El sistema financiero mexicano, como todas las otras áreas de la economía, fue desregulado, en 1989, recién iniciada la administración salinista, se liberaron las tasas de interés pasivas y activas, se eliminaron las disposiciones del encaje obligatorio y las normas de crédito selectivo. Esto formaba parte del proceso de adecuación a un entorno de competencia abierta, no sólo a nivel nacional sino también con entidades extranjeras; se buscaba que el mercado fuera el asignador de los recursos.
La ``modernización'' neoliberal del sistema bancario siguió los lineamientos del Banco Mundial que, por supuesto, no consideran las condiciones particulares en las que operarán estas reformas; esa tarea debiera corresponder a los seguidores domésticos del Banco Mundial, pero resulta que los diseñadores de la ``modernidad'' mexicana no conocen a nuestro país, como a Washington o a la ciudad estadunidense en la que obtuvieron su doctorado. Por ello, cambiaron las leyes financieras, pero no sabían que también había que modificar otras leyes, la de quiebras, por ejemplo, ni que había que atacar la corrupción. En realidad, nunca consideraron la posibilidad de que las reformas pueden conducir a una crisis.
Si se tratara sólo de errores de concepción no sería demasiado grave, pero se trató de errores en la aplicación de un programa de reformas que afectaron la vida entera de un país. El propio Banco Mundial, en la reunión celebrada hace unos días en San Salvador, ha utilizado a México como ejemplo para la comunidad internacional de lo que no se debe hacer; las fallas se localizan en ``el sistema judicial, el cumplimiento de la ley, la corrupción, la débil regulación y la alta concentración''.
La visión de los expertos del Banco Mundial, en el momento que se debate con intensidad la actuación de las autoridades financieras, tanto a nivel institucional como incluso personal, así como la de los propios bancos, ofrece elementos que permiten apuntar algunos de los rasgos que definen a la crisis bancaria mexicana. En primer lugar, las reformas a las leyes financieras requerían acompañarse de reformas de otras leyes; hoy, a la luz de los sucesos vividos, así lo han reconocido la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y la Secretaría de Hacienda, pero es indudable que tendrían que haberse realizado estas reformas antes de permitir, e incluso promover, la expansión del crédito.
En segundo lugar, la privatización de los bancos favoreció la concentración y permitió que los accionistas mayoritarios controlaran todas las decisiones relevantes; esto contribuyó a que se dieran prácticas ilegales que no fueron detectadas oportunamente por la Bancaria, así como fenómenos de expansión crediticia muy por encima de lo normal; por ejemplo, de marzo de 1992 a marzo de 1993, los activos de Banpaís crecieron 97.5 por ciento, mientras el resto de la banca lo hizo en 32, pero más grave fue que la cartera creció 157 por ciento, en tanto que en el resto de datos fue 39, y la Bancaria, que recibe mensualmente la información financiera de los bancos, no se dio cuenta sino hasta que el desorden era ya público.
En tercer lugar, como ocurrió en otros eventos de 1994, el gobierno federal no encaró los comportamientos ilegales con la energía necesaria, a partir de razonamientos de orden político; de haberse intervenido con oportunidad y buscando evitar los comportamientos alejados de las sanas prácticas bancarias, la profundidad de la crisis hubiera sido mucho menor.
Así, con base en lo señalado por el Banco Mundial, queda salvada la política y los errores recaen en los instrumentadores y, por su puesto, en los agentes implicados. Pero es evidente que la modernización impulsada por este organismo presenta deficiencias de fondo, que parten de un esquema conceptual que no corresponde con nuestra realidad.
Así las cosas, el Banco Mundial, los bancos, la Bancaria y Hacienda son cada uno con su contribución, causantes de la crisis bancaria.