Hermann Bellinghausen
El cuidador de la antena

Se tiene trabajo como se tiene casa, por pura casualidad. Como se tiene vida. Lorenzo cuida la antena del canal. Pasa la mayor parte del tiempo en la cumbre de El Diamante, en la cabaña y sus alrededores, en el pequeño cuarto de las bobinas, solo. En eso consiste la acción por la cual le pagan. Cada semana baja al pueblo y hace compras y cualquier otra cosa.

Todo en él indica un pasado difícil e inacabado, como en todos los que tenemos su edad. Además, él está muerto. Lo mataron hace 15 años, ya no recuerda, según él, si en una cantina, un burdel o la bodega de la Central. Ja, expele, seco, burlón, golpea un nuevo tabaco contra su rodilla, y confiesa.

-No respondo de la mierda que cuido. Ni siquiera la veo.

En efecto, en todo El Diamante no se mira ningún televisor. Sobre la cabeza de Lorenzo, en una torre de hierro de 50 metros, metiéndose como una Babel en el cielo, la poderosa antena del poderoso canal retransmite a la región la programación enterita, todas sus barras, sus juegos-del-hombre, la cháchara y las noticias.

Lorenzo no ve nada.

Como todo aquel que ha sido perseguido por criminales, se siente un poco criminal, y lo dice con total inocencia, como el niño que hace siglos dejó de ser.

Cada tanto, la administración del canal le manda carteles y promocionales de los actores y las actrices de las telenovelas, grandes stills deportivos y retratos de los señores y señoras que hacen entrevistas. Los traen los electricistas, y son ellos quienes tapizan el cuarto de máquinas y la oficina.

Lorenzo no quita la decoración. Le da igual. Quien ha tenido una vida errónea no puede aspirar a más, dice, se frota la calva que tiene desde los tiempos de la carrera, y por un momento recobra la expresión de inteligencia luminosa que tuvo entonces, antes de perderse en la que llama su vida de basura.

-Fui joven muy poco tiempo -dice, no quejándose, nada más dejándolo claro, por si pudiera interesar.

Bien mirado, es un héroe desconocido de la comunicación. Se mantiene atento al poste de transmisiones, repara lo reparable y reporta lo irreparable para que los técnicos lo vengan a componer. Gracias a él, millones de seres vivos no se pierden su programa favorito ni se dejan de enterar de lo que, en tiempo y forma, su gobierno quiere que se enteren.

Nada en él hubiera hecho pensar, hace veintitantos años, que acabaría encargado de una antena en la recóndita serranía donde queda El Diamante.

-Grande como el Ritz -se burla de su decadencia fitzgeraldiana.

La vecindad consiste en una estación de microondas a tres cerros de distancia, y una ranchería de gente que no sabe hablar español, un poco más lejos.

Metido en las entrañas del canal, o sea del Mundo de la Información y el Espectáculo, Lorenzo ve el mundo en términos de si llueve o no, si el aire obliga a tensar los sostenes del cable, si los rayos revientan una bobina. Las laderas desesperadamente verdes, y una abierta lejanía, le reposan los ojos enormidades. Lorenzo tiene la vista descansada siempre, aunque no haya dormido. A veces no duerme, es cierto, pero de eso no dice ni media palabra.

Ni tiene por qué.