La Jornada Semanal, 5 de julio de 1998



Julio Ortega

ensayo

Adiós a Jack Hawkes

Profesor de la Universidad de Brown y crítico de primerísima línea, Julio Ortega es, en buena medida, responsable del canon de la literatura latinoamericana del boom y el postboom. Aquí, el autor de La Cervantiada hace un conmovedor retrato del discreto y ``recluso'' Hawkes, quien murió el 15 de mayo, en Providence, Rhode Island, a los 73 años. Sin saberlo Hawkes, coincidió en más de un encuentro con el imaginario mexicano.

John Hawkes (1925-1998) se encontraba escribiendo su ``novela mexicana'', acerca de una monja muy joven que confronta la violencia que la rodea, cuando sus médicos decidieron operarlo. No había avanzado mucho, pero creía haber encontrado los nombres de los personajes y lugares, así como la entonación del relato. Hace poco, en Nueva York, se levantó animado por una lucidez urgida y escribió, como si la muchacha mexicana se las dictara, seis páginas de un tirón (``para mí seis páginas son muchas'', me dijo). Me había interrogado repetidamente sobre nombres, lugares y jerarquías de la historia colonial, en la que quería situar su novela. Buscaba que esos nombres fueran válidos en español y en inglés. Sin saberlo, coincidía con Gabriel García Márquez en creer que un personaje tiene el destino que dicta su nombre. El suyo fue el del artista solitario, dado al asombro de los sentidos y las promesas del sueño. No debería extrañarme que, en el hospital, no despertara.

Más para ambientarse que para documentarse, había leído la reciente y voluminosa historia de México de Hugh Thomas. Y, ante mi escepticismo, las laboriosas especulaciones de D.H. Lawrence en La serpiente emplumada. Le pasé un tomo sobre la vida de las monjas en la colonia, pero él no buscaba reproducir lo real sino crearlo. Por eso, se alarmó cuando le conté que en Del amor y otros demonios García Márquez había escrito una historia paralela, y prefirió no leerla para dejarse la libertad de coincidir sin pena. Jack y Sophie, su mujer de cincuenta años, a la que ha dedicado todos sus libros, decidieron, en cambio, leer en voz alta Cien años de soledad. Pero Jack se conmovió tanto con la figura desolada de José Arcadio Buendía, solo y amarrado a un árbol, que no pudo seguir. Habían ellos leído, en voz alta y con exaltación, El amor en los tiempos del cólera, que Jack consideraba una de las mayores novelas modernas.

Admiraba también El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, por quien adquirió un afecto instantáneo. La noche en que llevé a Donoso a casa de Robert Coover, mientras éste nos mostraba su formidable cava, los otros dos se secreteaban con un fervor juvenil. Habían coincidido en la lista de sus males, reales e imaginarios, y eso los entusiasmó. Ambos se contemplaban felices en la hipocondría mutua. ``Hasta nos parecemos en que somos sordos'', me dijo Pepe. Por eso, cuando en una de nuestras comidas mensuales tuve que contarle que Pepe había muerto, no me sorprendió que una lágrima inmediata corriese por su mejilla. Aunque recluso y huidizo, Jack era de un refinamiento emotivo extraordinario. Bajo su visión más bien melancólica, y su actitud retraída, había en él un temperamento tan gentil como afectivo, y era capaz de expresar admiración y ternura.

Se había retirado hace más de diez años de la Brown University, pero en los últimos años se interesó vivamente por algunas de las actividades a mi cargo en Brown. Asistió a toda la semana de la lengua española que reunió a Juan Goytisolo, Julián Ríos y Carlos Fuentes, porque se sentía de la misma familia y creía que el futuro de los Estados Unidos sería mejor gracias al español. Jack encontró en Carlos Fuentes el anuncio de ese espacio compartible. Para sorpresa de mis colegas, recobró, gracias a la literatura latinoamericana, un diálogo que frecuentaba muy poco en su propia literatura. Sus compañeros de aventura literaria más próximos eran, evidentemente, Robert Coover, también profesor en Brown, John Barth y William Gaddis. Pero, aunque no hablaba español, conocía bien a los autores y textos que le interesaban más. En primer lugar, la picaresca española; su novela favorita era El Buscón, de Quevedo, cuyas historias saboreaba. Creía él que en su propia narrativa la impronta de la picaresca era una nostalgia del relato mismo.

Varias veces me dijo que le gustaría ser un profesor adjunto y sin sueldo en mi departamento, solamente porque era su espacio preferido en Brown. Y si tuviese que dictar clases, podríamos los dos organizar un seminario conversado sobre la picaresca española. Jack había sido un gran maestro de ``Creative Writing'' de Brown, cuando ese programa era considerado uno de los mejores del país, gracias a Hawkes, Bob Coover y Edmund White. Para mí él era uno de los mejores escritores de la lengua inglesa; no sólo para mí, claro, pero yo tuve el privilegio de comprobarlo una y otra vez gracias a su sabiduría sutil, su gusto literario recóndito, y su prosa sensorial y fluida, cuya elegancia y colorido eran ya de cualquier idioma.

Algunas veces he tenido que acompañarlo en sus obsesiones, laboriosas y divertidas. El más reciente episodio tuvo que ver, justamente, con su ``novela mexicana''. Se le ocurrió que debería ser capaz de pronunciar bien los nombres aztecas, y tuve que tomarle esa lección imposible. Luego, decidió que debería adquirir el sabor de las cosas mexicanas, y se preparaba con entusiasmo un chile enlatado. Pronto nos dimos a explorar los márgenes de Providence en pos de un improbable restaurante mexicano donde pudiese adquirir una mejor idea del sabor. Un taxista nos internó una vez en las afueras para dejarnos en lo que resultó ser una taberna dominicana. En un ``Tex-Mex'', Jack me preguntó seriamente si la comida picante nos situaba ya cerca de México. No tan cerca, le dije, apenas tal vez en Arizona. Pero donde ``Pepe'' por fin dimos cuenta de unas carnitas mexicanas que llevaron a Jack al centro de su relato.

Nunca un invitado mío a un coloquio me llamó tantas veces, como Jack, para acordar su participación de diez minutos. Se obsesionaba con los detalles a tal punto que, en otro momento, preparó con la misma prolijidad su no asistencia. Pero esta vez se trababa de una jornada dedicada a la traducción, en homenaje a Gregory Rabassa, y estaría además María Lozano, la nueva directora del Instituto Cervantes de Nueva York, que acababa de traducir una novela suya para Alfaguara. Aunque el homenajeado era Rabassa, y Fuentes estaría a cargo del discurso central, Jack, que empezó asegurando que nada podía decir, terminó robándose el día. Tenía él que leer en inglés unas páginas de Travestía, que se leerían luego en español de la traducción que hacía Juan García Ponce; al final, debía añadir unos comentarios. Pero apenas al comenzar quiso definir su novela y no daba con la palabra exacta. ¡Estoy perdiendo el inglés, se excusó, porque no hablo español!

Para ser tan tímido, John Hawkes era notablemente elocuente. Yo lo sabía desde hace muchos años, porque había asistido, en Austin, Texas, a una lectura suya que fue memorable, por el contraste entre su humor gentil, su aire desvalido y su prosa de deleite erótico.

De vuelta de una visita al hospital, me dijo que había tenido que considerar no sólo el desenlace de la muerte sino algo más terrible, la necesidad de una religión desde donde pensar a Dios. Característicamente, se armó de libros y empezó a estudiar la historia y naturaleza de cada religión para encontrar, me explicó, una que él pudiese no solamente asumir sino practicar. Fue desechándolas una tras otra, hasta que no le quedó sino el catolicismo. Estaba fascinado por la figura de la Virgen María, el poder de la fe y el ritual suntuoso. Temí que tendría que acompañarlo a misa, pero felizmente al poco renunció al catolicismo porque, me advirtió, él sólo podría ser un católico rebelde y levantarse contra la curia para demandar la equidad de la mujer en la norma vaticana.

Hace poco, le conté que Guy Davenport me había dicho que quizá ya no valía la pena publicar en un país donde la literatura carecía casi totalmente de atención. Jack, conmovido por esa afirmación, respondió que aun si nadie comentaba sus libros, él creía que sí había que seguir publicando porque siempre había, aun en los Estados Unidos de hoy, la posibilidad de un lector capaz de hacer las diferencias. No era una respuesta voluntariosa sino, todo lo contrario, una apuesta melancólica. Porque, en efecto, los libros de Hawkes no reciben la atención crítica que merecen, como tampoco los de Davenport. Era una lección extraordinaria, para mí, compartir con estos dos escritores norteamericanos la marginalidad del más noble arte de la ficción en un país ocupado por la mala literatura.

Me había tocado este papel casual de testigo, pensé, seguramente porque la literatura latinoamericana, en cambio, favorecía un espacio de reconocimiento alterno, donde era posible restituir, incluso desde el idioma inglés, la medida de una demanda radical. En español, quiero decir, parecía aún tener sentido el desafío de lo que se ama y permanece, frente a la mediocridad y el exitismo. Aunque nunca lo analizamos, Jack Hawkes había encontrado, en un idioma que no hablaba y en una literatura que sólo podía leer traducida, la promesa de sus propios libros; esto es, la noción de que la literatura puede ser una certidumbre superior a nosotros mismos.

Sus dos últimas novelas, The Frog y An Irish Eye habían sido reseñadas por el New York Times Review of Books en mínimo espacio. Peor aún, su novela Sweet William, un tour de force en que un caballo narra su vida en primera persona, fue dada a reseñar por el Times a un entrenador de caballos de carrera. Para colmo, la película que se filmó el año pasado en Cuernavaca (su primer y único viaje a México) sobre su espléndida novela The Blood Oranges, no entrará al circuito de distribución porque no logró seguridad comercial. Jack comentaba estos fracasos con resignación, como otra prueba de la soledad de su arte, que seguía explorando el encuentro con el lector. Más tiempo dedicaba a imaginar otros encuentros y diálogos. Para celebrar los 70 años de Carlos Fuentes tendríamos, me dijo, que reunir a los mejores escritores jóvenes del inglés, el español y el francés para recobrar el arte de la novela.

Pero quizá su postergación literaria (aunque lo edita Viking Press, es leído siempre en serio, y se le traduce bien) no tiene que ver meramente con las modas, ni siquiera con la noción de que Hawkes es un narrador ``posmodernista'', supuestamente con más regusto por el lenguaje que por la historia. Ocurre que Hawkes es el más internacional de los novelistas norteamericanos, así como Guy Davenport es el más ``continental'' de los narradores. Aun si esos lugares comunes no dicen mucho, fijan al escritor en un nicho marginal. Las novelas de Jack están situadas en el sur de Francia, en Inglaterra, en Italia, en Irlanda; y la historia misma está hecha fuera de la topología característica de la novela estadunidense, cuya tradición naturalista está identificada con representaciones de locación inmediata. Estas novelas son, por lo tanto, percibidas como artísticas, enigmáticas, quizás algo exóticas, y más dedicadas a explorar la imaginación que la vida cotidiana de la clase media. Y, sin embargo, cada vez que alguien abre un libro de John Hawkes no puede dejar de reconocer esa distintiva alegría creadora de una escritura que se deleita en la inteligencia mutua del lenguaje.

Ya no haré aquel curso con él, tampoco la conversación que planeamos sobre su obra, ni el viaje a Cuernavaca, donde, días antes de su operación cardiaca, me dijo que le gustaría vivir un rato. Pero con Edgardo Rodríguez Juliá en Puerto Rico, Federico Vegas en Caracas, y Fernando Ampuero en Lima, quienes conocieron a Jack en Brown, me parece que hemos acordado ya el idioma que lo recupere. No el español o el inglés; se trata del idioma que habla la lectura verdadera, la que alberga.