León Bendesky
Impuestos

Los impuestos son generalmente una cuestión conflictiva. Representan la cesión de una parte del ingreso de los individuos y de las empresas al gobierno. Constituyen un tributo, lo que textualmente quiere decir, lo que se paga como muestra de sumisión, en este caso la que acepta la sociedad frente al Estado. Y la acepta porque aquél se compromete a cambio a retribuirla mediante la provisión de una serie de servicios de beneficio colectivo y, también, de seguridad. Para que dicha cesión de los recursos privados sea aceptada socialmente debe legitimarse en términos de la satisfacción de la sociedad con respecto a la contraparte recibida. Cuando esa condición no se hace efectiva, se acrecienta entonces el incumplimiento de las normas y la evasión, lo que significa una ruptura del convenio originalmente establecido, con las consecuencias legales y sociales que ello ocasiona.

Cuando una política impositiva tiene un carácter primordialmente recaudatorio, cuando su criterio principal es cobrar e ingresar recursos a las arcas públicas, la tensión entre el gobierno y la sociedad tiende a ser mayor. Y esto ocurre especialmente cuando las cuentas públicas tienen restricciones tales que no se puede cumplir con los compromisos establecidos en cuanto a la retribución que se espera del pago de los impuestos. Esta es la situación que prevalece en México y es por ello que el problema crucial de la política fiscal es la carencia de recursos, no porque se gaste demasiado en el bienestar y la seguridad de la población, sino porque los ingresos son insuficientes. Y lo son por una doble circunstancia: son pocos los que pagan impuestos y existe además una gran evasión.

La restricción de los ingresos se agrava cuando una parte importante de los mismos proviene de una renta derivada de la explotación de un producto natural como el petróleo. En México, como se sabe, un 40 por ciento del ingreso del gobierno proviene de Pemex, y ahora que los precios del petróleo han caído de modo significativo, las finanzas públicas muestran aún más su vulnerabilidad. La reforma fiscal ha sido un asunto pospuesto por demasiado tiempo y ello representa no sólo una cuestión de índole financiera, sino de equidad y hasta de eficacia.

En primer lugar el gobierno necesita más recursos para gastar en obras y servicios, y aun ahora que opera en el marco de una política de equilibrio fiscal tiene que pagar un alto costo por los recursos que obtiene mediante la colocación de deuda, como indican las elevadas tasas de interés de los Cetes. En segundo lugar la escala tributaria es inequitativa debido a las altas tasas impositivas que se pagan por concepto del impuesto sobre la renta. Este impuesto es sumamente desfavorable para el ahorro y para la promoción del gasto tanto de consumo como de inversión. Ahora se habla de subir el IVA y hasta de eliminar las exenciones que aplican a una serie de productos. En todo caso tiene que haber una combinación entre estos dos principales impuestos de modo de lograr una mayor captación del fisco y, al mismo tiempo, alentar la actividad económica. Esto ubica la limitación del sesgo recaudatorio de la política impositiva. Finalmente está el tema de la eficacia que incluye desde la capacidad de aumentar el patrón de los que pagan impuestos, de evitar la evasión y, sobre todo, de aplicar de modo eficaz esos recursos para legitimar la cesión que representa del patrimonio privado.

Y no habrá política fiscal efectiva si ella no se complementa con las otras dos patas de la gestión económica del gobierno. Una es la política monetaria que, como se aplica actualmente no logra abatir las tasas de interés, con lo que se expone no sólo a las finanzas del gobierno sino a la asignación del gasto de las familias y las empresas. La otra es la verdadera reforma institucional del sector financiero y en especial de los bancos, puesto que ahora no cumplen con la función de intermediación que permita la adecuada relación entre la captación y el uso de los recursos financieros. La reforma fiscal, es más, la verdadera reforma económica es inaplazable y, sin duda, acarrea costos políticos que el gobierno y los partidos de oposición tienen que asumir.