La Jornada Semanal, 12 de julio de 1998
La Soif (1957), Femmes d«Alger dans leur appartement (1980) y Ombres sultanes (1987) son apenas unos de los muchos títulos de Djebar, autora argelina quien obtuvo el permio de la crítica del Festival de Cannes en 1979 por su película La Nouba des femmes du Mont Chenoua. La obra de Fatima Zohra Imalayene, su nombre verdadero, se caracteriza por la reinvención de mitos y formas.
¿Todavía no se pone el velo tu niña? -pregunta alguna matrona de ojos ennegrecidos y recelosos, interrogando a mi madre en ocasión de una de las bodas del verano. Debo tener trece, quizá catorce años.
-¡Ella lee! -responde con firmeza mi madre.
En ese silencio de incomodidad instalada, el mundo entero se hunde en un abismo al igual que mi propio silencio.
``Ella lee'' equivale en árabe a ``ella estudia''. Ahora me digo que el arcángel Gabriel en la gruta no lanzó por mera casualidad la orden para la revelación coránica con ese verbo: ``leer''... ``Ella lee'' es tanto como decir que la escritura para leer, incluyendo la de los impíos, es siempre fuente de revelación: la revelación de la movilidad, en mi caso, del cuerpo, y, por lo tanto, de mi futura libertad.
Las jovencitas de mi época -poco antes de que la tierra natal se liberara del yugo de la colonia-, mientras que el hombre sigue teniendo derecho a cuatro esposas legítimas, contamos con cuatro idiomas para expresar nuestros deseos, antes de jadear: el francés para la escritura secreta, el árabe para nuestros sofocados suspiros hacia Dios, el líbico beréber cuando imaginamos volver a encontrar a nuestros ancestrales ídolos maternos. El cuarto idioma, para todas, jóvenes o viejas, prisioneras o semiemancipadas, sigue siendo el del cuerpo, que la mirada de los vecinos, de los primos, pretende hacer sordo y ciego, puesto que ya no pueden encarcelarlo por completo; el cuerpo que, en los trances, danzas o vociferaciones, en accesos de esperanza o desesperanza, se rebela, busca, como analfabeta, en cuál orilla está el destino de su mensaje de amor.
En nuestras ciudades, la primera realidad-mujer es la voz, un dardo que vuela en el espacio, una flecha que languidece antes de la caída; luego viene la escritura cuyas letras lianas forman trazos amorosos al rasguño de la caña puntiaguda. En cambio, surge la necesidad de hacer desaparecer el cuerpo de las mujeres, que hay que arropar, ceñir, envolver cual bebé o cual cadáver. Expuesto, heriría todas las miradas, agrediría al más pálido deseo, subrayaría toda separación. La voz penetra en cada ser como un perfume, un trago de agua en la garganta de un sediento; y cuando se aprecia a sí misma, se convierte en un placer para muchos y es, a la vez, secreto goce polígamo...
Cuando la mano escribe, con lenta postura del brazo y precavido doblez del flanco hacia adelante o sobre el costado, el cuerpo en cuclillas se balancea como en un acto de amor. Para leer, la mirada toma su tiempo, gusta de acariciar las curvas en el momento en que la inscripción levanta en nosotros el ritmo de la escansión: como si la escritura marcara el principio y el término de la posesión.
Inscrita por doquier con lujos áureos, hasta sacudir de su entorno cualquier otra imagen animal o vegetal, la escritura, mirándose en sí misma por sus curvas, se percibe mujer, más aún que la voz. Con su sola presencia indica dónde comenzar, dónde perderse; propone, por el canto que ahí anida, aria para la danza y cilicio para el ascetismo; hablo de la escritura árabe de la que me ausento como de un gran amor. Esta escritura que, por mi parte, únicamente he dominado para las palabras sagradas, está aquí exhibiéndose frente a mí bajo una piel de inocencia, en forma de rejillas murmurantes -a partir de ese momento, las otras escrituras (la francesa, la inglesa o la griega) sólo pueden parecerme parlanchinas, nunca cauterizantes, navíos portadores de verdad, ciertamente, pero de una verdad mellada.
Mi cuerpo solo, como el corredor del pentatlón antiguo, requiere el juez de salida para arrancar; mi cuerpo entró en movimiento en cuanto comenzó a practicar la escritura extranjera.
Como si repentinamente la lengua francesa tuviera ojos y me los hubiera dado para ver en la libertad, como si la lengua francesa cegara a los machos mirones de mi clan y a ese precio yo pudiera pasear, rodar por todas las calles, anexarme el exterior para mis compañeras enclaustradas, para mis antepasadas muertas mucho antes de entrar en la tumba. Como si... Burla, cada idioma, lo sé, amontona en la oscuridad sus comentarios, sus basuras, sus arroyos callejeros; ahora bien, frente a la lengua del antiguo conquistador, ¡heme aquí, iluminando sus crisantemos!
La escritura es descorrer el velo en público, frente a los mirones que se burlan... En la calle avanza una reina, blanca, anónima, cubierta de telas; mas cuando el sudario de lana burda es arrancado y de golpe cae a sus pies antes sólo adivinados, la reina se convierte en mendiga, sentada en el polvo, a merced de los escupitajos y de las rechiflas.