al Ejército es un error. Lo que sí puede desprestigiarlo es la impunidad.
En cuanto a los militares que matan a indígenas cuando ya los tienen sometidos, harán bien en tener presente que ni el tiempo ni la vida ni la memoria terminan ahora. Hay un mañana en que, guardadas las proporciones, podría tocarles afrontar lo que hoy enfrenta el ex dictador Jorge Rafael Videla en Argentina. Hay una memoria en que ya están inscritos nombres y fechas como los del Ejido Morelia en enero de 1994, y Chavajeval, Unión Progreso y El Charco en junio de 1998. Esa memoria puede clamar justicia mañana y, ya completada la transición democrática en marcha, obtenerla. Entonces podrán ser castigados autores, encubridores y sus jefes. Que así sea.
Recientemente apareció el libro México: diálogo entre generaciones, de Editorial Océano, en el que un grupo de jóvenes universitarios, encabezado por Francisco Orvañanos, expone su visión de país frente a la de reconocidos personajes como Lorenzo Meyer, Santiago Creel y Juan Sánchez Navarro.