No es extraño escuchar que los economistas son malos para predecir el futuro de la economía, aun cuando usan instrumentos matemáticos y modelos cada vez más complejos. Sin embargo, la tarea de pronosticar las grandes tendencias de las sociedades contemporáneas se ha vuelto un ejercicio verdaderamente complicado y más bien errático, incluso para los economistas. Por ejemplo, el mundialmente famoso libro de Lester Thurow (Head to Head, publicado en 1992) auguraba el ocaso de la economía estadunidense y el liderazgo de Japón y Europa.
Los acontecimientos recientes en Japón difícilmente podrían apuntar en esa dirección y los múltiples problemas de las economías de Europa occidental, aun bajo la égida de la integración monetaria, de ninguna manera permiten pensar en una mejoría notable de sus indicadores económicos y sociales. Ahora es común hablar de la euroesclerosis y de la imperiosa necesidad de modificar (norteamericanizar) sustancialmente el modelo económico japonés.
Nadie sabe a ciencia cierta qué está pasando en la economía japonesa, y tampoco nadie pronosticó su deprimente desempeño. Las raíces estructurales de su éxito económico de la posguerra permanecen intactas, aunque los problemas financieros la asfixian.
Europa, por su parte, también ha tenido una actuación económica decepcionante y pone en tela de juicio las excesivas expectativas que muchos economistas le atribuyen a los procesos de integración económica. De hecho, habría muy pocas razones para pensar que la integración monetaria cambiará en alguna forma importante esa difícil situación.
Por otra parte, la ex Unión Soviética --otrora oponente de la economía más poderosa del mundo-- padece por lo menos desde hace una década una situación francamente difícil y los rescates financieros que el FMI recientemente ha anunciado parecen ser totalmente insuficientes y, más aún, ineficientes para modificar su actual estado y su futuro preocupante.
Por si las anteriores ironías no fueran suficientes, ahora resulta que el principal interlocutor de Estados Unidos --y seguramente lo será en las próximas décadas-- es China, y lo es no sólo en materia comercial, sino de equilibrio mundial de fuerzas. Quizás es la primera ocasión desde la posguerra que un país calificado por todos los libros de texto como en vías de desarrollo y con niveles de ingreso por habitante sorprendentemente bajos (alrededor de 500 dólares) y con cerca de 20 por ciento de la generación del ingreso proveniente de la agricultura, tiene una importancia crucial en la definición no sólo de la política en toda Asia, sino incluso en la preservación de equilibrios básicos (de sobrevivencia) para toda la humanidad.
Para la prensa estadunidense --casi sin excepción-- la reciente visita del presidente Clinton se veía como una muestra de franca debilidad y aun de sumisión a ese país asiático. Tan fue así que el mismo Clinton publicó una carta abierta --en revistas financieras de circulación internacional-- en la que explicó al pueblo estadunidense las múltiples razones de esa visita de Estado.
Las expectativas de crecimiento de la economía mundial se han ensombrecido por los acontecimientos financieros generados en Asia hace exactamente un año y por las medidas defensivas que muchos países han tomado.
Estados Unidos, a pesar de que no ha hecho cambios impresionantes en su estructura económica, conserva el liderazgo mundial y tiene los mejores síntomas de salud no sólo en su historia reciente, sino en comparación con las economías más poderosas del mundo.
Aún así, no parecen ser fiables las expectativas que algunos cifraron en que podría crecer a tasas similares a las de años anteriores (alrededor de cuatro por ciento). Más bien parece que regresará a su tendencia de largo plazo, que se ubica en alrededor de 2.4-2.6 por ciento. ¿Es poco? No. Es una tasa que implica que el ingreso por persona crezca alrededor de 1.3-1.4 por ciento al año, lo que para la economía estadunidense es una muy buena noticia.