Desde la masacre de Aguas Blancas, Guerrero, hace más de dos años, promovida y dirigida por el ``compadre'' --hoy gobernador con licencia-- Rubén Figueroa, pasando por el genocidio de Acteal, Chiapas, hasta las recientes matanzas colectivas de El Charco, Guerrero, y de El Rancho, Chiapas, han resurgido conceptos vinculados con los sacrificios imputables a fuerzas armadas estatales o paraestatales, que han causado varios asesinatos y multitud de víctimas inocentes a quienes se les ha impuesto orfandad, viudez, invalidez o el abandono, en aras de ``la razón de Estado''.
Desde los primeros años de la Escuela de Derecho se nos enseñaban dos formas distintas del ejercicio del poder: uno es el que se lleva a cabo sin ninguna facultad legal, objetivo de interés público ni formas procesales de respeto a la persona humana. Frente a esa forma antijurídica del empleo de la fuerza, se nos hablaba de las facultades coactivas de que el Estado debe estar investido para el cumplimiento de sus funciones públicas de interés colectivo, en los casos en donde el ejercicio de la coacción debe estar estrictamente sometido a las disposiciones jurídicas, no sólo en cuanto a la legitimidad de quien la ejerce y de los propósitos que persigue, sino a las formas a las que debe someterse. Para que el ejercicio del poder estatal sea figura lícita y no una manera de violencia y abuso; y para que se mantenga como forma jurídica de la coacción, se requiere que los órganos del poder público se ajusten a disposiciones normativas, obligatorias para todos.
El actual gobierno pretende hacernos creer, con un escandaloso fracaso, que su política es de diálogo pacífico, pero simultáneamente ha realizado o permitido una serie de actos violentos contra comunidades y poblaciones, y ha caído en un ejercicio sistemático de procedimientos violentos contra miles de mexicanos, algunos acusados de rebeldes contumaces, otros de mera simpatía y muchos más como simples familiares, vecinos o amigos de quienes han decidido lanzarse contra ``el mal gobierno''.
Frente a la postura de algunos juristas de Los Pinos o del Palacio Covián, que pretenden cobijar la persecución y las matanzas genocidas con el cruel e ilegal ejercicio de las facultades coactivas --expresadas en las acciones criminales de algunos militares, de diferentes policías y de cuerpos paramilitares--, la gran mayoría de mexicanos no cree ya que el genocidio pueda ocultarse como un ejercicio válido de la coactividad como potestad estatal. Cada día resulta más ostensible la responsabilidad en que incurren ``el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas'' y sus subordinados militares jerárquicos.
Si a esa responsabilidad directa agregamos la impunidad y el pavor que se demuestra ante quienes desean observar para dar a conocer la realidad, el panorama resulta bien iluminado. Las limitadas facultades coactivas de que legítimamente goza el poder público, no alcanzan a legitimar la política de persecución y asesinato que el gobierno sigue contra militantes del Ejército Zapatista y sus simpatizantes y partidarios. Y menos puede invocarse esa coactividad cuando ello no alcanza a imponer sanciones penales a funcionarios multienriquecidos o a gobernadores delincuentes con licencia, ni siquiera a delincuentes de cuello blanco que han estafado al pueblo por muchos miles de millones, que hoy pretenden alimentar las cifras del Fobaproa como deuda del pueblo.
Si queremos invocar el ejercicio válido de facultades coactivas, éste debe ser correctamente orientado y regulado, y con aplicación general. De otra manera los mexicanos no aceptaremos la legitimidad del ejercicio de la coactividad para sacrificar a muchos indígenas y para otorgar impunidad a los miembros de la plutocracia, sean o no banqueros o delincuentes.
Pero si la coacción y la violencia son jurídicamente excluyentes, aunque tengan el dato común del ejercicio del poder, la violencia admite géneros o grados, pues no puede igualarse la de origen personal, transitoria y excepcional, con la que tiene raíz institucional, es permanente y sistemática. Por desgracia, la violencia que proviene de los órganos estatales, además de ser antijurídica tiende a ser sistemática, permanente y más destructiva.
Ninguna razón existe para dejar de calificar a la violencia gubernamental como violencia institucional, que se complementa con la complicidad de funcionarios públicos, y con la política de impunidad con que se favorece a amigos, correligionarios y delincuentes de cuello blanco que suelen compartir sus ``utilidades''.