La Jornada martes 30 de junio de 1998

FRANCIA: PARTICIPACION MEMORABLE

La selección mexicana de futbol se despidió ayer del torneo mundial de Francia después de jugar, de manera más que aceptable, cuatro partidos intensos. El buen desempeño del cuadro tricolor resultó una sorpresa para no pocos expertos y comentaristas, e incluso para una buena parte de la afición. A juzgar por la determinación, el empuje y la disciplina del equipo mexicano, sus jugadores se encuentran encaminados a superar las eternas vacilaciones, la debilidad de carácter y los altibajos que por muchos años han caracterizado a la escuadra nacional, y a situarse como un conjunto sólido y estable, capaz de medir fuerzas con los más importantes seleccionados del mundo.

El cambio que pudo percibirse en el equipo mexicano en Francia no sólo fue de rendimiento deportivo, sino también de actitud: a diferencia de otras ocasiones, la oncena nacional fue capaz de remontar circunstancias adversas y en ningún momento cedió al desmoronamiento moral que solía experimentar en cuanto se enfrentaba a una situación desventajosa. Ojalá que este nuevo rasgo no sea exclusivo del seleccionado futbolístico, sino que esté presente en todo el país.

En esta perspectiva, la derrota y la descalificación de los mexicanos ante Alemania, en el partido de ayer en Montpellier, si bien no deja de causar tristeza, no tiene por qué verse como una expresión de la vocación de fracaso de la que ha estado impregnada la vivencia misma del futbol en el país. De hecho, la oncena mexicana realizó un trabajo intenso, limpio y ordenado, e incluso se mantuvo arriba en el marcador durante una parte de la confrontación.

En general, e independientemente de si se trató de victorias, empates o derrotas, en los juegos contra Corea, Bélgica, Holanda y Alemania ha podido apreciarse que el futbol nacional ha adquirido un nuevo nivel y una nueva calidad, y ello constituye una noticia reconfortante, doblemente apreciable para una sociedad ávida de buenas nuevas e inmersa en las incertidumbres políticas y económicas que enfrenta el país en el momento actual.

Lo anterior resulta especialmente significativo si se considera el enorme peso que tiene, en el imaginario colectivo mexicano, el juego y el ritual del futbol: sobre la cancha no sólo se desarrolla un certamen deportivo, sino que una parte importante de la ciudadanía experimenta la angustia, la incertidumbre y la euforia del combate singular, duelo ancestral entre dos guerreros en el cual se dirimían las diferencias de conglomerados humanos antagónicos.

Nadie, hoy en día, por fanático que sea, podría confundir los símbolos con sus significados; el equipo de México ha hecho un buen papel en el torneo mundial de Francia y ello no va a ayudarnos a superar los empantanamientos del diálogo ni a despejar las nubes negras que se divisan en el horizonte económico del país. Pero las hazañas deportivas de nuestros seleccionados le han dado a la sociedad reconfortantes y apreciables momentos de ilusión, de distracción y de respiro, cuya importancia no debe ser minimizada.

Al mismo tiempo, el Mundial de Francia ha sacado a relucir rasgos preocupantes e inaceptables de un sector pequeño, pero peligrosísimo, de la afición, el cual parece empeñado en copiar los patrones de comportamiento criminal de los hooligans ingleses.

Los actos de violencia gratuita perpetrados en las calles de esta capital tras los cuatro partidos jugados por México llegaron ayer a grados indignantes de agresión delictiva que no pueden ser tolerados y que deben ser sancionados conforme a derecho.

Finalmente, tras los saldos buenos y malos, tras la emoción de los goles mexicanos, tras la celebración civilizada de la gran mayoría y la barbarie perpetrada por unos cuantos, ahora es tiempo de volver la vista a los problemas acuciantes que el país tiene ante sí.