Dios es redondo Ť Juan Villoro
Juan Villoro, enviado, París, 2 de julio Ť Las celebraciones de los goles definen el carácter de los jugadores: Chilavert da una marometa, Batistuta mece a un bebé imaginario para saludar al recién nacido que lo espera en Florencia, Klinsmann gesticula y mueve los brazos como si bebiera elíxires del diablo, Owen sonríe como si le robara un dulce a su vecino de pupitre. Los extrovertidos, los sentimentales, los posesos y los pícaros festejan de distinto modo.
El jueves 18 de junio, Thierry Henry anotó su tercer gol en el campeonato pero no lanzó el grito de pánico de tantos arietes en estado de explosión. Corrió hacia el córner, tomó el banderín y se quedó inmóvil. ¿Qué conmemoraba esa estatua repentina? No es exagerado decir que los goles de Henry cruzaron la línea de meta y una barrera racial más difícil de vencer.
El futbol es un espejo contradictorio de las sociedades que le prestan sus canchas. Intensifica lo que somos y brinda una superación imaginaria de la burda realidad. Quien busque defectos en Francia 98, encontrará todas las deficiencias sociales inventariadas por la ONU. Quien se concentre en lo que el juego tiene de invención, encontrará metáforas esperanzadoras.
La selección francesa está en cuartos de final y aunque no provoca la ilusoria cohesión nacional típica de las escuadras latinoamericanas, despierta discusiones que muy pocos asociaban con quienes patean pelotas en nombre de la patria. La figura de Henry ante una banderola que podría pertenecer a cualquier país ha tocado las fibras etnocéntricas de la República.
Un par de días después, Laurent Blanc marcó el primer gol de oro en la historia de los mundiales y un periódico deportivo dio la buena nueva de este modo: El blanco salva a los azules. Naturalmente, se trataba de un juego de palabras con el apellido del defensa y los colores de la bandera, pero en estos tiempos todo cromatismo es antropología y muchos pensaron que ofendía a los afrofranceses que también salvan a los azules.
La excepción europea
En su edición del 2 de julio, Le Monde dedicó su portada al racismo en Francia. De acuerdo con una encuesta de la Comisión Nacional Consultiva de Derechos Humanos, un francés de cada cinco (20 por ciento de la población) es abiertamente racista y dos de cada tres (poco más de 66 por ciento) se sienten ``tentados por el racismo''. Los primeros suscriben la política antisemita y xenófoba de Jean-Marie Le Pen y su Frente Nacional; los demás son más imprevisibles (no apoyan posturas extremistas pero revelan que el problema va más allá de Le Pen). De acuerdo con el estudio, Francia es la nación más racista del continente; por eso Le Monde titula así su reportaje: ``La excepción europea''. Hay, pese a todo, saldos positivos. La mayoría de los ciudadanos respalda el criterio de nacionalidad por derecho de suelo y la cuota del racismo confeso, si bien duplica a la de Alemania, ha disminuido en los últimos años. Quizá el dato más revelador sea el siguiente: en los barrios donde abundan inmigrantes, hay mejor opinión de los extranjeros. El miedo a los otros es, básicamente, el miedo a los desconocidos. Quien sólo ha visto variedades raciales en los anuncios de Benetton, apuesta por el aislamiento.
La selección francesa es un estupendo laboratorio del multiculturalismo. Desailly nació en Ghana, Thuram en Guadalupe, Karembeau en Nueva Caledonia y Viera en Senegal. Djorkaeff, Zidane, Lizarazu y Boghossian son hijos de inmigrantes. De los 19 jugadores de campo convocados por el entrenador Aimé, 12 viven en el extranjero. El eficaz cosmopolitismo de la selección anticipa el porvenir plural de su país. Además, los arqueros Barthez y Lama abogan por leyes permisivas que permitan a un hombre fusilado a once metros en cada penal relajarse con un ocasional toque de mariguana. El mejor símbolo de la apertura cultural del futbol francés es Michel Platini, hijo de inmigrantes italianos, francés por elección, defensor de la alteridad sexual y de los derechos de los futbolistas.
Hace un par de días Rob Hughes, del Herald Tribune, señalaba que la selección holandesa no se sobrepone a sus divisiones raciales. Basta ver la apatía de Kluivert y Seedorf en un equipo que consideran dominado por blancos. Davids, quien anotó el gol decisivo contra Yugoslavia, se volvió famoso cuando comentó después de una derrota que no iba a ``llorar como los blancos''. Holanda es uno de los países menos racistas, pero no en el vestidor. Ya sea por realismo o por pasión gregaria, la selección francesa es un modelo de integración. Para desgracia de Le Pen y los fanáticos ultraderechistas del Frente Nacional, el equipo de casa es ruidoso, colorido y enemigo de la etiqueta. Henry se asigna una estatua en pleno campo y Blanc festeja besando la calva de Barthez. Francia no ha ganado el Mundial, pero ya logró lo suyo: escenificar la libertad.