MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Portero de noche
En cuanto entré me dijo Herlinda que una persona había venido a preguntar por el juego de sala. Mugrosa escuincla: no supo qué decirle y ni siquiera le pidió su teléfono. Por eso no me gusta salir, porque estas criaturas no hacen caso de nada. Si yo hubiera estado aquí, me canso que a estas horas habríamos hecho el trato.
Ni modo, tuve que pegar una carrerita al panteón. Si no le pago al Tacho los setenta y cinco pesos que le quedamos a deber, estoy segurísima de que desentierra al Nico para revender la fosa. Nomás de pensarlo se me apachurra el corazón.
Además, uno tiene que ser agradecido. Se lo dije a Félix hoy en la mañana. Tuvimos un buen agarrón porque no quería darme el dinero pues, según mi viejo, invertirlo en la lápida es un desperdicio.
-Cómo serás, deveras, ¿pos qué ya no te acuerdas de todo lo que le debemos al Nico?
Gracias a él nos hicimos del juego de sala y de una televisión grande. Que hayamos tenido que venderla no es culpa del Nico. Mi esposo piensa lo contrario y hasta lo maldijo, por haberse muerto.
Ahí sí ya no pude aguantarme y le canté sus verdades:
-¿Y quién tiene la culpa de que se haya muerto? Tú, que lo traías de un lado a otro, trabaje y trabaje como si no necesitara descansar.
No le quedó más remedio que callarse, pero seguía furioso. Lo noté por la forma en que me tiró el dinero:
-Andale, agárralo, pero te advierto que te lo voy a descontar del gasto.
Tomé la feria y me callé la boca. Ojalá venda la sala. Si no, pues voy a tener que echarme unas lavadas. Mañana voy a darles una visitadita a mis antiguas clientes. Por cierto, ahora me arrepiento de no haber ido a saludarlas antes; es que no pensé que tendría que volver al lavadero. Lo dejé desde que mi viejo puso a trabajar al Nico.
La primera vez que lo mandó a velar en la refaccionaria quise oponerme, pero me salió con que el Nico era suyo y podía hacer con él lo que le diera la gana.
Cuando le daba rendimiento y motivo de orgullo, mi esposo se complacía diciendo por todas partes: -Es mi Nico-. Ahora que se murió y fue necesario pagarle su entierro y su lápida, luego luego dijo:
-Gastas mucho en tu Nico.
Tiene razón: es mi Nico y lo será para siempre. Yo lo crecí, yo lo cuidé, yo lo alimenté. Juro que lo hice porque me caía muy bien, porque se ganó mi corazón y no -como cree Félix- porque nos daba dinero.
La verdad, si no hubiera sido por Nico, quién sabe dónde estaríamos todos ahorita. Llegó en el momento en que teníamos la soga al cuello: Félix llevaba cuatro años sin hallar trabajo, yo dejé las lavadas porque el doctor me dijo que mi embarazo era de alto riesgo y cualquier esfuerzo me haría perder al niño.
Estábamos en la chilla. El día en que Félix me llegó con el Nico me enfurecí:
-¿De dónde voy a sacar para darle de comer?
Aquél, que es terco como una mula, me salió con lo de siempre:
-En donde comen seis comen siete. Que se trague las sobras y ya. Ora que si no las quiere, pues que vuelva a la calle y se acabó.
Yo siempre he sido bien sentimental, y más cuando me pongo embarazada. ¡Hijo!, entonces sí lloro por cualquier cosita. Y así me sucedió nomás de imaginarme al pobre Nico -chaparrito, con los pelos duros de mugre y bien hambreado- caminando por allí, sin ton ni son, y expuesto a que lo apachurrara algún cafre.
Por eso decidí que el Nico se quedara en la casa. Claro que no iba a dar mi brazo a torcer nada más así, de manera que cuando mi esposo regresó en la noche y vio a su amiguito, como él le decía, lo amenacé:
-Te advierto que si por mí fuera ya lo habría echado a la calle. Si lo dejo aquí es porque los niños me lo pidieron.
¡Mentiras, qué! Al principio a mis hijos les prohibí que se acercaran al Nico porque a la hora en que me puse a bañarlo le noté lo malgenioso.
-Quítense de aquí -espanté a mis muchachos- no vaya a pegarles una mordida.
A mí estuvo a punto de dármela cuando le entró jabón en los ojos. Creo que al pobre nunca lo habían bañado y le cayó de sorpresa el chorro de agua fría. Híjole: hasta parece que estoy oyendo sus chillidos. Luego, cuando se le secó bien el pelo y todo, sin que yo lo buscara fue a sentarse junto a mí, y desde ese día, sólo nos separábamos cuando mi marido lo mandaba a trabajar: o sea, todo el tiempo.
El día en que Nico murió le eché la culpa a mi Félix:
-Te lo acabaste con tanto mandarlo a trabajar.
Yo también soy responsable porque me puse a presumirles a todas las vecinas de su bravura y de lo gracioso que era Nico. Me da risa pensar que, siendo los más pobres de la vecindad, éramos los únicos que tenían protección las veinticuatro horas. Esto, gracias a Nico; en cuanto alguien se acercaba a la casa se ponía a ladrar como si lo estuvieran destazando.
Cuando llegó Nico yo tenía cinco meses embarazada de mi Chabela y necesitaba caminar mucho. Me acuerdo que Félix y yo agarrábamos a Sergio y a Rolando y nos íbamos despacito, por toda la colonia, hasta el parque de san Alvaro. A veces nos quedábamos a cenar con mi cuñada Lourdes, sin pendiente de la casa porque ya sabíamos que el Nico estaba cuidándola.
En el barrio todo se sabe. Se corrió la voz y un día -me acuerdo que era sábado- llegó mi vecina:
-Fíjese que me tengo que ir para Ojo de Agua porque mi mamacita está muy mala. ¿No podría prestarme al Nico para que me cuide la casa?
Estuve conforme y que me caiga un rayo si le pedí algún dinero. Fue ella la que me regaló veinte pesos, que por el favorcito. Tomé el dinero porque lo necesitaba. En la noche, cuando regresó Félix -furioso porque no había podido conseguir trabajo- se lo conté y a la mañana siguiente, sin consultármelo, colgó en la puerta un letrero: Se alquila perro bravo.