Dios es redondo Ť Juan Villoro
Juan Villoro, enviado París, 8 de julio Ť Los miércoles el Louvre abre hasta las 9:45 de la noche. Pero a las 9 en punto de ayer, La Monalisa ya no tuvo quien la viera. La fiebre se apoderó al fin de una ciudad que atestiguaba el Mundial a una distancia cautelosa. En la tarde la gente se despedía diciendo ``bon foot'' y los vendedores vespertinos de Le Monde pregonaban la noticia del día siguiente: ``Francia ganará''. La curiosidad, la moda, el orgullo nacional y el voyeurismo se combinaron en dosis idénticas para producir a fanáticos en serie, dispuestos a recorrer los Campos Elíseos abrazados a un Footix de peluche. Hay que tener cuidado al pasar junto a ellos porque muchos llevan un objeto con inofensivo aspecto de aerosol, que en realidad es una sirena de ferrocarril enlatada. París fue una fiesta, valió una misa y después del 2-1 de Francia sobre Croacia es una estupenda oportunidad de quedarse sordo.
El arrebato futbolístico es tan unánime que ya incluye a los perros. Numerosos fanáticos se presentaron al estadio de Saint-Denis con mascotas ataviadas con suéteres y moños tricolores. Es el mayor triunfo sentimental del patriotismo, pues en la vida diaria los perros importan más que Rousseau. Cuando me registré en el hotel, me explicaron que alojar a un animal costaba 50 francos más, y no porque creyeran que todo mexicano viaja con su chihuahueño de la suerte, sino porque el albergue perdería una estrella si no ofreciera opciones para los seres más queridos.
El Estadio de Francia se alza en Saint-Denis, un suburbio donde se unen varias autopistas y las barcazas que recorren el río pasan por una esclusa. Es una región de bodegas, naves industriales y edificios pobres. Los lugareños no ven con buenos ojos el estadio al que nunca irán. En el Billar Pleyel los parroquianos criticaban la arena más lujosa del planeta. ``La hicieron con nuestros impuestos y no podemos entrar'', se quejó un hombre que llegó de Argelia hace 30 años. Poco a poco, la conversación giró en torno a Zidane, conocido como Zizou. Sus padres son de Argelia y los inmigrantes de Saint-Denis se identifican con él. Pero el estadio a dos calles de distancia es una frontera infranqueable. ``Yo no veo el juego'', dijo un hombre que fumaba algo que olía (y se veía) como estropajo. A continuación, buscó un sitio frente al televisor. Cuando salí, todos hablaban del equipo. Sólo un solitario seguía tirando dardos.
El estadio de Saint-Denis es un coliseo high-tech; su material decisivo no es el concreto sino el acero, y se mueve a la manera de un mecanismo: es recorrido por 120 elevadores y las tribunas más próximas a la cancha son removibles. Visto desde muy lejos semeja una de esas caserolas que ganan premios de diseño industrial. Y lo que ahí se cocinaba tenía historia: en 1958, 1982 y 1986 el país que inventó la Copa del Mundo se quedó en semifinales. Ahora, gracias al apoyo de los selectos que sí consiguieron entradas, Francia podía llegar a la final de ensueño contra Brasil.
El exilio y el reino
Con la moderación que caracteriza a quienes sólo viajan para ver futbol, los croatas llegaron tres horas antes al estadio y los circundaron como si quisieran darle cuerda a la esperanza. Francia jugaba contra un país menos poblado que Guadalajara que en forma casi irreal llegó a semifiniales. Hace cinco años, un partido entre el Zadar y el Hajduk se suspendió por una razón no prevista por la FIFA: bombardeo. A partir de entonces la Federación Croata pidió a sus jugadores que buscaran trabajo en el extranjero para preservar su nivel de juego y llevar dinero a casa. ``Después de lo que hemos vivido --dice Igor Stimac--, nada que suceda en el pasto puede asustarnos''. Los exiliados de la guerra se dispersaron por Europa y en ocasiones su éxito se convirtió en una refinada forma del fracaso. Davor Suker calentó la banca del Real Madrid durante la temporada pasada y tuvo que conformarse con ver a distancia los plurales goles anotados por Fernando Morientes. Pero el Mundial ocurre para desordenar los prestigios de las ligas: el timorato Clemente apenas dejó que Morientes jugara para España y en cambio Suker fue una de las figuras del torneo. Ayer abrió el marcador antes de que la defensa advirtiera que ya había empezado el segundo tiempo.
El otro protagonista fue Thuram, quien tocó la última pelota del partido como un símbolo de que él lo había ganado.Thuram marcó los dos goles de los azules y confirmó una estadística desconcertante: en los últimos tres partidos de Francia, sólo han anotado los defensas.
Los inmigrantes que no pudieron entrar al estadio tenían al mejor de los suyos en el campo, Thuram, el hombre que vive para los desplazamientos: de Guadalupe se fue a Francia y ha hecho de la extranjería un estilo de juego. Ayer dejó su patria en la defensa y fue a la delantera, donde nadie lo había llamado y donde sólo él podía decidir el juego.