La Jornada 1 de julio de 1998

Arreola: nunca fui de vanguardia o moderno; más que escritor, soy artista

A finales de este mes empezará a circular el libro Juan José Arreola. Memorias del juglar, del que ofrecemos a continuación un adelanto merced a la generosidad de Editorial Diana. Además de iconografía profusa (más de un centenar de fotografías en blanco y negro, una veintena a color), este volumen contiene testimonios de vida de uno de nuestros grandes autores. Entre otros capítulos, Arreola aborda, por supuesto, su relación con Juan Rulfo, y otros devenires literarios y vitales. En esta primicia, Arreola devela, narra, conversa.


Usigli y Paz en París

Uno de los lugares que más frecuenté, durante mi estancia en París, entre 1945 y 1946, fue la embajada de México. La razón principal de mis visitas era mi amistad con Rodolfo Usigli, quien trabajaba en esa representación como segundo secretario. En una de mis visitas me encontré con Octavio Paz, que era el tercer secretario de la embajada, simpatizamos y sostuvimos largas conversaciones que en más de una ocasión, al estar presente Rodolfo, se convirtieron en acaloradas discusiones. El problema era que Octavio había desairado a muchos republicanos eminentes radicados en París. En algunas de esas discusiones yo manifesté mi adhesión a las ideas republicanas de Usigli, lo que a Octavio le molestaba. Octavio en esos días no sabía que yo tenía ya muchos años de tratar a Rodolfo, primero como maestro y luego como amigo. Personalmente compartí con Rodolfo muchas de sus ideas estéticas y políticas, creo que hasta el día de hoy sigo creyendo en las mismas ideas estéticas. En ese sentido, considero que siempre he estado alejado de las ideas de Octavio Paz.

Recuerdo que cuando yo llegaba a la embajada, con el primero que me topaba era con Octavio, quien a veces, sentado en su escritorio y sin levantar la vista me decía: ``Allá está Rodolfo, tú vienes a ver a Rodolfo, no te detengas, pasa''.

Por esos días, Octavio me dijo una frase que nunca olvidaré: ``Eres tan genial y tan cursi como Ramón López Velarde''. Siempre la he considerado un elogio. Mientras Octavio se acercaba a André Bretón, yo me perdía en las calles de París, en busca de Francois Villon. Tal vez por eso él un día me llamó escritor anacrónico. Es cierto, ni mi modo de ser, ni mi obra, pueden ubicarse en el tiempo, nunca he sido ni contemporáneo ni moderno, he sido un escritor que cree simplemente en la literatura como arte, me considero más artista que escritor. Siguiendo esta idea, pienso que mi vida ha sido más la de un artista que la de un escritor, quizá por eso he sido un buen maestro, porque he permitido que todos los jóvenes y los no tan jóvenes se acercaran a mi modesto taller para compartir juntos la armonía de la belleza; yo sólo fui capaz de crear una forma bella, para que una idea más bella viniera a habitarla, como dijera André Gide.

Cuando Octavio me conoció en París en 1945, no tenía por qué saber que yo ya era escritor. Que ya era amigo y conocido de gentes como Xavier Villaurrutia, Alfonso Reyes y Octavio G. Barreda, quien incluso ya me había publicado un cuento en su revista Letras de México. Tal vez Octavio pensó que yo era tan sólo un aprendiz de actor, un estudiante de teatro que llegó a París deslumbrado por la Comédie Francaise.

Años después, en 1949, o tal vez 50, le envié a Octavio a París un ejemplar de mi libro Varia invención. En respuesta, me envió una bella tarjeta postal con la reproducción de ``La Santa Faz'', un rostro de Cristo pintado por Georges Rouault, que parece una pintura de los primeros siglos cristianos, en cuyo reverso escribió: ``Querido amigo: no, Varia invención no es un libro pobre, como dices en tu afectuosa dedicatoria, sino muy rico y diverso. Hacía mucho tiempo que no leía nada de México (en prosa) que me diera tanta fe y alegría. Gracias. Tu amigo Octavio''.

Juan de la Cabada me presentó a Octavio Paz en Nueva York, en noviembre de 1945. Para enero del 46, me volví a encontrar con él, como mencioné, en la embajada de México en París.

Cuando nos reencontramos, Octavio me invitó inmediatamente a su departamento, y como le conté que mis maletas se perdieron o fueron robadas en el barco en que llegué a París procedente de Nueva York y que la ropa que traía puesta era la única que tenía, Octavio me regaló con mucha generosidad un saco, un suéter y 2 mil 500 francos. En esa época era imposible comprar ropa en París, por el fin de la guerra, no había nada, hasta los alimentos básicos estaban racionados. Todas las tiendas estaban cerradas. Afortunadamente, logré conservar mi abrigo, si no, no hubiera soportado el invierno tan terrible y cruel. No había calefacción ni nada parecido y por las noches la luz eléctrica era escasa. París estaba terriblemente solo. Alguna vez logré comprar en el mercado negro una tablilla de chocolate y una lata de leche.

Desde el principio, mi amistad con Octavio se convirtió en una lucha, en un altercado, a pesar de todo el afecto con que me recibió en su casa. Ese altercado se debió en gran medida a la presencia permanente de Rodolfo Usigli, sobre todo porque éste era mi maestro. Rodolfo y Octavio me invitaban seguido a un restaurante donde ellos, como miembros del cuerpo diplomático, tenían derecho a que les sirvieran alimentos, cosa que por desgracia yo no aprovechaba debidamente, pues la mayoría de las veces que me invitaron casi no pude comer nada por mis problemas de salud, los cuales se fueron agravando tanto que, al final, fueron la causa principal de mi regreso a México.

En esas condiciones se gestó mi amistad con Octavio. Ahora que estoy recordando esos años, pienso mucho en Octavio, porque me he enterado que se encuentra delicado de salud, todo esto me entristece y me emociona. Pero volviendo a aquella época, quiero decir que Rodolfo Usigli era un republicano, y Octavio había dejado no nomás de serlo, sino que públicamente se había distanciado de los republicanos y de los comunistas; él, que incluso estuvo inscrito en el Partido Comunista Mexicano y luego en el español, y formó parte de la brigada internacional que combatió en el frente a los franquistas, fue cuando escribió el poema ``No pasarán'', editado por el frente, tal vez por el propio Miguel Hernández. Cómo olvidar aquel año 1937, en Madrid y Valencia, cuando se reunieron en el Segundo Congreso de Escritores gentes de la talla de César Vallejo, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, José Bergamín, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. En esos días, César Vallejo publicó España, aparta de mí este cáliz y Neruda, dos años después, en el 38, España en el corazón, un bello libro editado por el Ejército del Este, en las ediciones literarias del Comisariado, libro impreso por los soldados de la República española, que también fabricaron el papel para su impresión.

Cómo olvidar que en el Congreso estuvieron presentes, por parte de México, Carlos Pellicer y Octavio Paz. Pero, sobre todo, cómo podría olvidar yo la muerte, el asesinato a manos de los franquistas, de Federico García Lorca en Granada aquel trágico 18 de julio de 1936, cuando comienza la revuelta franquista.

Yo quedé marcado por la muerte de Federico, mi despertar a la conciencia política ocurrió durante el inicio y al final de la Guerra Civil española. Desde entonces asumí para siempre la causa de la República.

Mi relación con Rodolfo y mi solidaridad con la República española hicieron que desde su comienzo mi amistad con Octavio se tornara difícil, había diferencias muy duras de superar. Yo era un joven simpatizante de la República, no socialista ni comunista, pero era lo que se puede llamar un izquierdista republicano. Esta tendencia política fue ampliamente fomentada por Lázaro Cárdenas en México. Cuando llegué a la ciudad de México, en 1937, participé activamente en representaciones teatrales en centros obreros, en sindicatos, como el de electricistas, y en la famosa LEAR, la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Mi formación política estuvo relacionada, en un principio, con mis actividades dentro del teatro. Por otra parte, volviendo a la literatura, jamás he sido, ni me ha importado ser, un escritor lo que se dice de vanguardia, estoy muy lejos de las vanguardias, por ejemplo, pienso en Guillaume Apollinaire y no me interesa su poesía de vanguardia, digamos sus caligramas; de su obra prefiero los poemas, como ``Bajo el puente Mirabeau corre el Sena...'' Pienso también en otro poeta: Louis Aragon, que por cierto contribuyó, digamos, a mi ruptura ideológica con Octavio, y también poética. Aragon en un momento dado formó parte del grupo surrealista de André Bretón, pero luego renegó de ello y se hizo comunista. Aragon es un gran poeta, escribió versos como lo hicieron los clásicos. Hoy sigo leyendo a Aragon con la misma alegría de los años de mi juventud, y lo mismo me pasó con Neruda, a quien también Octavio negó por sus ideas políticas. Otro caso en el que también siento que tenemos diferencias es el de mi amigo Carlos Pellicer, a quien, junto con Ramón López Velarde, considero como los poetas más importantes de la literatura mexicana de este siglo que termina.

Fidelidad por las grandes causas

El cambio ideológico de Octavio coincide con el inicio de su carrera diplomática, cuando trabajaba en el consulado de México en Nueva York. Luego ya en París, de manera más formal, se desempeña con eficacia en el medio diplomático. Octavio se dio cuenta de manera temprana que el comunismo no tenía futuro dentro del mundo occidental. Sea como fuere, Rodolfo Usigli y yo discrepamos de las opiniones de Octavio, sin ser nosotros comunistas. En materia política, siempre me he guiado por unos versos de Victor Hugo que dicen más o menos así: ``Sombría fidelidad por las causas perdidas, sé tú mi fuerza y mi gloria y mi columna de bronce''.

Yo he tenido a lo largo de mi vida una especie de fidelidad por las grandes causas perdidas, como la de España cuando la República, y más recientemente por la desaparición de la Unión Soviética.

Otro personaje de Francia que Octavio no reconoció fue Paul Claudel, gran poeta católico y hombre de derechas, pero no por eso su poesía y su obra literaria pierden valor. Un caso antagónico de Claudel sería el de Jean Paul Sartre, a quien Octavio también negaría por sus ideas políticas, así las cosas la cultura occidental se iría quedando sin sus mejores hombres, y los extremos nunca han sido buenos, porque propician lo mismo que combaten.

Claudel, además de declararse franquista, fue un reaccionario total. Siendo un gran poeta, se comportó como un católico terco y necio.

Pasaron muchos años para que Octavio y yo nos volviéramos a encontrar en México, a medidados de los años cincuenta. En ese tiempo ya era funcionario de Relaciones Exteriores. Para Octavio fue motivo de desagrado que yo fuera amigo cercano de los poetas españoles que llegaron a México en calidad de exiliados, le molestó saber que yo seguía tratando con gran afecto a gentes como León Felipe. En ese tiempo y unos años después, hasta Carlos Fuentes se alejó de la izquierda para entrar a la órbita de Paz. Recuerdo una escena entre Octavio, Carlos y yo, en la que los dos me dijeron que me había echado en brazos de los comunistas, entonces yo, delante de muchas personas presentes en el mismo acto, en el Hotel del Prado, le dije a Carlos: ``Aquí se acabó toda posibilidad de amistad y trato, ni yo soy comunista ni tú tienes derecho a acusarme''. A Octavio le dije: ``¿Cómo es posible que tú me estés juzgando desde ese punto de vista?''. Luego los tres tuvimos diferencias más reales por causa de una mujer, a la que los dos pretendían.

Desde que ocurrió esa escena, dejé de tratar a Carlos y sólo nos hemos encontrado en pocas ocasiones. En cuanto a Octavio, nuestro trato no sólo se reanudó, sino que se hizo más fuerte. En los años setenta hubo un incidente en el que las partes que intervinieron me expresaron su desacuerdo con Octavio, ya que un grupo de amigos míos, algunos de ellos miembros de El Colegio Nacional, curiosamente pertenecientes a otras áreas que no tienen que ver con la de letras, me comentaron que mi candidatura fue rechazada debido a la intervención de un distinguido miembro del Colegio, perteneciente al área científica y del propio Octavio. Esta situación contribuyó a que mi trato con Octavio se enrareciera, ya que él, después de este incidente, que es conocido por algunos de los miembros del Colegio, me siguió tratando con afecto, incluso me dedicó su libro Poesías completas, con un poema manuscrito, y siempre que nos encontramos me trata con el mismo aprecio que me manifestó en París en 1946.

Otro caso extraño en el mundo de los poetas fue el de Ezra Pound. Yo traté a Gerhart Muench, notable músico alemán que llegó a México, a fines de los años cincuenta, en compañía de su esposa Vera. Gerhart vivió sus últimos años en Tacámbaro, Michoacán. Lo conocí en condiciones un tanto raras y azarosas, ya que él estaba de visita en la ciudad de México cuando cayó enfermo. Fue a dar a un hospital y lo único que llevaba en la mano era un ejemplar de mi libro Confabulario. El médico, al enterarse de que era músico y le gustaba la literatura, le recomendó que cuando estuviera sano me buscara, lo que hizo inmediatamente, no recuerdo cómo, pero por medio de amigos cercanos dio con mi casa de la colonia Cuauhtémoc, en la calle Río Volga. Allí se inició una de las amistades más lúcidas que he tenido en mi vida, Gerhart me reveló a Ernst Jünger, pero también me habló de su mejor amigo de toda la vida, Pound, a quien conoció en Italia. Juntos compartieron muchos años su pasión por la música. Recuerdo que Gerhart Muench y Ezra Pound salvaron durante la Segunda Guerra mundial 600 partituras de conciertos de Vivaldi, semidestruidas por los bombardeos, y de otros músicos barrocos notables, que fueron rescatadas de la biblioteca de Dresde. Entre los dos se dedicaron a copiar y a restaurar esas joyas, bajo la protección del gobierno de Mussolini. Eso y otras cosas más condenaron a Pound, lo señalaron como fascista. Pero qué gran poeta y artista es Pound. Aprecio mucho a Giovanni Papini, uno de mis maestros. Creo que a él también lo han acusado de fascista. Sus libros han desaparecido en las librerías. Me quedo con su obra y con su arte, lo demás se lo dejo a los historiadores y a los críticos.

Volviendo a Gerhart Muench, creo que él no tuvo la culpa de portar un uniforme nazi, al igual que miles, que millones de jóvenes alemanes que no eligieron por propia voluntad su destino, por eso me parecería cruel pensar que era un nazi y un fascista, amigo de Ezra Pound, otro fascista. Los dos estarían condenados a la fatalidad de la historia, pero no, tanto Muench como Ezra Pound dejaron obras valiosas para la humanidad. Numerosos humanistas y científicos alemanes e italianos emigraron al final de la guerra a países de Europa y a Estados Unidos, y nadie puso nunca en duda su talento, su cultura y su calidad humana.

Perseguir, señalar y acusar ha sido uno de los trabajos más duros de los intelectuales de este siglo que termina.


La mejor herencia

Este libro es fruto de una larga y accidentada conversación con mi hijo Orso: a veces apasionada y dulce, otras triste y amarga, pero siempre regida por la verdad. Escribir lo que un padre le cuenta a su hijo es una de las formas más antiguas de hacer literatura, de transmitir la palabra. A lo largo de su vida, mi hijo me ha escuchado hablar, platicar, recitar y dar clases y conferencias, y también me ha visto escribir. Toda mi vida he recitado poesía en voz alta.

Este libro es de Orso pero también es mío; lo hicimos entre los dos, pero él, al escribirlo y ordenarlo le dio vida. Sin su trabajo estas memorias no existirían y me da gusto que mi hijo haya vuelto sus ojos al pasado, a esa vida que ya no recordaba. En alguna ocasión dije, a propósito de Orso, que me atenía --y me sigo ateniendo-- a unos versos de Rubén Darío que dicen: ``...te he de ver en medio del triunfo que merezcas, renovando el fulgor de mi psique abolida''.

Al ordenar y dar vida nueva a estas viejas historias, Orso toma de mi vida mi mejor herencia: las palabras. Como católico que soy siempre he creído que en el principio fue el verbo.

Para facilitar la tarea de Orso, puse a su disposición aquellos papeles de mi archivo personal que consideré serían de utilidad para su trabajo, tales como diarios de juventud, cartas a mi familia y a algunos amigos, documentos y fotografías que lo ayudaron a darle fondo y forma a este libro.

Le conté ``lo que aprendí en las pocas horas en que mi palabra estuvo gobernada por el otro. Lo que oí un solo instante, a través de la zarza ardiente''.

Juan José Arreola