La Jornada Semanal, 5 de julio de 1998
Incansable viajero y curioso irredento, John Berger, novelista, guionista de Alain Tanner y autor de G, ganadora del Premio Booker, vuelve aquí sus ojos (esta vez misericordiosos) a dos mitos -Diego y Frida- y una pintora: Frida.
Tenía ganas de ir a ver la exposición por mi propio interés, y no para escribir una nota. Pensaba más en ella que en él, porque para estudiar a Diego Rivera uno tiene que cruzar el Atlántico para ver sus gigantescos murales; son intransportables. A su lado, ella era una miniaturista. Se les conocía como el Elefante y la Mariposa -aunque su padre la llamaba Paloma. Cuando ella murió, hace más de cuarenta años, dejó ciento cincuenta pequeñas pinturas, un tercio de las cuales están clasificadas como autorretratos.
¡Frida Kahlo! Como todos los nombres legendarios, suena como si hubiese sido inventado, pero no lo fue. Durante su vida fue una leyenda, tanto en México como -entre un reducido círculo de artistas- en París. Hoy es una leyenda mundial. Su historia ha sido contada y vuelta a contar con bastante fortuna -primero por ella misma, por Diego y después por muchos otros. Es bien sabido que de niña fue víctima de la polio, que en la juventud quedó baldada por un terrible accidente de tránsito, que Diego Rivera la introdujo a la pintura y al comunismo; que se amaron apasionadamente y se casaron, se divorciaron, volvieron a casarse; que tuvo amoríos con Trotski; que aborrecía a los gringos; que le amputaron una pierna, y que probablemente se suicidó para escapar del dolor; se sabe también de su belleza, su sensualidad, su sentido del humor, su soledad.
Hay una excelente película mexicana sobre ella, dirigida por Paul Leduc. Hay una hermosa novela de Le Clezio llamada Diego y Frida, un fascinante ensayo de Carlos Fuentes que sirve como prólogo a su Diario íntimo, y numerosos textos históricos que sitúan su obra en relación con el arte popular mexicano, el surrealismo, el comunismo y el feminismo. No había necesidad, pensé, de añadir más palabras. Sobre todo porque -aunque de manera misteriosa- sus pinturas hablan muy bien por sí mismas.
Así que sólo fui a mirar. Y una vez allí encontré algo que no había previsto, algo sencillo, algo que en realidad uno sólo puede ver si mira las pinturas y no las reproducciones. Tal vez es algo tan sencillo, tan obvio, que la gente lo ha dado por sentado. En todo caso no se habla de ello. Y por eso heme aquí, escribiendo.
Unas cuantas de sus pinturas fueron hechas sobre lienzo; la gran mayoría fueron pintadas sobre metal o sobre masonite, que es tan liso como el metal. Por fina que fuera la trama de la tela, contrarrestaba y distraía su atención, haciendo que sus pinceladas y los contornos que dibujaba fuesen demasiado artísticos, demasiado plásticos, demasiado públicos, demasiado épicos, demasiado parecidos (aunque muy diferentes) al trabajo del Elefante. Para que su visión permaneciera intacta, necesitaba pintar en una superficie tan tersa como la piel.
Incluso en los días en que el dolor o la enfermedad la obligaban a quedarse en cama, todas las mañanas pasaba horas vistiéndose y acicalándose. ¡Todas las mañanas -decía- me visto como para ir al paraíso! Es fácil imaginar su rostro en el espejo con sus cejas oscuras que se unían de manera natural, y que con su crayón de carbón transformaba en una especie de repisa para sus indescifrables ojos. (Ojos que uno sólo puede recordar a condición de cerrar los suyos.)
De manera semejante, al pintar sus cuadros era como si dibujara, pintara o escribiera palabras sobre su propia piel. Si esto llegaba a suceder, se producía una doble sensibilidad, porque la superficie también sentía lo que la mano trazaba -los nervios de ambos conectados a la misma corteza cerebral. Cuando Frida se autorretrató con una pequeña imagen de Diego en la frente (y pintó un ojo en la frente de Diego), seguramente reconocía tal ilusión. Una vez que se transformó plenamente en la pintora Frida Kahlo, cada imagen que pintaba en forma cuidadosa con sus pequeños pinceles, tan finos como pestañas, aspiraba a la sensibilidad de su propia piel. Una sensibilidad afilada por su deseo y exacerbada por su dolor.
El simbolismo corporal que empleaba al pintar partes del cuerpo -como el corazón, el útero, las glándulas mamarias o la columna vertebral- para expresar sus sentimientos y anhelos ontológicos, ha sido señalado y comentado muchas veces. Lo hizo como sólo una mujer puede hacerlo, y como nadie nunca lo había hecho antes. (Aunque a su manera Diego a veces utilizó un simbolismo similar). No obstante, es esencial añadir que, sin su especial método para pintar, esos símbolos no habrían sido más que curiosidades surrealistas. Y su especial método para pintar consistía en hacerlo con el sentido del tacto, con el doble tacto de la mano y de la superficie como piel.
Observemos la manera en que pinta pilosidades, ya sean las de los brazos de los monitos que tenía como mascotas o sus propios cabellos a lo largo de la línea de la frente y de las sienes. Cada trazo del pincel crece como un cabello desde un poro de la piel del cuerpo. Gesto y sustancia son uno solo. En otros cuadros, las gotas de leche que brotan de un pezón o las gotas de sangre que brotan de una herida o las lágrimas que fluyen de sus ojos tienen esa misma identidad corporal -es decir, la gota de pintura no describe el líquido del cuerpo sino parece convertirse en su doble. En una pintura llamada ``Columna rota'', su cuerpo está atravesado por clavos y el espectador tiene la impresión de que ella misma sostenía los clavos entre los dientes y los tomaba uno por uno para clavarlos con un martillo. Tal es el agudo sentido del tacto que hace que su pintura sea única.
Y así llegamos a su paradoja. ¿Cómo es que una pintora tan concentrada en su propia imagen nunca resulta narcisista? La gente ha tratado de explicar esto citando a Van Gogh o a Rembrandt, quienes también pintaron numerosos autorretratos. Pero la comparación es fácil y falsa.
Es necesario volver al dolor y a la perspectiva en la que Frida lo situaba cada vez que el dolor le daba un pequeño respiro. La capacidad para sentir dolor es -lamenta su arte- la primera condición para ser consciente. La sensibilidad de su maltrecho cuerpo la hizo estar consciente de la piel de todo lo que vive: los árboles, la fruta, el agua, los pájaros y -naturalmente- los otros hombres y mujeres. Y así, al pintar su propia imagen como si la pintara en su piel, habla de todo el mundo consciente.
Los críticos dicen que la obra de Francis Bacon se ocupaba del dolor. Sin embargo, en su arte el dolor es contemplado a través de una pantalla, igual que como se mira la ropa que se está lavando tras la redonda ventanilla de la lavadora. La obra de Frida Kahlo es lo opuesto a la de Francis Bacon. No hay pantalla: Frida está muy cerca, trabajando con sus delicados dedos, puntada a puntada, no cosiendo un vestido, sino cerrando una herida. Su arte le habla al dolor, su boca presiona la piel del dolor, y habla de la conciencia y de los deseos y de la crueldad de la conciencia y de sus íntimos sobrenombres.
Encuentro una intimidad con el dolor parecida en la poesía del gran poeta argentino Juan Gelman.(1)
y una mujer y un hombre que caminan atadosesa mujer pide limosna en un crepúsculo de
ollas
que lava con furor/con sangre/ con olvido/
encenderla es
como poner en la vitrola un disco
de gardel/
caen calles de
fuego de su barrio irrompible
al delantal de penas con
que se pone a lavar/
igual mi madre lava pisos cada día/
para
que el día tenga una perla en los pies/
Sin embargo, como comenzamos hablando de pintura y no de poesía, tenemos que volver al sencillo acto en el que Frida pone pigmentos en la lisas superficies que elige para pintar. Tendida en la cama o apretada en su silla, con un minúsculo pincel en la mano -en cada uno de cuyos dedos luce un anillo-, recuerda lo que ha tocado, lo que había antes de que todo lo que hubiera fuese el dolor. Pintó, por ejemplo, como nadie más lo ha hecho, la sensación de la madera pulida en un piso de parquet, la textura del caucho en la rueda de una silla de ruedas, lo esponjoso de las plumas de una gallina, o la cristalina superficie de una piedra. Y esta discreta habilidad -pues era muy discreta- provenía de lo que he llamado el sentido del doble tacto: la consecuencia de imaginar que pintaba su propia piel.
Hay un autorretrato de 1943 en el que ella yace en un paisaje rocoso y una planta brota de su cuerpo; sus venas se unen a las venas de las hojas. Detrás de ella, unas rocas planas se extienden hasta el horizonte, un poco como las olas de un mar petrificado. Sin embargo, lo que las rocas semejan con exactitud es lo que ella habría sentido en la piel de su espalda y de sus piernas si hubiese yacido sobre esas rocas. Frida Kahlo yacía mejilla con mejilla con todo lo que describía.
Que se convirtiera en una leyenda mundial se debe en parte al hecho de que en la oscura época en que vivimos, bajo el nuevo Orden Mundial, compartir el dolor es una de las precondiciones esenciales para reencontrar la dignidad y la esperanza. La mayor parte del sufrimiento no se puede compartir, pero la voluntad para compartirlo es compartible. Y de esa inevitablemente inadecuada manera de compartir surge la resistencia.
Escuchemos nuevamente a Gelman:
la esperanza nos falta con frecuencia
el
dolor, nunca.
por eso algunos piensan
que más vale dolor
conocido
que dolor por conocer.
creen que la esperanza es una
ilusión.
el dolor los engaña.
Kahlo no se engañaba. En su último cuadro, poco tiempo antes de morir, escribió de lado a lado la frase ``Viva la Vida''.
(1) Berger cita fragmentos de dos poemas de Juan
Gelman traducidos al inglés por Joan Lindgren, incluidos en el libro
Unthinkable Tenderness, de la University of California
Press. Para citarlos en su versión original los busqué en los diversos
libros de Gelman que circulan en México. Sólo el primero, ``cerezas'',
se encuentra en la antología de la poesía de Gelman, En abierta
obscuridad, publicada en 1993 por Siglo XXI, en la colección de
Letra herida. Del segundo (titulado en inglés ``The deluded'') no pude
encontrar su original en español. [N. del T.]