En la relación actual entre la primera potencia económica y militar, Estados Unidos, y China, que posee las fuerzas armadas más importantes de Asia y posiblemente será la nación puntera en materia comercial en el próximo siglo, el que negocia en posición ventajosa es Pekín y no Washington.
El presidente Bill Clinton ha debido desafiar a sus críticos más conservadores y viajar al nuevo imperio de oriente porque de la decisión china de sostener la cotización del yuan depende en buena medida la estabilidad de la economía mundial, y porque la posición que asuma Pekín ante el conflicto entre Pakistán e India, y también ante Taiwán, es un factor crucial para la paz en el continente asiático.
Para dimensionar la importancia que el gobierno de Clinton ha dado a la ampliación de sus relaciones con China bastan algunos ejemplos: Washington ha dejado de lado su insistencia en la apertura total del mercado chino y en el ingreso de Pekín a la Organización Mundial del Comercio, aligeró las restricciones que imponía al comercio con China en nombre de los derechos humanos --contentándose con realizar exhortaciones en pro del respeto de esas garantías universales-- y redujo considerablemente la presión militar motivada por la posible reintegración por la fuerza de Taiwán. Por su parte, China ha concedido relativamente poco: no sostener a Pakistán con tecnología nuclear que podría tener un uso bélico; no fabricar armas químicas o bacteriológicas que podrían servir a Irak, nación que Pekín sigue defendiendo de la presión estadunidense; promover, sin comprometerse demasiado, el respeto de los derechos humanos; retirar las minas terrestres de su arsenal y eliminar los misiles apuntados contra Estados Unidos, a cambio de la supresión de los cohetes estadunidenses, más numerosos, que la amenazan. Pero Pekín no ha aceptado suspender sus programas de desarrollo de tecnología de misiles ni se ha comprometido a otra cooperación al nivel de la seguridad más que la establecida entre ambos países en el control de la droga.
Así, China aparece como una potencia que, conocedora de su importancia ante sus rivales, está en condiciones de esperar y de negociar. Mientras, Estados Unidos desempeña nuevamente el papel de una gran potencia frágil, pues tiene sobre sus hombros la responsabilidad enorme de una economía globalizada y caótica que depende de otros para mantener su estabilidad. Ya Nixon, durante la guerra de Vietnam, debió viajar a China para encontrar en Pekín el modo de salir de un conflicto perdido, salvando por lo menos la cara. Clinton es ahora el segundo presidente que viaja a la gran potencia asiática para que ésta alivie las presiones sobre la economía y la situación diplomática de la Unión Americana, pues como dijo un importante diario estadunidense, China es el último muro entre el incendio financiero asiático y la economía de Estados Unidos.
Dada la importancia estratégica que para Washington tiene la relación con Pekín, Clinton emprendió su viaje con una actitud pragmática, a contrapelo incluso de quienes le reprochan su complacencia con un régimen que ha violado sistemáticamente los derechos humanos. El gobierno chino, por su parte, ha aprovechado al máximo estas circunstancias y utiliza la visita del mandatario estadunidense como un instrumento de legitimación internacional. En la visita de Clinton a China, por lo tanto, podría verse el punto de partida de vastos movimientos económicos, financieros, tecnológicos y diplomáticos que podrían modificar profundamente el juego que tiene como tablero nada menos que la región de Asia y del Pacífico, incluyendo Japón, el subcontinente indio y cuatro potencias nucleares: China, Rusia, India y Pakistán.