La Jornada Semanal, 5 de julio de 1998
No hay otra razón que la ``incomodidad'' para explicar que el autor de Hojas volantes, El vagón de reses y Huesos y pellejo haya sido ignorado, hasta hace muy poco, por la élite literaria. Tanto en Francia como en los países de lengua española, ha comenzado a revalorarse el trabajo de ``el más breve de los escritores de altura'', como hoy lo califica L'Express.
Georges Hyvernaud pertenece a cierta categoría de grandes escritores, los cuales, a causa de esos designios tan oscuros como imprevisibles que tejen la vida en sociedad, han quedado al margen del reconocimiento público. Habría que añadir que tampoco él hizo gran cosa para buscar este reconocimiento. La timidez y, probablemente, el pudor excesivo le impidieron el acceso a los salones donde se especula con la celebridad.
Nacido en 1902, en Charente, Francia, de origen social muy modesto, pudo sin embargo superar sus limitaciones de clase y regresar de la célebre Escuela Normal Superior, la más alta institución educativa francesa en la que se prepara a los maestros de secundaria y preparatoria, y donde, años más tarde, él mismo sería maestro.
En 1939, al principiar lo que los franceses llaman la drle de Guerre, fue apresado por los alemanes y confinado a un campo de prisioneros de guerra, en Alemania, donde permaneció detenido durante los cinco años que duró la dominación nazi en Francia. El testimonio que nos ofrece de esta dolorosa experiencia lo constituyen sus únicas dos novelas publicadas en vida, dos pequeñas obras maestras de ironía, penetración y claridad expresiva: La peau et les os (Huesos y pellejo, 1949) y Le wagon vaches (El vagón de reses, 1952).
Hyvernaud murió en 1983, a los 81 años, prácticamente ignorado por sus contemporáneos. No fue sino hasta muy recientemente que apareció por primera vez en el Diccionario de Autores y Obras. En los textos de Historia de la Literatura Francesa su nombre simplemente no existe. Es posible que esta falta de reconocimiento haya terminado por frenar su producción novelística. Resulta por demás comprensible que, con una recepción semejante, el autor termine preguntándose si vale la pena seguir perdiendo su tiempo en una actividad por demás improductiva, y, por lo tanto, cuestione el valor de su propia obra.
Leyendo las dos novelas de Hyvernaud, se puede deducir la razón de este desdén de la crítica hacia su obra. En la década que siguió a la posguerra resulta difícil situar a Hyvernaud dentro del panorama ideológico dominante. Era un hombre progresista que, no obstante, veía con mucho escepticismo el discurso de confraternidad que desplegaba la izquierda. Por otro lado, abjuraba de una costumbre muy francesa que es la de formar capillas y modas de toda índole, en especial las literario-políticas. Tal posición, en los años de la posguerra, de aguda polarización de la vida política y cultural de Francia, conducía prácticamente al suicidio literario. Hyvernaud pagó cara esta independencia, incluso si contó con el reconocimiento de algunas personalidades de la talla de Blaise Cendrars, Martin du Gard o André Malraux.
No es sino hasta 1985, al publicarse sus obras completas en cinco volúmenes (sus dos novelas, junto con tres volúmenes de textos inéditos), cuando su nombre empieza a despertar cierto interés entre los lectores franceses, sobre todo, como es de suponer, entre los jóvenes escritores e intelectuales, que se acercan sin apasionamientos ni susceptibilidades al pasado mediato de su país. Podría decirse que ellos están ahora preparados para recibir en su justa medida el mensaje directo, sin complacencias de este sencillo profesor normalista, quien, sin duda demasiado prematuramente, había puesto el dedo en una herida muy dolorosa de la historia contemporánea de Francia.
Esta mínima selección toma como base dos de esos cinco libros que hasta el momento componen la obra completa de Georges Hyvernaud, uno de éstos póstumo (Feuilles volantes -Hojas volantes, 1993). Se trata del primer acercamiento en castellano a la obra de este gran desconocido de la literatura francesa, ``el más breve de los escritores de altura'', como lo llamó recientemente Angelo Rinaldi, crítico literario del semanario L'Express.
Tanto El vagón de reses como Huesos y pellejo podrían catalogarse como novelas-ensayo. Ambas echan mano de técnicas muy novedosas, si nos atenemos al momento en que fueron escritas; entremezclan la narración, la descripción y los diálogos dentro del discurso de las ideas; igualmente, de una a otra novela, el autor prosigue la misma reflexión acerca de la condición humana empleando un paralelismo entre pasado y presente, entre sus recuerdos de la guerra (el universo cerrado del campo de prisioneros) y la vida en sociedad. Los personajes (Vignoche, Peignade, Bourladou, Flouche...) también pasan a menudo de una a otra novela. Asimismo, éstos aparecen tanto en los campos de prisioneros, como dentro del entorno cotidiano y profesional del protagonista. Es como si este inconforme permanente nos estuviera borrando solapadamente los límites de ambos universos, y ofreciéndonos así su personal y nada optimista interpretación del hombre, sin importarle el hábitat en el cual se halle circunscrito: y todo, contado con humor, ironía y sencillez implacables.
Parece que hubo épocas en las que no pasaba nada. La Historia era cosa ajena. Uno podía quedarse al margen, sin hacer nada. Pero hoy a todos les pasa algo. Todos están implicados. Nuestra época es así, buena o mala, como se quiera, una época en la que ya no hay dónde refugiarse. Las gentes de aquí se creían al abrigo de todo, se habían protegido entre tupidas capas de dinero, en las profundidades de los barrios residenciales. Pesadas puertas de cobre protegían noblemente su invulnerable felicidad. Estaban asegurados contra robos, incendios, niños, accidentes automovilísticos. Pero no estaban asegurados contra la Historia. La Historia los expulsó de su felicidad, los arrojó a la noche, al hambre y a la mierda. Es este nuestro pedazo de Historia. Hemos vivido la Historia, tal como aquellos que hicieron las cruzadas o la revolución. Casi no los recordamos; sin embargo, ellos también eran pobres diablos, arrastraban las patas, estaban hartos, soñaban con un montón de paja en donde tirarse, en donde revolcarse -y dormir, Dios mío, dormir-, y tenían fiebre, y decían que iban a dormirse ahí, sobre el camino, y les importaba un carajo lo que pudiera ocurrirles.
¿Qué serían para ellos las cruzadas? ¿Y qué era para ellos la revolución (para ellos, no para los historiadores)? Pues lo único de interesante que encuentro es la repercusión de la Historia en el hombre. Pero, precisamente, los historiadores no se interesan por esto. La Historia de los historiadores es como un almacén de ropa: todo está ahí clasificado, ordenado, etiquetado. Los datos políticos, militares, económicos, jurídicos; las causas, las consecuencias, las consecuencias de las consecuencias; y los vínculos, las relaciones, las incumbencias. Todo esto bien desplegado delante del espíritu, todo claro, necesario, perfectamente inteligible. Lo que no queda nada claro, lo que resulta oscuro y difícil es el hombre dentro de la Historia; o, si se prefiere, la Historia dentro del hombre, la Historia que se apodera del hombre. El hombre lo complica todo. Desde que el actor -el que estaba ahí- se implica en la Historia, uno ya no se reconoce, ya no logra apañárselas. Altera las hermosas perpectivas históricas con su manía de poner los detalles en su sitio, pero nunca en el indicado. Para él es siempre lo que no tiene importancia lo que más cuenta. Asuntos como la sopa, las molestias, el cartero militar y las letrinas. Hay que ver en lo que se convierten los acontecimientos en la mente del hombre que estuvo ahí, y no nada más en su mente, sino también en sus piernas, sus riñones, sus tripas, en todo su cuerpo que sangra, suda, apesta a vino, a ajo u otras hediondeces peores. La Historia de los historiadores carece de olor.
Los historiadores hablarán de esta informe aventura en la que estamos atascados. En los libros habrá frasecitas bien hechas: ``Los alemanes, durante la campaña de Francia, capturaron dos millones de prisioneros...'' Habrá mapas, con flechas y círculos para explicar cómo se hizo. Los libros saben cómo explicarlo todo. Ya sea por medio del petróleo o el carbón, el paro, el dólar; a través de estadísticas, de curvas, de gráficas. O bien por medio de las doctrinas y de los místicos. Y esto da la impresión de explicar algo, pero no sabemos qué. En otros tiempos, yo creía en sus explicaciones. No estaba implicado en el asunto. Pero cuando se está implicado, las explicaciones no logran alcanzar la experiencia, es decir Vignoche o Peignade, la covacha, las letrinas rebosadas. Todo eso es lo sólido, lo real. Pesado, esencial, eterno. Fuera de toda explicación. Cuando uno vive eso, cuando uno respira eso, cuando uno se deshace en eso, ya no puede creer en las palabras, en las estadísticas, en las explicaciones. Las explicaciones no dan pie a ello, en este impenetrable y negro mundo de la experiencia. Las explicaciones son ciertas sólo en el mundo de las explicaciones -en el mundo de los historiadores. No en el mundo de la Historia.
Dicha. Nos conformaremos con el modelo reducido.
No la Dicha -una dicha absoluta, con mayúscula. Con pequeñas dichas. Y aun eso es mucho decir: con sucedáneos. Incluso la palabra nunca la utilizamos. Sentimos que es vaga y excesiva. Que no está hecha para nosotros. Nuestras reivindicaciones son limitadas. El derecho que reclamamos es más bien modesto. En vez de hablar de dicha hablamos de tranquilidad. Estoy muy tranquilo. Me defiendo. Decimos que tenemos un buen puesto, un empleo de primera. No pedimos la dicha sino solamente la seguridad. Un mejor salario, medicinas por nada. Una pensión de retiro. Pedimos satifacciones: una cuenta de banco que engrosa, la solapa de la chaqueta florecida. Hay quienes se apegan al intercambio de reverencias en el cine, los sábados por la noche; a las permanentes de Antoine, a los vestidos Christian Dior, a su sillón de miembro de esto o de lo otro. ¿Dichosos? Decimos: estoy muy contento. Por haber ganado la carrera. O bien: me divertí mucho. Nada de dicha, sólo de diversión.
Hace poco en una revista norteamericana, el escritor Vince Passaro señalaba que, con la muerte de William S. Burroughs, la literatura estadunidense perdía no a un escritor polémico o de aura maldita, sino al verdadero intelectual de la Generación Beat. Efectivamente, la obra de Burroughs estuvo marcada no sólo por el rigor intelectual, sino por los azares de su vida y por una imaginación fértil y de excepción. William S. Burroughs fue un solitario en su grupo y en su época.
De la misma manera, John Hawkes fue un autor solitario en la escena literaria norteamericana de buena parte de este siglo. Aunque su trabajo fue elogiado por autores más populares que él (John Irving y William Kennedy, entre otros), Hawkes permaneció como autor de culto y nunca fue tan leído como Salinger o Thomas Pynchon: sin embargo, la hondura de sus novelas podría atraer a muchos más lectores. Autor aparentemente alejado del relato y de la crítica sociales, Hawkes se adentró en el análisis de los rasgos más sombríos del ser humano. Exploró el adulterio, el erotismo, la perversidad y los límites del incesto, en una evidente búsqueda de la compasión y del amor. Las tramas se desarrollan siempre en espacios indeterminados, o explícitamente dentro de la geografía europea; he ahí, tal vez, la poca popularidad que tuvo en su propio país. Hawkes, además, cultivó una prosa rica y minuciosamente elaborada con la que proyectó esos negros asuntos con deslumbrante elegancia y destreza. Aparte de este recurso, desplegó un interesante repertorio de procedimientos narrativos como el monólogo, el onirismo, el fragmento pulido y contundente, etcétera. La literatura norteamericana pierde, entonces, una de sus voces más transgresoras, singulares y barrocas de los años recientes.
Algunas de sus novelas se encuentran en español: Virginie, Un brote de lima (Alfaguara), Las naranjas sangrientas (Ediciones del Sol), La muerte, el sueño y el viajero y Travestía (Sudamericana).
¿Cómo se gesta una novela? ¿Por qué fuerzas extrañas puede un autor pasar de un agujero negro al momento epifánico de ``conmover a las estrellas''? La breve anécdota que según Hawkes motiva el capítulo más erótico de The Passion Artist es prueba de que no siempre el escritor más alegre es el más feliz.
Sólo una vez, o así lo parece, experimenté el florecimiento total de la depresión. Estaba viviendo en Vence, que en aquel momento era un pequeño pueblo al sur de Francia, a unos treinta kilómetros de Niza, donde yo esperaba escribir una novela (y donde comencé a escribir Travestía, y Las naranjas sangrientas). Nuestros amigos franceses nos hicieron una fiesta ofreciéndonos conejo a la provenzal. El paisaje alrededor era amarillo con retamas, la impetuosa flor que Henry Plantagenet usa siempre en su sombrero. Pero yo estaba atrapado por una sombría parálisis, por ninguna razón que yo supiera, y veía la clara luz de la Costa Azul tan aburrida a través de las olas de mi propia miseria. No pude probar el conejo, ni pasearme, y no soportaba los suaves sonidos que salían del palomar.
Todas las tardes, después de una triste cena, me acostaba a dormir mientras Sophie comenzaba a ayudar con su tarea a nuestro hijo más pequeño. Cada mañana me sentaba a la pequeña mesa de madera de cerezo pulido, aturdido y sin ningún pensamiento. Cada mañana Sophie dejaba una rosa fresca en mi mesa, pero incluso esos talismanes de amor y estímulo no me hicieron bien. Nada tenía remedio; ni hablar de la escritura.
Entonces llegó una invitación para almorzar en el pueblo y Sophie insistió en que aceptáramos. Nuestra anfitriona, una vivaz francesa, trató de animarme con un sabroso chisme acerca de un hombre de mediana edad que fue a Niza a recoger a su joven hija a la escuela, sólo para descubrir accidentalmente a través de una de las compañeras de su hija, que ésta era una vigorosa prostituta que se acababa de ir, aquel día, del patio de juegos a una cita sexual. Al escuchar esta historia se avivó mi interés. Bebí un vaso de vino y me vi a mí mismo caminar excitadamente hacia una niña solitaria que estaba al lado de un columpio vacío. En ese instante me encontraba distraído, pero la depresión había pasado. Cuando terminamos la cena (una especialidad de bacalao y papas cocidas servidas con alioli, una suculenta salsa de ajo) y salimos del restaurante, me despedí de nuestra amiga francesa tan felizmente como lo hizo Sophie, aunque yo estaba muy impaciente por regresar a nuestro auto.
En las horas y los días que siguieron, las frescas rosas brillaron en mi mesa y di por descontado que estaba cerca de comenzar mi novela para ese año. Obviamente Colette (no la escritora, sino nuestra amiga) era primordialmente compasiva hacia el padre de su anécdota, a quien ella consideraba moralmente herido por su descarriada hija. Al principio, yo estaba convencido de que el padre era de hecho un hombre odioso. Al mismo tiempo yo estaba curiosamente complacido de que su hija fuera capaz de disfrutar sus horas libres de una manera generalmente considerada una muy seria transgresión. (Aquí debo agregar que también desapruebo la pornografía o prostitución infantil. Pero en ficción yo he sido siempre un inmoralista de varias maneras, y he pensado siempre en la historia de Colette como una ficción. Debo decir también que siempre he estado comprometido con el erotismo en la ficción, y convencido de que no hay nada menos erótico que los términos usuales del slang que frecuentemente escuchamos, incluso en el trabajo de los escritores de hoy en día, quienes de alguna manera piensan que están liberados porque escriben cunt -coño-, palabra horrible comparada con la erótica ``vulva'', una palabra que tiene consonancia con las profundidades del órgano sexual femenino, o cunny, el término del siglo XVII, el cual creo que está relacionado con bunny -conejito-, sugiriendo un ligero vislumbre del asunto).
De cualquier modo mi disgusto por el padre creció. Y en una semana, dos recuerdos esenciales vinieron a mi mente, uno de un crítico y otro de una historia que me contó mi padre acerca de un motín en una cárcel de mujeres. El crítico era un marxista quien, en una conferencia en una pequeña universidad femenina, me produjo un considerable desconcierto, mientras aclaraba, creo, su propio desprecio por la imaginación. Tan pronto como la memoria trabajó, supe que esta figura con su traje negro y su malhumorado rostro, era mi protagonista (como consecuencia, la novela se titularía The Passion Artist, irónicamente, por supuesto). La historia de mi padre era esta: cuando joven, y como miembro de la Guardia Nacional, había ayudado a sofocar un motín en una cárcel de mujeres cercana. Mi padre y los otros guardias golpearon a las mujeres con bastones. Y siendo buen hombre como era, mi padre no se daba cuenta, aparentemente, del horror que ellos habían causado.
The Passion Artist entonces se centra en una cárcel de mujeres, en un motín en el cual las mujeres vencen a los hombres intrusos, y en un doctor de la cárcel -Dr. Slovotkin-, quien hacía experimentos con las prisioneras para desarrollar su teoría del género. Esta es una extraña y forzada teoría, a saber: ``que hombres y mujeres son lo mismo y su opuesto''. (Sin duda el lector puede descartar completamente esta contradicción, o estar en desacuerdo con los dos axiomas independientes; pero la teoría se hace comprensible al irse elaborando.)
Al final de The Passion Artist nos enteramos de que Mirabelle, la hija de Konrad Vost, vive felizmente con su novio y que ambos, Vost y el Dr. Slovotkin, han muerto y que, después de la exitosa liberación de la cárcel de mujeres, ésta se ha convertido en una casa de tránsito para las mujeres de la Europa del Este.
The Passion Artist es un estudio de la severa represión sexual (que en la novela afecta fundamentalmente a los hombres) y del poder de las mujeres. Paradójicamente, esta es una novela de escenas altamente eróticas -incluso sexuales-, que reflejan, en parte, una colección de libros que encontré escondidos en uno de los grandes libreros de esa vieja casa que rentamos en Vence.
Una de las más eróticas escenas viene al principio de la novela, cuando Konrad Vost traiciona a su hija y al mismo tiempo sucumbe a la prolongada tarde de sexo oral con la misteriosa joven que conoció en el patio de la escuela.
``Pero ella no era Mirabelle'' (fragmento de la novela The Passion Artist), que sigue a continuación, es un ejemplo de cómo una mera anécdota se transforma en relato; también debo agregar que este mismo texto se publicó bajo el mismo título en 1978 en Penthouse; esta es mi única prosa aparecida en tan popular revista. Conservo mi única copia de ese número, como la he conservado por casi 22 años: en una encuadernación de piel de becerro especialmente hecha para mí por mi hija. JH.
``Estoy buscando a Mirabelle'', dijo, ``la hija de Konrad Vost. ¿Está aquí?'' Flexionó ligeramente la cintura, relajó el rostro, asumió una agradable y curiosa expresión, todo para tranquilizar a esa muchacha que, excepto por la ropa, era extraordinariamente similar a la muchacha que él estaba buscando. La misma estatura, el mismo peinado de cabello oscuro hasta el hombro a imitación de un estilo adulto, la misma informe calidad del rostro que todavía pertenece a la infancia. Por supuesto, en lugar de usar falda, blusa, zapatos atados con agujetas, esta niña vestía con pantalones azules de dril desteñido y, adherida a su torso, una delgada camisa, blanca, sin mangas y sin cuello, que era como un suéter. Cruzado al frente de la camisa y sobre las formas infantiles de su pecho de mujer, estaba impreso en letras cuadradas el mensaje NUESTRA META ES COMPLACER. l notó la audacia de las letras pero no entendió el pathos del doble significado, pues el mensaje en la blusa estaba inclinado en ese lenguaje que él no había aprendido a leer. Notó también las sandalias de madera en los pies desnudos, y la carne de gallina en los brazos y en lo alto del pecho. Mirabelle no aprobaría tal vestimenta. Y era tal vez demasiado tímida para estar cerca de un extraño entre las alargadas sombras de un vacío patio escolar. Pero la incongruencia de la solitaria chica era atrayente, así como lo directo de su mirada mientras lo veía a la cara, de modo que él se encontró volviéndose a inclinar e intentando pasar por alto lo ajustado de los pantalones, la camisa.
``Bueno'', repitió, sabiendo lo inútil de la pregunta, ``¿Y Mirabelle? ¿estará ella por aquí?''
``No, se acaba de ir'', dijo la chica, inclinando el hombro vagamente y acercándolo incluso un poco más. ``Si quieres a Mirabelle debes venir más temprano. Pero yo estoy disponible. Y puedo darte más de lo que ella puede. Y por menos.''
(...) Sus ojos estaban cerrados, se aferró a los costados del sofá; tenía el aliento entrecortado, sin remedio. Los invasores dedos de la muchacha estaban adentro de la ropa que cubría sus riñones aplastados, rígidos, tumultuosos y ocultos y accesibles al mismo tiempo. En su penumbra, pudo sentir el cinturón desabrochado, la camisa fuera de los pantalones, la sensación de aire inesperado. No se habría sentido tan desnudo si ella le hubiera quitado juntos los pantalones negros y los severos y pudorosos calzoncillos. Pero estaba desnudo y vestido al mismo tiempo, y los dedos de la muchacha -suaves, cálidos, fríos, siempre en movimiento- parecían multiplicarse adentro de su ropa y cerca de su piel. De alguna manera él estaba atento a todos los dedos en general y a cada uno de ellos en particular, detectando ahora el cuidadoso rodeo de una apretada cicatriz, ahora un suave, infinito cosquilleo o la acariciadora sensación en la parte más vulnerable de su anatomía, ahora un movimiento rápido de todos los dedos juntos dentro de la privada maraña de su ingle. En medio de este placer, de pronto se dio cuenta de que la muchacha estaba empujándole uno de sus dedos en el recto, y jadeó en un silencioso grito de felicidad y humillación. ¿Cómo había sido tan ignorante acerca de esa experiencia? ¿Cómo pudo esta muchacha tener el conocimiento y el atrevimiento de hacer lo que en ese instante estaba haciendo?
Entonces se dio cuenta, por la súbita presión y la profusión de pelo, de que el rostro de la muchacha se estaba enterrando en su desgreñada ingle. Era como si la cabeza de la muchacha de pronto se hubiera convertido en la cabeza de una joven leona que frota la nariz en la herida hecha en el costado amarillento y aún caliente de un animal caído. Su rostro, su cabeza, su boca, su lengua y de pronto él estaba confrontado con su propia, indudable carne -flácida, hinchada, no lo podía decir-, excitada y moviéndose en las profundidades de su ropa, en la bragueta de sus abiertos pantalones, en la boca de la muchacha. Sangre resplandeciente, cabello dorado, y ahora la cabeza de la muchacha moviéndose de inmediato en un amplio círculo de violencia, ternura, y entonces abruptamente detenida, quedándose inmóvil y rígida, tanto que toda su determinación estaba concentrada en la ahora feroz actividad del chupar de la boca ardiente. La presión rectal crecía, el sonido de la respiración cesaba; en medio de su sorpresa y su placer, estaba ahora rehusando lo que sabía que era inevitable dentro de él mismo, combatiendo la avariciosa boca como el niño combate con su vejiga en la noche. Pero entonces comenzó, en la oscuridad y en medio de lo que sonaba como un grito lejano, aquel largo desenrollarse del grueso hilo blanco de la bomba de sangre, aquel inmenso y desvanecido abatimiento de luz blanca dentro de la carne. ¿A quién le podía agradecer? ¿Cómo podía admitir lo que había sucedido? Quería respirar, su cabeza había caído a un lado, por un momento no supo siquiera, como un pobre niño, que había mojado sus pantalones en la futilidad y brillantez de esa emisión que ahora finalmente había terminado.
No podía moverse, tenía los ojos cerrados, pero entonces -¿desde cuándo? ¿y qué tanto antes de que la madre diera vuelta a la esquina y se aproximara al silencioso edificio en el que estaba este cuarto?-, entonces sintió que la muchacha se movía y levantaba la cabeza de su entrepierna. Sin embargo, ella continuaba moviéndose; no saltó incorporándose indiferentemente, como él lo había esperado, sino moviéndose atrevida, acercando su cuerpo al de él, hasta que súbitamente sintió dos manos presionándole ligeramente la cabeza, volviéndola, dirigiéndola, y sintió la boca presionando la suya en un prolongado y juvenil beso que no había esperado y que nunca había experimentado. Entonces, mientras ella continuaba besándolo con sus labios, lengua, mandíbula, despaciosamente exhausto en su goce, su mortificación, se dio cuenta de que la muchacha estaba devolviéndole el regalo, el sabor de sus propias secreciones seminales, su propia suciedad física.
Cuando finalmente llegó al umbral, ajustándose los pantalones, intentando parecer tranquilo, no pudo pensar en nada excepto que la decoloración entre las nalgas de la muchacha le había hecho recordar sorpresivamente un viento con olor a rosas, y que la muchacha, de hecho, le había quitado los anteojos y los había depositado cuidadosamente en el bolsillo derecho de su abrigo negro, en donde ahora los encontró.
En el umbral y vestida nuevamente con pantalones y camisa, la muchacha le habló al fin:
``Nunca lo había hecho con un hombre mayor'', le dijo, como si su edad y condición le cayeran encima como un rayo una vez más. ``Pero es sólo el comienzo. Te lo prometo, es sólo el comienzo.''