El 12 de agosto de 1988 murió Jean Michel Basquiat, en Nueva York, a la edad de 27 años por sobredosis de heroína; su fama en vida alcanzó dimensiones considerables, pero él no fue un ``mártir sin causa'' producto del stablishment, sino un joven inconforme, mejor pintor de graffiti que la mayoría de sus compañeros, hijo de una pareja haitiana de la clase media alta. Según la película dirigida por su colega Julian Schnabel, con música de John Cale y de él mismo, su madre lo habría llevado de niño a contemplar el Guernica, de Picasso, que se exhibió siempre en el MoMa hasta su devolución a España terminando el franquismo.
La mujer fue internada en un hospital psiquiátrico y el muchacho se distanció de su padre, aunque no del todo. La película no está en cartelera, pero se encuentra ampliamente anunciada en Internet. Pude verla en el video que circula. Las razones de la psicosis de la madre de Basquiat no quedan en claro, como tampoco los inicios de la adicción de éste a las drogas. No obstante, hay un leitmotiv de escenas marítimas tipo surfing que metaforizan la locura de ella y la prematura muerte de Basquiat. A éste mucho le ayudó su nombre, pues no es lo mismo llamarse Lou Bartel, por ejemplo, que Jean Michel Basquiat lo que se explicita en una de las escenas. Al inicio de la película se le conoce en el underground neoyorquino como Samo (Samet Old Shit, es decir, ``same old shit''). Proponía sus epígrafes como antídoto para ``la mierda de la nueva ola'' a la que sin embargo se asimiló y no sólo a través de su mentor Andy Warhol, quien intentó inculcarle sus conceptos sobre arte, publicidad y novedad, coincidiendo con el hecho de que a principios de los años ochenta la demanda de un arte excitante, producido por minorías que en realidad no lo eran, se disparó a las nubes.
Basquiat es interpretado por el guapo actor negro Jeffrey Wright, quien se hizo famoso y merecedor de un Toni Award, por Angels in America. Basquiat era un muchacho muy inteligente que sabía guardar la necesaria distancia ante las situaciones que él mismo provocaba como en la escena del café de SoHo, donde vierte melcocha para hot cakes en la mesa y bosqueja sobre ella el retrato de la mesera Gina, que será su amada.
Durante su vida artística, los representantes de Basquiat (excepto Warhol) mantuvieron la idea de presentarlo como un heredero sofisticado del niño salvaje y noble que conocemos desde Jean Jacques Rousseau. Schnabel se guarda de caer en semejante absurdo. La leyenda que lo rodeó estaba llena de vulgaridades nefastas, como concebir que un artista negro, por serlo, produciría obras de infalible frescura gracias sus instintos primitivos y liberados, sin el menor intento de autocrítica. Esos presupuestos son absolutamente racistas y hay que agradecer a Schnabel la imagen que presenta de su colega, de estrambótico peinado y ropa de marca, a veces casualmente harapienta, conocedor de los buenos vinos, los perfumes y las sedas. En cambio, el director no saca el suficiente partido de los estados alterados de conciencia que en alguna medida determinan que Basquiat haya sido algo más que un pintor de graffiti, llevados a telas o montados en soportes vendibles.
No aparecen muchas obras en pantalla, pero sí las suficientes para ilustrar su capacidad de poner palabras, máscaras, coronas, cráneos, trazos, colores contrastantes, pegotes, sin abarrotar ni emborronar el espacio. Eso es todo, no porque Schnabel se hubiese visto parco, sino porque el niño prodigio no dio más, pese a que cuando su estrella se mantuvo vigente sus precios llegaron a sobrepasar los 200 mil dólares, cosa que no sucede hoy día. Sus procedimientos (los créditos no dicen quién se encarga de realizarlos) quedan ilustrados en pantalla, su trazo era tosco, pero muy firme, enérgico, sin vacilación y con muchas reiteraciones, de haber vivido en los años cuarenta en vez de en los ochenta, Dubuffet lo hubiera amalgamado al Art Brut, pero lejos de que eso sea una virtud a mi parecer es lo que uniforma en exceso su producción y la debilita durante los últimos años de su vida. Eso no queda ilustrado en la película, ni tampoco la urgencia que lo conminaba a producir mucho para pagar a sus proveedores de droga. En cambio, la drogadicción sí está tratada, pero no como condición autodestructiva que irremediablemente llevará al protagonista a la muerte, sino más bien como situación idiosincrática.
Una de las mejores y más aleccionadoras secuencias es el diálogo que el pintor mantiene con un entrevistador convencional. También hace incursión el ex curator del MET: Henry Geldzahler.
Ojalá podamos ver esta película en pantalla grande, Basquiat es más personaje que artista a 10 años de su muerte.