La Jornada 1 de julio de 1998

``¡Ya no importa si ganamos el Mundial!'', grito tras el triunfo

Stella Calloni, corresponsal, Buenos Aires, 30 de junio Ť Heridos, detenidos, niños perdidos de sus familias, plazas como tierra arrasada, fue el final lamentable de una fiesta que había comenzado con lo que puede definirse en una sola palabra: indescriptible. Es lo que mejor resume lo sucedido al caer la noche en Buenos Aires, cuando miles de personas salieron a las calles al escuchar el gol final que dio el pase a cuartos de final a Argentina frente a Inglaterra en el Mundial de Francia.

Era mucho más que futbol lo que estaba en juego. No sólo se trataba de un archirival con el que se juega como en una final, sino que atrás estaba el tema inconcluso de las Malvinas, islas del archipiélago sur ocupadas colonialmente por Gran Bretaña desde el siglo pasado, y que llevaron a la guerra a ambos países en 1982. ``Las Malvinas son argentinas'', decía una bandera, mientras una multitud entonaba cánticos clásicos como ``el que no salta es inglés''.

La alegría se vivió en todo el país, pero pese al aire de carnaval, la fiesta en la zona céntrica terminó mal; no así en los barrios, que más humildemente festejaron sin violencia. Una multitud se concentró en el obelisco porteño, donde se festejan los triunfos deportivos, mientras en el cercano puerto los buques hacían sonar sus sirenas. Pero en pocos momentos, aquel festejo de bocinas, papel picado que caía como una lluvia de todos los edificios --especie de carnaval que se registra sólo a fin de año--, las campanas a vuelo y la cohetería, culminó en la escena previsible pero no deseada, de tanquetas, armas, gases de la policía y piedras en respuesta.

Encontronazo casi inexplicable, como la violencia con la que se desalojó un predio ocupado por unas cien familias sin hogar.

Ahora también hubo heridos, lesionados y detenidos. Padres y madres llorando ante las cámaras porque en la carrera perdieron a sus hijos. Una violencia contenida que habrá que analizar mas allá del futbol y de esta alegría que termina en piedras y balas. La imagen de la estampida de miles que fueron a festejar al centro dejó un sabor amargo tras las escenas de felicidad, por un triunfo que para muchos es más importante que ganar el propio mundial.

En torno al Obelisco había una inmensa pantalla. Allí comenzaron a llegar jóvenes con camisas y gorros de duendes con los colores nacionales. A media hora de iniciado el partido, algunos quemaron una bandera inglesa. Fue el primer anuncio de la violencia contenida. La policía dispersó a este primer grupo, pero una hora después, cuando no se podía ya transitar por el centro, comenzaron los choques. La infantería se desplegó como para una guerra, y la guerra ocurrió.

Desde las 15 horas locales, la ciudad había quedado vacía. En la City porteña --el centro bancario-- se detuvo la respiración, sobre todo en la serie de penales. En cada casa, café o bar, en las vidrieras de los negocios, las pantallas reproducían el partido transmitido desde Saint Etienne. Hubo momentos de fuerte tensión, con la inevitable referencia a la guerra de las Malvinas o del Atlántico Sur, cuando la junta militar recuperó por breve lapso las islas. Por ende, era imposible separar ese recuerdo de este presente del futbol.

Cuando el arquero Carlos Roa detuvo el último penal inglés, la alegría fue incontenible. Para todos aquellos que encontramos de camino al centro, ganarle a Inglaterra fue un triunfo más allá del deporte.

La explosión de violencia sucedió a la tensión ante el temor de perder y por ese empate que alargó la angustia hasta ese gol, que se oyó como un solo grito. Los oficinistas abandonaron sus labores. No hubo jefes, ni discusiones sobre flexibilidad laboral, ni diferencias entre vecinos. Todos se abrazaban. Las frases casi únicas fueron: ``Le ganamos a Inglaterra'', y ``ya no importa si ganamos el Mundial''.

Pero los incidentes seguían cuando muchos ya habían regresado a sus casas y desplegado sus banderas. Manaña se volverá a la realidad. Los sociólogos tratarán de explicarse la violencia que caminó junto al Mundial. Y los desempleados que buscan paquetes de comida en los restaurantes del centro habrán pasado un día más sin comer.

También están los que recuerdan con dolor el mundial de 1978, cuando la fiesta del fútbol hizo olvidar las catacumbas que estaban a sólo un paso, y la dictadura festejaba ese triunfo como propio. Al volver por las calles invadidas, llorando por los gases lacrimógenos, aún pudimos extender una mano, para ayudar a un joven discapacitado envuelto en una bandera inmensa. Era un veterano de Malvinas.

``Ahora debemos ganar también en la democracia y no dibujarla por unas horas. Las Malvinas son nuestras, sí señora'', dijo Santiago antes de entrar a su casa, una vieja casa ocupada por quienes no tienen ninguna.