las moneditas de oro Un día de la semana pasada amaneció en nuestra mesa la novela de Luis Spota, Las grandes aguas, publicada por Océano. Esa misma semana, en un banquete que reunió a varios señores del poder del gobierno y del dinero con periodistas desposeídos y de edades oscilantes entre los noventa y muchos y los cuarenta y pocos, Rafael Ramírez Heredia, Ignacio Solares, y este bazarista hablamos de Spota, de los lugares comunes que intentaron arrumbarlo, de su éxito comercial, de los menosprecios y fruncidas de nariz que le dedicaron algunos señorones del gremio, de sus aciertos periodísticos y sus variadas contradicciones. No era Luis, ni mucho menos, una ``monedita de oro''. Acordamos, frente a una pechuga de pollo convertida por esos rutinarios burócratas de la sartén que son los cocineros de grandes banquetes, en una especie de poliuretano remojado, recordar a Spota y proponer su relectura. Era un narrador de raza que conoció a fondo los laberintos de los gobiernos ``emanados de la revolución mexicana''. Los conoció, gozó, padeció y describió con fuerza y originalidad. En Las grandes aguas flotan los contratos alemanistas y los amigos del alma tan fieles y enriquecidos. Eran los tiempos del ``take off period to development'', de los amores con las empresas del norte, de las divas con abrigo de visón bajo el sol taurino, de las interminables piernas de doña Leonora Amar en la cubierta de yates acapulqueños, de la clase media estrenando esperanzas, de los pobres sin salida y de las noches de ``cumbancha'' en la carcajeante ciudad que crecía y crecía...
de la cabeza
Para eso, como decía Ford Madox Ford, escribe Tobías Wolff, el hombre de Alabama, autor de la novela En el ejército del faraón, publicada recientemente por Alfaguara. Exorciza Wolff sus memorias del matadero vietnamita y por su escritura circulan las bicicletas ``milusos'', las bombas, la sensación de injusticia, la pérdida de la razón y el apego brutal a una vida al borde del abismo.
en la perspectiva nevski y un becario agitado en la Lumumba
El primero es el cubano-mexicano, José Manuel Prieto, autor de Enciclopedia de una vida en Rusia, libro de ensayos, viajes, memorias y notas de lectura, editado por Conaculta. Muchas son sus admiraciones: Turgueniev, Chadaev, Bulgakov, Nabokov, Pushkin, Gogol... el frío todopoderoso, el jazz (Thelonius Monk) entre las nieblas... la Madre Rusia adolorida y delirante.. el alma rusa matándose y renaciendo. El segundo es Salvador Castañeda, autor de la novela El de ayer es él, publicada por El Aduanero. La Lumumba y el Moscú que preparaba a muchos pequeños lumumbas para todos los congos, ocupa el centro de este libro memorioso y afirmativo. El revolucionarismo neorromántico, los aspirantes a ``Che'', el levantamiento de Madera, las huidas, prisiones y escapatorias de alma y cuerpo, son la substancia de una narración que acaba muy cerca de una ``gobernadora'', la planta del desierto mexicano que nunca quiere en torno más hojas que las suyas (gracias a Elizabeth Barrett por la paráfrasis).
Otto-Raúl González
El Fondo de Cultura Económica nos manda esta reunión de poemas de Otto-Raúl González, publicada en Tezontle. Todos sabemos que una buena parte de la gran literatura guatemalteca se ha escrito en México. Cardoza y Aragón, Tito Monterroso, Monteforte, Alaíde Foppa, Solórzano, Leyva, Otto-Raúl... son algunos de los escritores que nos han dado y enseñado tanto. Esta reunión de medio siglo de poesía de Otto-Raúl González nos permite entender mejor los términos de su poética y las vueltas y revueltas de un itinerario muy preciso en sus intenciones, muy variado en su temática.
En Las piedras negadas (Conaculta), Eduardo Matos Moctezuma, miembro del Seminario de Cultura Mexicana, autor de teorías en las que la ciencia se une al pensamiento mágico y salvador de ruinas vivas cubiertas por el polvo de la incuria y el menosprecio, rinde generosos homenajes a sus antecesores y maestros en la bella tarea de recuperar el pasado: De León y Gama, Humboldt, Batres, Gamio y Caso.
HGV
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En el teatro, como arte que es, tiene poco caso hablar en abstracto y en general. Más aún si (1) el aprendizaje teatral no consiste en la comprensión de teorías, sino en el desarrollo de ciertas habilidades, y si (2) no hay casi ninguna cosa general que se diga en esta materia que alcance, no ya acuerdo universal, sino apretada mayoría de votos. En teatro cada quien hace las cosas como quiere o como puede, según sus normas y estilo. Dicho de otro modo: la buena habilidad o práctica teatral no depende, de ninguna manera, de buenas teorías o reflexiones teatrales. Un actor, un director o un escenógrafo maravillosos pueden no tener teoría de ningún tipo que sustente su práctica maravillosa. No la necesitan, para eso tienen su intuición, su instinto teatral, su experiencia en triunfos y fracasos. Los hechiceros aman los secretos porque cada uno hace las cosas a su modo; si todos hicieran lo mismo, no sería hechicería lo que hacen, sino ciencia. Pero, por otra parte, porque la teoría dramática desempeña un papel secundario y las cosas se hacen como se hacen, hay misterio y, por lo tanto, amplio espacio para la reflexión sobre la experiencia teatral. Volvamos ahora a la velocidad propia de una acción y al vacío teatral. En una audición para elegir reparto, un director le pide a una actriz que camine por el escenario: -Nada más camina un poco, cruza el escenario tres veces. Para la pobre actriz el vacío es total. En las audiciones la crueldad es inevitable. No hay más información. ¿A qué velocidad va a caminar? Claro que se puede simplemente caminar, como sea, sin pensar en nada. Pero eso es descender al grado ínfimo del arte, y del desamparo. El arte del actor consiste, en parte, en sacar partido de las situaciones, en hallar y elaborar con cada situación la más fina y delicada expresividad teatral. Pero ¿qué se puede hacer con una situación como ``simplemente camina por el escenario''? La actriz tiene que llenar el vacío teatral, la succión del escenario. ¿Cómo? Hay muchos modos. Primero tiene, obviamente, que hacer un diseño rápido de actuación. Y decide caminar a diferentes velocidades y con diferentes estilos. Hará un muestrario de modos y estilos. (1) Primero camina lenta y deliberadamente, pero a mitad de trayecto, para no aburrir ni ser predecible (el peor pecado del teatro es aburrir y nada más aburrido que lo predecible), cambia bruscamente a un tiempo alegre, brincando y cantando a toda voz (nadie dijo que no podía hablar o cantar en sus desplazamientos). Muy bien, toda sorpresa es teatral. Luego (2) Se descalza y, mascando un chicle imaginario, recorre el trayecto jugando avión, o rayuela, de cojito, en tramos, y echando y recogiendo una prenda imaginaria. Y por último (3) Cruza el escenario imitando lo mejor que puede a una modelo profesional en una pasarela, luciendo su ropa con andar artificioso y girando brillantemente al final. He ahí tres modos de caminar y un ejemplo claro y muy sencillo de uso de la imaginación teatral. Cualquier situación es materia del arte de actuar. Ahora podemos precisar más nuestra respuesta: el vacío teatral se llena con un propósito artístico claro. Ese propósito nace de la comprensión rápida de la situación humana de la escena.
Pero no basta con esto, y aquí aparece, mencionémosla de una vez, la dificultad esencial de este arte: el actor no debe representar, sino sentir. Si el personaje se enoja, por ejemplo, el actor no debe representar ese enojo, sino enojarse. Esa cantinela que repiten los directores censurando al actor, ``no te creo nada'', a eso se refiere. Porque el actor tiende a la mera y facilona ficción exterior, que no nace de las entrañas del sentimiento y la emoción personales. Se sigue, entonces, que la habilidad que desarrolla el actor es conectiva: tiene que buscar dentro de sí y conectar a voluntad con sus vivencias y emociones más variadas y recónditas. Y, por tanto, tiene que conocerse al dedillo. Así pues, ¿cómo caminas?, ¿cuál es tu estilo y velocidad habituales? Es probable que no tengas conciencia clara ni de esa ni de otras peculiaridades esenciales tuyas. Pero el modo de caminar es significativo de la personalidad. ``A las ciudades como a los hombres se los conoce por su manera de caminar'', decía Musil. La variedad del caminar es, por tanto, tan enorme como la variedad de modos de ser. Mira la fauna del caminado, colecciona ejemplares. Si no te haces observador, mejor dedícate a otra cosa. Por último: el actor llena el vacío teatral con un propósito artístico claro donde expresa sus vivencias más personales. Y hasta aquí llegamos, por esta vez, hablando de teatro.
No, señor juez, no hubo homicidio. Si usted se asomara a cualquiera de las ventanas del edificio donde mis defendidos viven, vería al hombre común de la calle tropezándose con un cadáver en su puerta. El hombre toma el periódico matutino, envuelve algo en él, y se mete, silbando, a su casa. Junto al cadáver pasean divertidos muchachos con radiograbadoras al hombro. Mecen las cabezas rapadas al ritmo de una canción tradicional que cuenta la historia de unos bandoleros que repartieron el dinero entre los pobres; se divierten y suponemos que no son bandoleros. Arriba de ellos, en una ventana, podemos ver a un hombre canoso fumándose un tradicional cigarro de ``ice'' del tamaño de un chorizo y cómo toma, plácidamente, un café mientras mira a una mujer con la pintura corrida, después de una larga noche de modelaje artístico, llevando a su abuela a la iglesia. Algo le gritan unos alegres niños que tienen unas agujas colgadas de los brazos. No son drogadictos: el uso ritual de las drogas es antiquísimo en México. Sólo uno no logra fijar la vista en las dos mujeres: tiene una bolsa de la que inhala algo que le pone los ojos en blanco. Está en un acto creativo. Son las nueve de la mañana a pleno sol. Se escucha una petición: ``Dame cigarros o te mato.'' Son las formas que la charla adquiere en México. Se escucha un disparo. Cae un transeúnte que no fumaba. La gente se acerca a vaciarle los bolsillos al nuevo cadáver, que es colocado junto al otro. Los perros lo olisquean y se van cuando el viejo canoso les vierte el descafeinado desde la ventana. Se escuchan sus risotadas. Pasa un hombre trabajador con una camiseta de Las Vegas (sin duda, una expresión cultural de la ``reconquista'' de los territorios que Estados Unidos arrebató a México) y se detiene frente al cadáver para expulgarle las bolsas: es la peculiar relación del mexicano con la muerte. Cuando la modelo desaliñada y la abuela regresan de la iglesia, el hombre trabajador las intercepta para pedirles dinero. Las mujeres se niegan y son abofeteadas. Los alegres niños con agujas en los brazos tratan de aplaudir. Sólo algunos lo consiguen. Uno de los muertos se levanta y repta hacia la cantina, donde el barman lo patea, no con violencia, sino tratando de restablecer el orden no-ritual. El otro muerto no se levanta. Al mediodía, el hombre común de la calle sale nuevamente de su casa. En la mano derecha lleva un enorme cuchillo con el que le corta una rebanada al muerto. A éste le seguirán, en el transcurso de la tarde, y dependiendo del hambre, otros carniceros amateurs organizados en Comunión Vecinal, una organización tradicional sin fines de lucro. Estos mataderos comunales parecen ser una de las formas que la solidaridad de barrio adquiere. Huele bien y al observador, señor juez, se le despertará el apetito. Como en cualquier otra colonia, son las mujeres las que cocinan y, en sus momentos libres, intercambian nuevas recetas para hacer rendir su ingreso. No, no habitan en una ciudad de lujo, pero no carecen de lo indispensable. Por ninguna parte veo el ``homicidio'', señor Juez. En realidad, el hombre que en un principio está muerto, no lo está, sino que se cayó de ebrio; un gesto que incluye la transgresión de las normas morales católicas (intoxicación ritual, convivencia sagrada con otros intoxicados, aunque no sean de la misma clase social, experiencias sexuales con riesgos de muerte y riñas en contra de cualquiera de las encarnaciones simbólicas del orden establecido: el policía, un poste de luz, la esposa, los hijos). De hecho, el borracho tirado en la calle representa, en sí mismo, la protesta contra la libre circulación mercantil. Su acomodo de bruces nos da la dimensión de un sujeto social que no comulga con los principios básicos del ``progreso'': no se mueve, no trabaja, siempre está intoxicado, hablando una lengua que no comunica. Ese borracho es lo que Georges Bataille llamó ``transgresor''. Su no-actitud representa una bomba contra la economía de mercado: es una huevalli, en náhuatl, el que, obligado a trabajar para el invasor colonialista, prefiere permanecer quieto, aun a riesgo de ser pisado por los ``criollos'' que corren hacia los empleos que les asigna el conquistador. Explicada esta diferencia entre la simple holgazanería y el aún vigente escapismo cultural, pasemos al muerto de verdad. Reflexionemos sobre la escena: se le pide un cigarro, se le advierte que si coopera no habrá violencia, el sujeto no fuma, y le disparan. Si esto fuera sólo así, bien podríamos pensar en homicidio. Pero lo que sigue deja entrever un ritual: los vecinos se comen la carne del asesinado. Y en ese gesto se contiene a sí misma la ausencia. Me explico. Hay que comprender que lo que está en juego en la petición de un cigarro no es el cigarro en sí, sino la solidaridad, el entramado comunitario. El hombre que no fuma no pertenece a la comunidad y, por tanto, se le sacrifica debido a la sensación de tristeza que embarga a todos los participantes. La negativa del hombre a darles un cigarro instala a los sacrificadores en una gran desazón: no ha podido cumplirse de nuevo el ciclo de la solidaridad comunitaria. El sacrificio se hace para restablecer el sentido perdido de lo comunitario. Una vez realizado ese acto melancólico, los sacrificadores huyen, se apartan del cadáver, que representa la ausencia. Será hasta cuando el sol empiece a ocultarse, que los vecinos se lo comerán para, en la complicidad, constituirse como colectividad. No se trata del ``delito'' occidental, sino de un ritual cuyo sentido último es tratar de combatir la ausencia. Los mexicanos ``se reconocen en el sabor melancólico de la matanza''. Y, por lo tanto, señor juez, pido que se respete la diversidad de los acusados, ya que, de lo contrario, procederemos a acusarlo a usted de eurocentrismo con agravantes.
En 1919 José Juan Tablada publica Un día..., el libro que lo apunta como el introductor del haikú en lengua española. Con sus ``poemas sintéticos'', como él mismo los bautizó, Tablada consigue apartarse del carácter melancólico que algunos críticos defendían como atributo de la lírica mexicana, y se suma al pequeño grupo de escritores empeñados en hallarle alternativas a un discurso poético marcado por la profusión ornamental. ``El pequeño mono me mira./ Quiere decirme/ algo que se le olvida.'' Muy alejadas del estilo doctoral de González Martínez --uno de los poetas más prestigiosos del momento--, estas tres líneas de Tablada presentan una imagen sorprendente sin querer autorizar su existencia con argumentos aclaratorios. Todo está a punto de ocurrir en la encrucijada visual de la escena: ¿la confirmación de que el lenguaje sucede al filo del silencio?, ¿la memoria inexpresable de unos días colmados de palabras y mordidos por la conciencia de la fugacidad? No hay respuesta: el mono sólo quiere decir y el lector debe enfrentar por sí solo las complicaciones de una confidencia fragmentaria. En 1922, el año en que Vicente Huidobro lanza Ecuatorial, Tablada publica un segundo volumen de haikú, El jarro de flores. A sus 51 años, el autor describe su tentativa como ``una reacción a la zarrapastrosa retórica''. El libro suscita el entusiasmo de los poetas mexicanos más jóvenes, que en sus páginas vislumbran la vacuna contra un mal muy extendido: el artificio y la facundia. Dos años antes, en 1920, Ramón López Velarde, otro enemigo de los ``versos de cáscara'', decía en una nota sobre Tablada: ``La quiebra del Parnaso consistió en pretender suplantar las esencias desiguales de la vida del hombre con una vestidura fementida. Para los actos trascendentales -sueño, baño o amor- nos desnudamos.'' Tablada responde cabalmente a los requerimientos velardianos de desnudez. En sus haikú alcanza la máxima objetividad sin sacrificar el impulso lírico: ``Otoño en el hotel de primavera:/ en el patio de tenis/ hay musgo y hojas secas.'' La apuesta de Tablada coincide con las primeras aportaciones vanguardistas: sentido del humor, economía verbal, coloquialismo, pasión por la imagen inusitada. Su enseñanza cayó en campo fértil: Villaurrutia y Gorostiza, por ejemplo, recogieron la lección de velocidad y exactitud: ``La noche juega con los ruidos/ copiándolos en sus espejos/ de sonidos.'' (Villaurrutia); ``Ruedan las olas frágiles/ de los atardeceres/ como limpias canciones de mujeres...'' (Gorostiza). Fue Pellicer, sin embargo, quien mejor asimiló una de las características esenciales del género, la observación directa del paisaje: ``Pasan por la acera/ lo mismo el cura, que la vaca/ y que la luz postrera.'' No obstante, ninguno de estos poetas se propuso escribir haikú de manera consistente ni conocer a fondo sus exigencias de construcción. Tablada consiguió desarrollar, de manera intuitiva, una serie de ajustes sintácticos y gramaticales que le permitieron aproximarse al gran poder de alusión inherente a la lengua japonesa; sin embargo, ni siquiera se planteó la necesidad de formular un cuerpo de convenciones que modelara el ejercicio del haikú en español. De la lectura de su obra pueden derivarse, sin embargo, algunas fórmulas, como el empleo de la rima para consolidar el principio de comparación interna, o el uso predominante de verbos en formas no personales -infinitivo, gerundio, participio- y en casos de carácter nominal: ``Las crestas de espuma/ de las olas rotas/ ¡tórnanse gaviotas!''; ``Recorriendo su tela/ esta luna clarísima/ tiene a la araña en vela.'' Sin duda, uno de los inconvenientes del haikú tabladiano (y de una buena parte del haikú occidental) es la titulación, una práctica que estorba el empeño de recoger la mera intuición de un instante, sin otro referente que la experiencia misma. Los tres poemas de Tablada que he citado, por cierto, llevan título --y es claro que ninguno lo necesita. Después de Tablada, pocos poetas mexicanos han abordado el haikú como género y no como una suerte de pasatiempo literario. Citaré sólo a dos. Juan Porras Sánchez fue animador de la revista Cauce de la ciudad de Puebla, una de las pocas que se han interesado en difundir el haikú hispánico. En 1946, bajo el sello editorial de la revista, Porras Sánchez publicó una colección de haikú: Pajaritas de papel, de donde tomo estos ejemplos, irremediablemente titulados: ``Crótalo'': ``¡Sus! ¡Maraquera!/ Tú electrizas en rumba/ de pánico la selva.'' ``Pulpos'': ``Paracaídas oceánicos,/ polvareda de tinta,/ soles destartalados.'' Hace unos días, Alberto Blanco me hizo llegar su más reciente título: Este silencio, publicado por la editorial Verdehalago, con ilustraciones de Xavier Segarra. Desde el formato (10 x 7 cm.) el libro establece un juego de correspondencias con la más pura tradición del haikú. Está dividido en cuatro partes, destinadas a las cuatro estaciones del año. Cada sección consta de un tanka y diecisiete haikú, en armonía con las diecisiete sílabas del poema breve japonés. Los 68 haikú se apegan a la pauta silábica cinco-siete-cinco, una evidencia de fidelidad y rigor. Para muestra, un botón de primavera: ``¿Limitaciones?/ El pájaro en la jaula/ sigue cantando.''
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