Es afortunadamente común hablar de mortalidad infantil, desnutrición y de los abusos que se cometen contra la infancia, y desafortunadamente común soslayar las causas de mortalidad materna que van envueltas en una deprimente mortaja de silencio. La renuencia a discutir del tema es tan elocuente como la hipocresía que lo alimenta. Médicos ignorantes, hombres que van al matrimonio para graduarse en misoginia y una Iglesia convencida que la mujer es como la serpiente y por tanto no debe mostrar las piernas, figuran entre las causas ocultas que anualmente ocasionan la muerte de 600 mil mujeres por problemas ligados al embarazo y el parto.
Se rehúye a la discusión porque la mortalidad materna es un indicador extremadamente sensible de la desigualdad social. Por lo que estas muertes, que a más de no ser como las otras representan la tragedia más desatendida de nuestro tiempo, figuran en el fichero del gran público con la esquiva etiqueta ``problemas de mujeres''.
Reducidas al silencio y al fallecimiento prematuro en medio de las aislantes capas de censura y turbación que aún rodean a los asuntos del sexo, la sangre y el parto, millares de mujeres, pobres en su mayoría, mueren porque la ley dice que en caso de emergencia la vida del niño vale más que la de la madre. Pero nadie ha podido explicar en qué noción del derecho se basa esta ley.
En 1996, UNICEF señala que en el mundo 140 mil mujeres murieron de hemorragias arrojando sangre violentamente en un autobús o en una carreta de bueyes o en una camilla empapada de sangre mientras sus amigos o familiares buscaban ayuda en vano; 75 mil más murieron en el intento de abortar por sí mismas, automedicándose o sometiéndose a violentos masajes. Y otras 50 mil se insertaron objetos punzantes: perchas enderezadas, agujas de tejer, palos afilados a través de la vagina hasta el útero y otros procedimientos.
Las que sobreviven muestran molestias debilitantes, inflamación de la pelvis y manchas sanguinolentas continuas. Y están las que mueren doloridas y solas con el útero perforado, sangrando, atemorizadas y avergonzadas, heridas infectadas y sepsis progresivas. Aproximadamente cerca de 75 mil fallecen por lesiones cerebrales y renales en medio de las convulsiones de la eclamsia, condición que ha sido descrita por una superviviente como ``la peor sensación del mundo que uno pudiera imaginarse''. Cien mil más fallecen de sepsis, suerte de envenamiento de la corriente sanguínea debido a una infección progresiva originada por un útero no curado o partes retenidas de la placenta que producen fiebre, alucinaciones y terribles dolores.
Por obstrucción del parto, tras días de contracciones infructuosas tratando de empujar repetidamente el cráneo de un bebé ya asfixiado hacia los tejidos blandos de una pelvis demasiado pequeña, mueren 40 mil mujeres por año. Y aún más envuelta en el silencio se encuentra la dispaurenia, dolor que sufre la mujer durante el coito. Pero en muchas sociedades y en millones de casos individuales las mujeres no tienen otra elección que la de reanudar las relaciones sexuales a los dos o tres días del parto sin contar con la comprensión del compañero, expuestas al reproche, el rechazo y la violencia de su pareja.
Al menos 15 millones de mujeres al año contraen lesiones relacionadas con el embarazo y el parto que tendrán un profundo efecto en sus vidas. Inclusive, admitiendo que algunas mujeres puedan padecer estas lesiones más de una vez durante su vida reproductiva, el total acumulado de afectadas podría estimarse, de forma conservadora, en unos 300 millones, es decir más de la cuarta parte de las mujeres adultas que viven actualmente en los países pobres.
Entre 1990 y 1996 tres millones de mujeres han muerto por una o varias de las causas referidas. Y continúan muriendo a una tasa de mil 600 diarias, ayer, hoy y mañana. El técnico Peter Adamson, de UNICEF sostiene que ``... en su mayor parte estas muertes no corresponden a mujeres enfermas o muy mayores o muy jóvenes sino a mujeres saludables en el mejor momento de sus vidas...''.