Confesaré de entrada que el deporte no es una de mis mayores (ni menores, por cierto) preocupaciones. No recuerdo haber entrado nunca a un estadio. Digo eso para mostrar lo misterioso de ese idiotismo cuatrienal que me embarga junto con algunos millones de seres humanos a cada edición de la Copa Mundial de futbol. Estamos aquí frente a un fenómeno cargado de encantos y misterios: un circo post y premoderno que es, al mismo tiempo, un simulacro de guerra mundial en que los individuos redescubren el gusto de las formas más rudimentarias de fervor patriótico; el placer impúdico de la complicidad con el propio equipo; la liberación de agresividades latentes y la complacencia canallesca del juzgar a los otros (equipos y naciones) según los estereotipos nacionales más toscos. Viendo los partidos en la televisión, uno descubre a veces, como en una terapia involuntaria (de dos sesiones consecutivas de 45 minutos), cosas de sí mismo que no conocía. La semana pasada me asombré estando del lado de Irán contra EU, lo que obviamente no tenía nada que ver con el juego entre los dos . Una opción, para mí, incomprensible: la democracia made in USA será un teatro de cinismos y ausencias, pero ¿qué puede tener de atractivo la teocracia? Misterios, los míos, de un tercermundismo ofuscado. Redescubrí dentro de mí una especie de temor reverencial frente al orden y la vehemencia de (los equipos de) Corea y Japón y mis prejuicios contra los africanos que un día juegan gloriosamente y al siguiente se derrumban miserablemente.
¿El futbol como metáfora de qué? De cualquier cosa que suponga juntar individuos diferentes, establecer reglas de comportamiento para cada uno, entrelazar esfuerzos individuales y colectivos para conseguir algún resultado que sea importante para todos. O sea, el futbol como metáfora del desarrollo.
No sé si han notado que a menudo los jugadores envían la pelota a un determinado lugar, sin verlo específicamente, pero confiando que habrá alguien de su equipo para recibirla. Decodifiquemos: esto significa confianza en que alguien hará lo que debe hacer en el lugar donde debe estar. Un equipo de futbol es un cruce de actos de confianza recíproca entre individuos, cada uno de los cuales se compromete a cumplir con su parte. Digámoslo de otra manera: si alguien envía la pelota desde las empresas a las universidades, debe tener confianza que ahí alguien la recogerá oportunamente y hará con ella lo que tenga que hacerse. Y lo mismo vale si el que envía la pelota es la sociedad que la dirige a las instituciones con la confianza de encontrarlas donde deberían estar. Pero si la universidad no está donde se supone que debería y las instituciones tampoco, un primer nexo de confianza se rompe o, por lo menos, se cuartea y la reacción en cadena resulta inevitable. Donde la confianza no es posible el descreimiento es inevitable y las posibilidades de llegar al gol, o al desarrollo, se disuelven. O pasan del terreno laico a la búsqueda fervorosa de los prodigios reparadores.
Después de la crisis de la confianza ya sólo queda la retórica del individualismo heroico-habilidoso que justifica ausencias y oculta el escaso respeto al trabajo de los demás. Si los jugadores (policías, profesores universitarios, gobernantes o albañiles) no se tienen confianza entre sí, en lugar que desarrollo producirán premodernidad: un mundo de héroes, poetas, místicos y aventureros. Las sociedades o los equipos se verán obligados a replegarse en los milagros, los Maradona-Kaiser, los Platini-Perón o los Pelé-Fujimori encargados de hacer aquello que el grupo (equipo o nación) no puede hacer. La providencia toma el lugar de una confianza imposible.
De ahí que la conclusión sea de una banalidad desarmante: antes de pensar en estrategias de juego y llenar pizarrones de esquemas y maniobras sorpresivas, lo esencial es construir la confianza entre jugadores, entrenador, masajistas, etcétera, para no correr el riesgo de entregar la defensa del orden público o la administración de la política monetaria a individuos que se sientan arriba de la ley y se crean pequeños, infalibles, Napoleones. Pensar en estrategias brillantes sin una base previa de confianza que las convierta en un tejido de reglas y compromisos comunes es peor que una equivocación, es un autoengaño, una pérdida de tiempo. El primer acto de cualquier proceso sostenible de desarrollo es la reconstrucción de la legitimación social de las instituciones, la reconstrucción de las redes cuarteadas de la confianza. Cuando se lanza la pelota a algún lado de la cancha debe tenerse la confianza que alguien estará ahí a recogerla. Si no, lo demás, por elegante y sofisticado que sea, es una forma para ocultar una ausencia.
Después de lo cual habrá que encomendarse a los dioses por aquella dosis de suerte que es siempre esencial, por esas combinaciones azarosas de juego que ocurren a veces en la cancha y en la historia.