La historia carece de memoria. Sus páginas y códices dependen del afán y los caprichos del ser humano para ordenar sus pasos en el tiempo y en la geografía. Hoy, la historia se ``hace'', se ``adecua'' y, por supuesto, se deshoja acorde con el antojo de quienes la escriben. Por eso la (mal)repetimos, y por lo mismo, las historias de Sarajevo y Chiapas son distantes pero no distintas.
Somos testigos de su magra utilidad: reivindicarla o interpretarla ``correctamente'' varía acorde con las necesidades del ser humano, especie cubierta por un velo de amnesia tan adosado a la conciencia como la piel a los huesos. El siglo XX, como bien dijo Hannah Arendt, es el siglo más cruel de todos los tiempos: la memoria escueta de la historia y la amnesia infinita del ser humano son los responsables de esas heridas. Contra la razón enmudecida y las voces inútiles, las imágenes se yerguen como instrumentos incontrovertibles. Escritos, videos y fotografías son pedazos, aún cuando efímeros, de realidades. ¿Qué decirle a quien nos observa desde el papel? ¿Cómo callar ante quienes en espera de la muerte, encontraron, por medio de sus rostros, la necesidad de alertar al mundo?
La exposición Y aún veo sus rostros. Imágenes del pueblo judío-polaco, compuesta por 456 retratos, recorre, a través del papel y los ojos inquisitivos del observador, parte de la historia de lo que fue la comunidad judía más grande del mundo antes de la Segunda Guerra Mundial. No son fotografías estáticas ni rostros silentes. Son testimonios indestructibles del afán heroico de sobrevivir y, a la vez, de la crueldad más extrema. Las caras, una a una, cuentan la epopeya de una era y sus figuras, en conjunto, subrayan el papel inútil de la historia.
Son muchas las figuras que impiden caminar. Incontables las narraciones ahí escritas. Habría que vivirlas para creerlas; o al menos, leer lo que sus labios quisieron decir. La exposición camina de la normalidad hacia la muerte, del trabajo al asesinato, del estudio a la denigración, del ser al no ser. En suma, de lo humano a la fatalidad predeterminada. Los testimonios y los rostros exigen detenerse y mirar. Con el corazón, no con los ojos. Con la denuncia a flor de labio para exigir al hombre: no repetir.
Dictum calosfriante es el de Zahava Bromberg, única superviviente de su familia. Sobrevivió pues tenía que salvar todo lo que quedaba: el retrato de su madre. Esconder la foto --medía tres por tres centímetros-- era motivo para luchar, para vivir. ``Cargué la foto de mi mamá durante dos selecciones del doctor Mengele en Auschwitz. Una vez la mantuve en mi boca. La segunda, fue adherida con un curita a la planta de mi pie. Yo tenía 14 años''.
Figura que atrapa la vista es la de dos parejas de viejos judíos que se jalan las barbas acordé con la orden de algún desconocido, seguramente un soldado nazi. En otra, se ve a un individuo vestido, con medio cuerpo en el río. A su lado flotan cuatro sombreros; los cuerpos, los dueños, están ausentes: fueron ametrallados.
Otros escritos cuestionan, duelen. A sabiendas de que la muerte los esperaba, algunos judíos dejaban sus fotos para la posteridad, paradójicamente menos incierta que su fin. ¿Su propósito? No lo sé: quizá, recordarnos la inutilidad de las muertes programadas, de la ausencia de límites de la barbarie humana. ``Quizá alguien en algún lado me reconocerá'' reza una faz anónima. Anna Maj explica: ``tengo una fotografía de una mujer judía con un niño pequeño. Ambos huyeron del ghetto en Lowicz, ella pasó la noche con nosotros y me la dejó''. Otra leyenda dice, ``mi madre se hizo amiga de la señora Pejsakowa. Cuando la familia tuvo que huir, le dieron a guardar a mi mamá estas imágenes en caso de que alguien sobreviviera... Las fotos subsistieron pero no recuerdo los nombres''.
Es evidente que las fotografías no están colocadas al azar. Reina la lógica. Las primeras muestran a la comunidad judía antes de la pesadilla alemana. Hay niños, adultos, ricos, pobres, casas, familias, juego, cotidianidad, vida. En la última sala emerge el fantasma de la muerte: imágenes del holocausto penden de las paredes. Se incluye una a color --creo que la única-- que muestra el vórtice del nazismo y la complicidad del silencio: el ghetto de Varsovia arde en llamas. Antes de la guerra había 3.5 millones de judíos en Polonia. Hoy quedan 5 mil.
Hay fotos que no son mudas. Las de Y aún veo sus rostros son de ésas. Hablan. Denuncian. Son el esqueleto de la triste desmemoria que no deja de habitarnos.