La Jornada 29 de junio de 1998

Dios es redondo Ť Juan Villoro

DIOS ES REDONDO Ť Juan Villoro Esperando a Zidane Enviado, París, 27 de junio Ť A medio Mundial las reglas del futbol ya se confunden con la vida diaria. Las Galerías Lafayette están de oferta y la gente se empuja con tal ímpetu que el fanático de reflejos condicionados se extraña de que nadie saque la tarjeta roja: ``¡árbitro, ese bolsazo fue por la espalda!'' El almacén también ofrece situaciones rigurosamente irreales: un locutor de la radio colombiana narra por teléfono celular un presunto entrenamiento de Paraguay mientras su esposa compra legiones de lencería: ``Chilavert promete luchar hasta la muerte''. Sin disminuir su voz tronante, el adicto a las oncenas arrebata el sostén número 12 que escogía su mujer.

Con sensatez feudal, los organizadores de la Copa decidieron que las porras durmieran extramuros; las barras bravas, la torcida y los aspirantes a hooligans se hospedan en la periferia. A nosotros nos tocó en suerte La Défense, un suburbio que en los años setenta fue descrito por Peter Handke como el mayor logro de la arquitectura para enajenar al hombre. Las torres y las colmenas de cristal conforman una ciudad inteligente, lo cual significa que no sirve para vivir. Quienes duermen ahí están forzosamente de paso.

A últimas fechas, la ciudadela del alto rendimiento empresarial, ofrece un paisaje peculiar: noruegos que hablan con suficiente potencia para ser oídos en la otra ribera del Sena (por inexperiencia en disfraces extremos, diré que se visten como ``arlequines vikingos''); brasileños que en la primera ronda se teñían la cabeza de verde-amarillo y en octavos de final decidieron avanzar a las axilas; argentinos que desayunan con camisetas de cebra, no porque sigan en piyama, sino porque quieren mucho al Talleres de Córdoba.

El entusiasmo de las afueras contrasta con la serenidad del corazón parisiense. ``A los franceses les sigue entusiasmando más una gira del Bolshoi que un Mundial'', ha dicho Michel Platini. En militante apoyo a estas palabras, la revista Pariscope, con 238 páginas sobre espectáculos, dedica unas escuálidas líneas al acontecimiento que llena las calles de gente rara: ``El torneo de futbol continúa en dos estadios de la ciudad''.

El partido contra Paraguay era visto como la oportunidad de interesar al tout París. Sin embargo, los azules saltaron a la cancha sin Zidane, algo tan emocionante como reunir a los Beatles para extrañar a John Lennon. Además, enfrente tenían a Paraguay, una selección con notable entrega para impedir el juego ajeno.

El portero que ama los penales

Los equipos lidereados por porteros suelen inhibir al máximo su capacidad de ataque. Paraguay organiza sus jugadas a partir de los despejes de José Luis Chilavert, un caso agudo de antropofagia: un guardameta que se tragó a un delantero que se tragó a un locutor. Aunque es un notable cobrador de penales y tiros libres, en la cancha resulta menos heterodoxo y más seguro que Higuita o Campos. Sus desplantes estrafalarios ocurren lejos del pasto, en las declaraciones donde se compara con Maradona o se describe como un Napoleón en Disneylandia (``los niños son mis ejércitos'', dijo ante las cámaras de la cadena infantil Nickelodeon). Al igual que Cassius Clay, pertenece a la raza de los atletas demagogos que alteran la lucha con sus comentarios. Una vez en el partido, es un modelo de concentración. Quien dude de su influencia en el ánimo paraguayo debe revisar esta estadística: en las eliminatorias para el Mundial, su selección perdió los cuatro partidos en que estuvo suspendido.

En medio de los nutridos filosofemas de su Crítica de la razón dialéctica, Jean-Paul Sartre define al portero como el individualista que beneficia a un conjunto. Bajo el larguero, ``se sobrepone a su ser colectivo para realizarlo''. Digamos, con respiración más pausada, que Chilavert encara los partidos como un mano a mano. Obviamente, la ilusión dorada de su equipo era llegar a los penales.

Durante casi dos horas, los franceses ejercieron un dominio infructuoso sobre la trinchera de Chilavert. Como en tantas situaciones álgidas de este campeonato, fue un defensa quien sirvió de atacante: Blanc fusiló al portero a quemarropa y salvó la fiesta de la casa.

Uno a uno, los delanteros franceses se despidieron del guardameta paraguayo como del último mohicano.

Paraguay sólo anotó tres goles en el Mundial. Ayala festejó mostrando una camiseta con las fotos y los nombres de sus hijos, Miguel y Carmen; Benítez enseñó un mensaje más escueto: ``¡Felicidades!'', y Cardozo se abstuvo de levantarse el uniforme, en una suerte de celebración conceptual. La gran pregunta de Francia 98 es qué mensaje tenía guardado el proselitista Chilavert para celebrar su gol de penal. Nos quedamos sin saberlo. El solitario del que dependen todos ya pertenece a la historia del Mundial.