Carlos Bonfil
Una rubia de verdad

El título sugiere una comedia estadunidense muy ligera, una banalidad más de las muchas que en esta temporada prodiga la cartelera comercial, y que por lo general son meros vehículos para el lucimiento de estrellas hollywoodenses. Una propuesta narrativa insignificante con cinco semanas promedio en nuestras pantallas. Sin embargo, Una rubia de verdad (The real blonde) es un interesante cuarto largometraje de un productor y realizador independiente, Tom DiCillo (Johnny Suede -primer estelar de Brad Pitt- Viviendo en el olvido, y una cinta hasta el momento desconocida en México, Box of moonlight), y su tema es precisamente la superficialidad en el mundo del cine, la publicidad y la moda. El título es referencia a la obsesión de uno de los protagonistas, el mesero Bob (Maxwell Caulfield), súbitamente promovido a galán de telenovelas, que desea encontrar una rubia natural para satisfacer y enaltecer su propio ego.

Tom DiCillo, quien antes de realizar su primer largometraje había sido fotógrafo de Jim Jarmusch para Más extraño que el paraíso, ha demostrado solvencia y frescura en su trabajo de dirección y en sus propuestas de guión, incursionando en terrenos tan azarosos como los de Viviendo en el olvido (1995), la cinta en blanco y negro, y color, que describe la filmación de otra película, de serie B, y la vida en el set, con los conflictos y choques de egos entre los actores. Esta comedia de simulaciones, sátira de los vicios en que puede también incurrir el cine independiente, tuvo en su momento una buena recepción crítica. Una rubia de verdad insiste en el tema de las filmaciones, con la aparición de Steve Buscemi como director de un spot publicitario estelarizado por una falsa Madonna, y con un escenario todavía mayor, la ciudad de Nueva York, punto de partida y de llegada de muchos talentos inciertos, como el propio Joe (Matthew Modine), actor ingenuo y honesto que se niega a participar en telenovelas, por considerarlas muy por debajo de sus exigencias profesionales.

Tom DiCillo señala el contraste de la urbe neoyorkina, con sus medios artísticos amablemente caricaturizados (la bohemia post-Annie Hall que en un restaurante discute las virtudes y defectos de El piano, la cinta de Jane Camion), y la actitud recelosa, el carácter empecinadamente idealista de Joe, el actor inadaptado, el perdedor nato que se deja mantener por su mujer (Catherine Keener), en espera de la oportunidad añorada, continuamente diferica, que sólo le podrá brindar la cazadora de talentos que interpreta eficazmente Kathleen Turner.

En Una rubia de verdad se abordan las situaciones de incomunicación afectiva en las parejas, en el estilo de Paul Mazurky o de Woody Allen, con el eterno recurso al psicoanalista o al maestro de karate que pronto se vuelve confidente de la mujer insatisfecha. Se multiplican las viñetas humorísticas sobre la vida urbana, sobre el sexismo ordinario y la autodefensa femenina, sobre la impotencia masculina y la necesidad imperiosa de adecuar la propia imagen física a los modelos publicitarios domi- nantes. DeCillo presenta una galería de personajes frívolos, sin talento, aspirantes todos a algún tipo de celebridad efímera. La telenovela en la que todos quieren participar no depara sorpresa alguna en su guión infumable, al grado que los espectadores aplauden cuando una estrella se autoelimina. El director satiriza aquí, como lo hacía ya en Viviendo en el olvido, la enorme capacidad de autoengaño de quienes participan activamente en el mundo del espectáculo, particularmente en la televisión y en los medios de publicidad; también de quienes aspiran a una plena realización personal en esos medios. Un aspecto interesante es la oposición de los personajes de Bobo, el eterno seductor insatisfecho (frustrado por no encontrar ya rubias naturales) y Joe, el actor renuente a abandonar su concepción de la actuación verdadera, su nostalgia por el teatro, su admiración por la obra de Arthur Miller que mejor describe su insatisfacción y su dilema.

La rubia natural, la belleza perfecta, el ideal inalcanzable. En esta imagen sencilla, cómica por las situaciones y enredos que provoca, se resume el tema central de la cinta: la tiranía del artificio y la apariencia en el mundo del espectáculo. ``No hay muchas rubias por este lugar'', se quejaba ya Bruce Cabot al llegar a la isla de King Kong (Cooper, 1933), hasta que apareció Fay Wray. El guión juega astutamente con el mito máximo del glamour fílmico y publicitario (``la rubia que todos quieren''), de Jean Harlow a Marilyn Monroe, con todo el falso relumbre con el que apenas se sostiene hoy esa fantasía. Una rubia de verdad es una propuesta original y divertida, sin duda el mejor momento en la carrera de Tom DiCillo.