La Jornada 28 de junio de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

La canción del adiós

El verano me recuerda a Graciela. Hasta la fecha no sé si llamarla maestra o prima porque nadie precisó jamás el grado de parentesco que nos ligaba. Oí su nombre después de que apareció en la casa el piano. Decrépito y tartamudo, fue el regalo con que una clienta agradecida compensó a mi padre por la única gestión exitosa en su ejercicio de abogado.

El instrumento acentuó la atmósfera caótica de la casa. Estaba en Zarco, era algo húmeda pero nos compensábamos con la amplitud y la vista a la calle. Descontando el baño y la cocina, las cuatro habitaciones habrían resultado más que suficientes para una familia de cinco miembros, como la nuestra, siempre y cuando a ninguno le diera por conservar cuantos objetos le recordaran algo. Como para mi padre todas las cosas simbolizaban una remembranza, nuestra vivienda era un auténtico bazar.

Parece que estoy viendo los cajones repletos de cartas, recetas, hojas de periódicos, retratos; los clósets, llenos de chambritas, mamelucos y fajeros usados por mis hermanos y al final por mí. Fui la menor y la única mujer de la familia. Esto me permitió disfrutar de ciertos privilegios. El más importante -tener un cuarto para mí sola- se convirtió en un problema cuando cumplí nueve años: entonces llegó el piano.

II

El fin de semana que invertimos en buscarle acomodo, en nuestra casa sólo se escuchó el arrastre de los muebles que movíamos de un sitio a otro para que le cedieran algo de su espacio al piano. Fue inútil colocar sillones y mesas contra la pared: siempre acabábamos estacionando el enorme instrumento a mitad de la sala. Allí permaneció varias semanas.

En ese tiempo mis hermanos y yo lo incorporamos a nuestros juegos, lo sometimos a las más diversas transformaciones -de barco a ballena, pasando por automóvil de carreras- hasta que al fin volvió a ser nada más un piano. A partir de aquel momento si Rodrigo o Carlos se le aproximaban era para ensañarse con una sola nota. Al cabo de unos minutos de tortura mi madre pedía clemencia: ``Ay, niños, ya dejen eso en paz''.

En cuanto a mí, sólo me acercaba al piano cuando el rechazo de mis amigas deportistas me excluía del juego. Entonces deslizaba las manos por el teclado, segura de que un acto de magia iba a permitirme interpretar alguno de los conciertos maravillosos guardados en la memoria del instrumento. ¿Y entonces? Ah, la dulce venganza: las amigas críticas de mi ineptitud para el volibol quedarían anonadadas por mi talento musical. Aquella diversión que mi madre interpretó como indicio de mis ocultas habilidades, le sirvió también para recuperar el espacio invadido en su sala.

Una mañana, tras varias conversaciones privadas con mi padre, mi mamá contrató una mudanza. ``Van a poner el piano en tu cuarto'', me dijo, mientras los cargadores daban vuelta en derredor del piano como si quisieran descubrir un punto de apoyo que facilitara su tarea. Grité: ``¿Por qué en mi cuarto y no en el de mis hermanos?'' ``Porque tienes más espacio y eres la única que se interesa por la música: te he oído tocar. Ya hablé con tu papá y está de acuerdo en que tomes clases de piano.''

El anuncio me recordó las clasecitas de solfeo que nos daban en la escuela. Habían servido para todo, menos para hacernos amar la música, ya no se diga interesarnos en su ejecución. La perspectiva de revivir la experiencia me convirtió en un vinagrillo.

La mudanza del piano fue una odisea. Durante las horas que se prolongó el operativo mi madre corrió de un lado a otro para impedir que los tamemes dañaran las paredes o rompieran los vidrios; yo me la pasé rogándole a todos los santos que el piano se resistiera a entrar en su nuevo alojamiento. El milagro no ocurrió y esa noche dormí con la sensación de compartir el espacio con un elefante. La tarde siguiente apareció Graciela.

III

``Saluda, niña; saluda a mi prima Graciela.'' Ante la insistencia de mi madre no me quedó más remedio que darle la mano a la recién llegada. Me pareció enorme, quizá porque llevaba el cabello demasiado corto, dividido en rizos que le caían sobre la frente amenazada de calvicie. Era el comienzo de un rostro sin brillo y sin rasgos definidos.

Graciela intentó sonreír mientras esperaba la respuesta que tardé en pronunciar: ``Buenas tardes, señora''. ``Dile Graciela, es de la familia'', aclaró mi madre. Obedecí de mala gana. Falsamente complacida, mi prima o lo que fuera, me preguntó si me gustaba la música. Habría dicho la verdad de no haber sido porque mi madre invirtió los términos de la conversación: ``Sabes, hija: Graciela es una gran maestra. Te dará dos clases a la semana''.

Graciela merendó con nosotros y accedió a llevarse en una bolsa dos tamales y algo de pan dulce. Cuando la despedimos pregunté por qué sólo yo debía tomar la clase abominable. Mi mamá esgrimió el argumento que antes le había servido para garantizarme todos los privilegios: ``Porque ellos son hombres y es bueno que una niña como tú sepa algo de piano''. Dije que jamás había pensado en ser concertista. Lo que deseaba era convertirme en azafata para irme muy lejos.

Mi madre no cayó en la provocación: ``Estás todavía muy chica. Al rato se te ocurrirá otra cosa''. Me volví hacia mi padre en busca de apoyo, pero él dijo algo opuesto a lo que yo esperaba: ``Tu mamá tiene razón. Además, el estudio de la música no le hace daño a nadie''. Para demostrarlo citó el ejemplo de las fieras sometidas por una melodía. Con eso acentuó mi disgusto y rompí a llorar.

Mi madre me abrazó: ``Prueba unas semanas. Si la clase no te gusta le decimos a Graciela que ya no venga''. Luego, muy seria, se dirigió a mi padre: ``Sus hermanos se opusieron a que se casara con Daniel, que porque era un pobre música. Ahora que Graciela está sola y vieja ninguno se ocupa de ella. Te aseguro que no tiene sino lo que vamos a pagarle por las clases''. Interrumpí: ``¿Quién es Daniel?'' Hubo intercambio de miradas antes de que mi madre respondiera: ``Un señor que ya murió''. Esa noche no dormí imaginando las horas que pasaría estudiando los métodos de solfeo y, peor aún, acompañada por aquel muerto fresco: Graciela.

IV

Siento vergüenza cuando recuerdo el poco interés que ponía en las clases. Graciela intentó cambiar mi actitud desplegando una paciencia de santa, obsequiándome una vida de Mozart y dándome pequeños conciertos privados que paralizaban la actividad dentro y fuera de la casa. Esos desahogos, que ahora considero gentilezas, también terminaron al final del verano, el día en que, sin saberlo, asistí a la última clase.

Transcurrió como todas, sólo que a las siete en punto Graciela me informó que no iba regresar. Yo, que tanto había anhelado esta noticia, no supe qué decir ni me alegré. Graciela no pareció darle importancia a mi silencio. Tomó los métodos y las partituras.

Mientras las ordenaba habló como nunca lo había hecho: ``La primera vez que asistí a la clase de Daniel me dijo algo muy bello: las hojas de papel en que se escribe la música antes fueron árboles; las notas se apoyan en las líneas del pentagrama como los pájaros en las ramas''. Hizo una pausa y continuó: ``Esa historia despertó mi amor por la música y por Daniel''. Emocionada, Graciela me miró. Por su expresión adivinó que se sentía incomprendida. No me dio tiempo de explicarle que estaba en un error porque salió a toda prisa.

No supimos más de Graciela. Por desgracia no aprendí a tocar, pero conservo el piano y las partituras. De vez en cuando me gusta hojearlas: cuando lo hago imagino una parvada en vuelo y oigo otra vez la música que aquel verano embelleció nuestra casa.