La Jornada viernes 26 de junio de 1998

Dios es redondo Ť Juan Villoro
Los valientes llegan tarde

El Estadio Azteca se construyó a unas calles del Instituto Nacional de Cardiología para que los infartados fueran atendidos a tiempo. El futbol provoca arrebatos que exceden al deporte, y el equipo de Manuel Lapuente merece el Premio Ignacio Chávez por indagar tan a fondo las tribulaciones de nuestro corazón.

El 25 de junio, la república del ajonjolí amaneció con insólita devoción coreana. Nuestra permanencia en el Mundial parecía depender de que Bélgica empatara con Corea. En el partido contra Holanda, estábamos dispuestos a cantar Cielito lindo con los ojos cerrados. La ceguera constataba nuestra fe y nuestro pronóstico en el marcador.

La cotización de los jugadores de Holanda se asemeja a la deuda pública de un país centroamericano y su estilo de juego es monstruosamente paritario: les gusta anotar cuando los once ya tocaron el balón y descansar cuando los once ya anotaron. Ante tamaño poderío era fácil suponer que el guardameta holandés no tendría que lavar la sudadera después del encuentro.

Lapuente nos ahorró el disgusto de buscar al inexistente Ordiales en la cancha, pero su alineación inicial fue dictada por una prudencia suicida: Blanco y Hernández aislados en dos estepas, Ramírez y García Aspe en el centro del campo y una confusión de defensas, laterales fantasmas y medios de contención. Arellano, que dio un partidazo contra Bélgica, miraba el juego desde la banca. El equipo parecía entrenado por Javier Clemente, un aritmético convencido de que dos números cuatro equivalen a un número ocho. Nos sobraba defensa, nos faltaba media y aguardábamos los embates con el estoicismo de las ciudades que son tres veces heroicas porque han sido tres veces conquistadas. A las muchas desgracias nacionales teníamos que agregarle ésta: no sabemos rezar en coreano.

Fuera del campo, Lapuente observaba el juego como si estuviera detrás de un mostrador. El marcador estaba 2-0 en contra, y para colmo Corea perdía en el otro partido. Pero él hacía tranquilas sumas y restas.

El rapto de Europa

Resulta un poco ruin revisar los primeros tiempos de una selección que se transfigura en el descanso. Del masoquismo pasamos a la epopeya. La nación que disfruta que le den toques eléctricos, arregla turbinas con un alambrito. Quizá por conocer en detalle los ejercicios de San Ignacio de Loyola, Lapuente se ha propuesto calar la fe de su afición. ¿Quién podía creer en un equipo que le mandaba un fax al arquero enemigo anunciando su intención de tiro y esperaba el tercer gol como un pedido de room service? Pero el futbol existe para negar la evidencias. Contra la historia y la objetividad, la selección llevó el partido a la zona imaginaria donde las proezas son posibles. Lo que vimos en la cancha no reclama análisis sino electrocardiogramas. Baste decir que los once de Lapuente le han dado dimensión épica a una de las mayores tradiciones mexicanas: la impuntualidad.

En tiempo de compensación, el marcador 2-1 lucía definitivo. Pero nuestros valientes llegan tarde. El encuentro ya sólo tenía unos segundos administrativos que ofrecer cuando Luis Hernández encaró una pregunta atávica: ``¿qué, era para hoy?'' Lo que siguió escapa a la razón serena: una barrida de excepcional coraje y el gol tardío más valioso en la historia del futbol mexicano.

Paraguay, Argentina, Brasil, Chile y México están en la siguiente ronda. La mitología empieza a rescribirse: América Latina prepara el rapto de Europa.