El Banco Mundial (BM) afirmó que en la sociedad mexicana la ``pobreza y la desigualdad alcanzaron ya grados alarmantes'' (La Jornada, 29/06/98). También señaló que 33 por ciento de la población nacional es pobre. No está claro a qué año se refiere esta cifra, puesto que como lo he reiterado en este mismo espacio, la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) de 1996, única fuente para conocer la pobreza y la desigualdad después de 1994, ha sido ``secuestrada'' por el gobierno federal, que decidió que no se den a conocer sus resultados. Pareciera, sin embargo, que el BM tiene información que le permite calcular la pobreza después de 1994, puesto que señala que la crisis de 1995 aumentó la pobreza y la desigualdad y que afectó sobre todo a los habitantes urbanos con poca preparación, en parte porque no existía una red de seguridad para amortiguar el impacto. Como corolario de este diagnóstico, el BM señaló que ``reducir la pobreza y la desigualdad social en México es el principal reto para el desarrollo del país''.
Hoy no analizaré las cifras del BM ni criticaré su desfachatez. Lo que haré es analizar qué debe hacerse desde la perspectiva de la política social para enfrentar la creciente pobreza en el país. La historia mundial de las políticas para enfrentar la pobreza muestran que es como respuesta ante actos masivos de exclusión que surgen las acciones colectivas que buscan la (re)inclusión de los excluidos. Estas medidas de inclusión no son sólo para proveer a las necesidades de los excluidos, sino también para pacificarlos, controlarlos y subordinarlos. Así dice B. Jordan que ``las exclusiones requeridas para crear la propiedad privada (donde previamente había habido producción comunal) implicaron la necesidad de incluir a los despojados. Las carencias en presencia de un excedente económico son el entorno en el que se originaron nuevos derechos --aunque limitados y condicionales-- de los pobres excluidos''. (A Theory of Poverty and Social Exclusion.)
Lo ocurrido en México, y en toda América Latina, desde la crisis de la deuda de los años ochenta hasta nuestros días, puede considerarse una exclusión de magnitudes similares a la de la expropiación de la propiedad comunal en los orígenes del capitalismo. Ante esa gran exclusión, el BM ha recomendado programas focalizados para atender a la población más pobre (no necesariamente la recién despojada). Muchos países, entre ellos México, se han movido en esa dirección. Sin embargo, hay una diferencia importante entre recibir las transferencias monetarias de Progresa (Programa de Educación, Salud y Alimentación) y tener derecho a recibirlas. Los excluidos que se atienden de esta manera no son derechohabientes de lo que reciben, sino simples receptores de una dádiva. Ello hace posible que se atienda a unos y otros queden nuevamente excluidos. Los pobres extremos que atiende Progresa pueden definirse como aquellos individuos que ni el mercado, ni los sistemas de seguridad social, ni las familias, ni la asistencia privada, han logrado impedir que caigan en un estado de necesidad. En lo que Ware y Goodin (Needs and Welfare) llaman el modelo residualista de bienestar social, cuyo prototipo eran las ``leyes de pobres'' británicas, se busca la ``cobertura universal'' en el sentido que ``todos tienen derecho a la asistencia si se encuentran en un estado de necesidad''. Es decir, nuestros pobres están, en este sentido, peor que los pobres británicos del siglo XIX y anteriores, puesto que carecen de derechos a la asistencia que reciben.
En su desafortunado discurso del miércoles, el Presidente de la República habló de los derechos de los mexicanos al agua, al drenaje, etcétera. En la inserción pagada que sintetiza lo que llama la Declaración de Simojovel, se señala la responsabilidad del gobierno de ``defender los derechos de todos los mexicanos'' (por cierto, ¿por qué hemos de pagar los contribuyentes los intentos gubernamentales de lavarnos el cerebro?). El Presidente se equivoca. No hay tales derechos. Los pobres, los excluidos, están prácticamente privados de cualquier derecho (quizás el único que tienen es el de mandar a sus hijos a una escuela pública).
La Cámara de Diputados ha venido analizando la conveniencia de aprobar una Ley de Desarrollo Social. En un seminario que organizó la Comisión de Desarrollo Social de dicha Cámara me permití proponer como uno de los contenidos centrales de dicha Ley, la definición del derecho de los pobres a la asistencia social. Esto supone obligaciones gubernamentales (y recursos económicos) correlativos. Naturalmente, tendría también que definirse en qué consiste esa asistencia social. Con ello acabarían los vaivenes de la política de lucha contra la pobreza que se convertiría en una política de Estado, y se dejarían de comprar los votos de los pobres con la asistencia. Así se construiría la red de seguridad que, según el BM, no existía para amortiguar los efectos de la crisis de 1995.
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