En este número se demuestra el buen estado de salud de la lengua francesa. Escritores del norte de África, del Canadá y de otras latitudes francófonas se sirven de la lengua común para expresar diferentes visiones del mundo, distintas actitudes frente a los misterios de la palabra y de eso que las viejas preceptivas literarias llamaban ``estilo''. Como miembro de una generación que alcanzó a vivir los últimos desarrollos de la guerra civil española, la segunda guerra mundial (nunca me expliqué por qué la primera fue ``la gran guerra''), Corea, Vietnam (etapa francesa y etapa estadunidense; el fin de la Indochina y la derrota de los invencibles sobrinos del rijoso Tío Sam), y otras muchas pequeñas guerras localizadas e inscritas en la llamada ``guerra fría'', me tocó pasar de la cultura francesa (``afrancesada'', decían los nacionalistas a ultranza) al inglés de los Estados Unidos y su modernidad literaria. Espero que los miembros de mi generación tan deslumbrada por la cultura de Francia me acompañen en este recuento de lecturas y admiraciones. Primero conviene recordar a algunos de los grandes de la fraconfonía: Senghor, el político y académico de Senegal; Césaire, el poeta caribeño en quien se mezclan las sonoridades románticas con lo que Palés Matos llamaba ``el fiero Calulú de Martinica'' y, sobre todo, Albert Camus, el norteafricano bondadoso e inteligente que tanto nos ayudó a observar, con piedad y tolerancia, las contradicciones del mundo moderno y las redefiniciones de conceptos tales como la libertad, la justicia, la democracia, el poder y sus delirios y la soledad, a veces defensiva, del hombre frente a los temibles aparatos del Estado. Algunos de mis maestros tapatíos (Efraín González Luna, José Arriola Adame, Ignacio Arriola, Carlos Palomar, Antonio Gómez Robledo...) pertenecían en muchos aspectos a la cultura francesa. González Luna tradujo La Anunciación a María y El Viacrucis de Paul Claudel; Arriola Adame conocía muy a fondo a Charles Dubos y traducía con mucho cuidado (tanto que no llegó a terminar su trabajo) la gran novela católica de entreguerras: Agustín o el maestro está allá de Joseph Malegue. Ignacio Arriola era un lector crítico e inteligente de Mauriac (El desierto del amor fue su obsesión recurrente), de Bernanos, el novelista de la ``gracia divina'' y sus aventuras humanas, tan bien llevado al cine por Bresson, y del Doctor Duhamel y su ``Salavín'', sus aspiraciones a la santidad y la sospechosa respetabilidad burguesa representada por las pompas notariales. Leíamos el Juan Azul de Giono, los alegatos rabiosos y mendicantes de León Bloy, las clarividencias de Péguy, traducido al español por Manuel Gómez, y entrábamos en el mundo alpino del francófono Ramuz y en algunos temas de la literatura de Rumanía, país ligado muy estrechamente a lo francés y no tan sólo por los proyectos políticos de Napoleón el pequeño o por el hecho de que Bucarest fuera conocido como ``El París de los Balcanes'', sino por una verdadera relación amorosa con las letras francesas. Uno de sus escritores más originales, Panait Istrati, fue protegido de Rolland, y algunos geniales artistas y pensadores como Cioran, Ionesco y Eliade reiniciaron su vida en Francia (Eliade se marchó muy pronto rumbo a los Estados Unidos). Recuerdo mis lecturas casi afiebradas de la ``novela-río'' de Martin du Gard y de Romains... libro tras libro -La sorellina, La muerte del padre-, los Thibauet nos entregaban una serie de reflexiones sobre el ambiente espiritual de la Francia de antes y de la primera guerra. Jean Barois y Confidencia africana completaban el cuadro de la obra de Martin du Gard. Romains, por su parte, nos abrió muchas perspectivas filosóficas y literarias con sus Hombres de buena voluntad. Dos escritores especialmente estimulantes y provocadores fueron André Gide y Julien Green. Si la semilla no muere y la Sinfonía Pastoral nos siguen iluminando. Las novelas y los diarios de Green son ejemplos señeros, no sólo de un bilingüismo muy bien manejado, sino de la descripción de un itinerario espiritual, de la vida en familia, de los primeros pasos en el mundo real y de la intensa actividad intelectual que redime y, al mismo tiempo, hunde en la angustia. El arte y el pensamiento de Francia han agregado muchas riquezas al patrimonio de los hombres. HGV
|
Cuando se publicó el artículo titulado ``Transgrediendo las fronteras: hacia una hermenéutica de la gravedad cuántica'', del prestigiado profesor de física de la universidad de Nueva York Alan Sokal, en el número dedicado a ``La guerra de las ciencias'' de la conocida revista académica estadunidense Social Text (46/47, pp. 217-252, primavera/verano, 96, http://www.nyu.edu/pubs/socialtext), muy pocos repararon en su enredada prosa y sus abundantes comparaciones extrañas hasta que explotó el escándalo. Sokal anunció en las páginas de la revista Lingua Franca que había logrado engañar al ``estricto'' comité editorial de Social Text con una parodia de la crítica posmoderna de la ciencia, un texto lleno de disparates, repleto de citas de pensadores de moda (Derrida, Lacan, Lyotard e Irigaray) y escrito en una jerga seudocientífica imitaba el estilo de los articulistas que suelen publicar ahí. Sokal trató de demostrar la hipótesis de que esa revista especializada en estudios culturales publicaría un artículo descaradamente salpicado de insensateces si (a) sonaba bien y (b) si elogiaba las posturas ideológicas de los editores (citaba trece veces al miembro de la junta editorial de la revista, Stanley Aronowitz, y cuatro al editor de ese número Andrew Ross). Entre la palabrería podía intuirse que la tesis del artículo de Sokal era que la teoría de la gravedad cuántica tiene importantes afinidades con varias ideas posmodernas y New Age, y terminaba con un apasionado llamado a crear una ``matemática emancipatoria''. El absurdo del texto debía ser evidente para cualquiera que entendiera algo de ciencia. Imposturas intelectuales Sokal y su colega Jean Briemont, de la universidad belga de Louvian, llevaron su ataque a un nivel superior con la publicación de su libro Imposteurs intellectuelles (ditions Odile Jacob, 97), un libro que ha provocado una enorme polémica en torno a los usos y finalidades de la sociología de la ciencia. Los autores declararon al diario francés Libération (18/oct/97): ``Hemos demostrado que la mayoría de la filosofía francesa contemporánea es jerga desprovista de sentido... Hemos probado que intelectuales célebres como Lacan, Kristeva, Irigaray, Baudrillard y Deleuze han usado en repetidas ocasiones y de forma abusiva terminologías y conceptos científicos: utilizando ideas científicas totalmente fuera de su contexto, sin dar la menor justificación empírica o conceptual de dicho razonamiento... Tratamos de explicar en términos no técnicos por qué estas citas son absurdas o, en muchos casos, carentes de sentido, y queríamos discutir también las circunstancias culturales que han permitido que estos discursos se pongan de moda y que no sean abiertamente criticados, por lo menos por el momento.'' Los autores no intentan cuestionar la obra de los filósofos mencionados, sino que tratan de exponer la elección de sus metáforas científicas y ridiculizar nociones posmodernas, como la idea de que las teorías científicas pueden ser desconstruidas como si fueran novelas o falacias sexistasÊ(como la idea peregrina de la feminista Luce Irigaray, de que la ciencia masculina prefiere trabajar con la mecánica de sólidos que con la de líquidos, debido a que los hombres no menstrúan). Pero quizá su objetivo principal sea atacar la idea de que la ciencia moderna es tan sólo un mito, una narración o una construcción social. Ciencias de izquierda Sokal, quien entre sus credenciales gusta destacar el hecho de que enseñó matemáticas en la Universidad Autónoma Nicaragüense durante el régimen sandinista, se considera como un hombre de izquierda y argumenta que es precisamente su ideología la que lo ha llevado a lanzarse en esta cruzada para denunciar lo que él considera como pérdida de tiempo intelectual y una pontificación insensata. El profesor está seguro de que estos filósofos, quienes representan la izquierda académica (posmoderna y desconstruccionista), están muy lejos de los verdaderos pensadores comprometidos de izquierda, como Noam Chomsky o Adolph Reed, los historiadores Linda Gordon, Eric Foner, Rickie Solinger y Natalie Zemon Davis; científicos como Richard C. Lewontin o Stephen Jay Gould, quienes han escrito con gran claridad y en ningún momento reniegan de la lógica, la razón y el método científico. La reacción al trabajo de Sokal y Briemont ha sido particularmente agresiva. Por una parte, los han acusado de ser francófobos (Julia Kristeva dijo en el Nouvel Observateur que se trataba de una empresa intelectual antifrancesa), otros (como Bruno Latour) han dicho que un pequeño número de físicos teóricos (desprovistos de los grandes presupuestos de los que gozaban durante la guerra fría) han encontrado a sus nuevos enemigos en los intelectuales de la posmodernidad. Unos más señalan que se trata de una estrategia para destruir las ciencias humanas, en particular a la crítica de la ciencia (la cual, según ellos, algunos científicos perciben como un peligro para la práctica de la ciencia). El profesor de inglés y leyes de la universidad Duke, Stanley Fish, publicó un editorial en el New York Times (21 de mayo de 96), donde (comparando a las ciencias con el beisbol) acusaba a Sokal de, valiéndose de su excelente currículum, haber atentado contra un valor elemental de la comunidad intelectual: la confianza. Fish explica con tino que los sociólogos no intentan hacer el trabajo de los científicos, sino que su función es preguntarse cuáles son las condiciones que hacen posibles los logros científicos. No obstante, el escándalo continúa y si ha dejado algo importante es haber mostrado el absurdo de ciertos pensadores de la izquierda académica que hablan constantemente de la necesidad de democratizar el conocimiento, al tiempo que escriben en un lenguaje indescifrable aún para los expertos. Naief Yehya
Hace seis o siete años, cuando visité por primera vez la Feria del Libro de Buenos Aires, los periodistas porteños me interrogaron una y otra vez, como si se hubieran puesto de acuerdo en tan pasmoso asunto, sobre qué opinábamos los españoles sobre los argentinos. Hace un par de meses regresé a la Feria, y en esta ocasión nadie me planteó semejante pregunta. Tal vez a los argentinos ya no les interese lo que los españoles opinamos; o tal vez ahora tengan una idea más clara de sí mismos. Es posible que Argentina estuviera atravesando, hace unos años, el mismo proceso de desconcierto y búsqueda que también hemos vivido los españoles; me refiero a esos confusos momentos de cambio en los que necesitábamos de la mirada de los otros para poder ser algo. Todo crecimiento rápido es así: duelen los huesos. Digo todo esto al hilo de una idea que se me ha metido recientemente en la cabeza; de la convicción de que se está gestando, en los últimos tiempos, otro modo de vernos entre Europa y América: un modo tal vez menos romántico, pero más sólido. Latinoamericanos y españoles llevamos siglos de malentendidos a las espaldas, porque es difícil saber distinguir las diferencias cuando se tienen tantas cosas en común, del mismo modo que resulta muy costoso reconocer lo que tenemos en común cuando nos separan tantas diferencias. ¿Suena paradójico? Es lo que es. Las relaciones entre América Latina y la Península siempre fueron confusas. Mi primera juventud, estoy hablando de los años setenta, fue de un latinoamericanismo exacerbado. Empezando porque en mi generación leíamos mucho más a los autores del boom que a los escritores españoles. Jóvenes como éramos, y en los momentos finales del franquismo, nuestra actitud política era mayoritariamente izquierdista. Idealizábamos a Latinoamérica con encendido verbo de conspiradores de opereta; el futuro y la Revolución vendrían de allí, así como el triunfo del Pueblo y la subversión total de los valores; España, pensábamos, tenía que dar la espalda a Europa (cosa que ya hacíamos) y unirse a ese continente formidable. El hecho de que de la Tierra de Promisión nos separaran varios miles de kilómetros y un océano de auténtica ignorancia no nos arredraba lo más mínimo. Esta mentira progresista del amor a la Latinoamérica revolucionaria equivale, en el otro extremo de la escala, a la mentira conservadora de España como la Madre Patria. Son dos imágenes míticas, dos falsedades basadas en el desconocimiento y el deseo. Tras la muerte de Franco, a los españoles nos llegaron unos años intensos, turbulentos. Durante cierto tiempo España dejó de mirar a Latinoamérica y se ensimismó en la contemplación de su propio ombligo; el país se encerró en sí mismo, como un adolescente en crisis puberal. Ahora, dos décadas más tarde, los españoles hemos conseguido salir del abismo en el que permanecimos durante dos siglos, desterrados de nuestro entorno y de la Historia. Ahora sabemos ya, para mal y para bien, que somos Europa; y empezamos a tener una imagen menos distorsionada de nosotros mismos. Y es desde aquí, desde esta construcción más o menos sólida del ser, desde donde estamos comenzando a conectar con los demás. No sé si me excedo en optimismo, pero tengo la sensación de que, en los últimos años, Latinoamérica y España están aproximándose de un modo más real. Poco a poco empezamos a leer a los nuevos escritores de allá, a ver el nuevo cine del otro lado; poco a poco empiezan a leernos y vernos en Latinoamérica. Y, al mismo tiempo, la diversidad del continente se patentiza. Porque la idea de Latinoamérica como un todo también es un mito, una mentira. El estupendo escritor uruguayo Napoleón Baccino me decía quejoso hace algunos años: ``A veces parecería que toda la literatura latinoamericana ha de ser realismo mágico. Pero ¿qué tiene que ver Montevideo con el Caribe?'' Hace un par de meses me preguntaron en la televisión de Venezuela que qué opinaba de la mujer de América Latina. He aquí una cuestión de respuesta imposible: ¿de qué mujer hablamos? ¿De la porteña y ultraurbana? ¿De la indígena andina? Tal vez haya que admitir que Latinoamérica no existe, como un ente unitario; y que sólo desde el reconocimiento de la diversidad puede construirse un ámbito común. De la misma manera, el reconocimiento de la distancia entre españoles y latinoamericanos nos está acercando más que nunca. Cada vez se celebran más encuentros transoceánicos: hace un mes hubo una estupenda Primera Semana Iberoamericana en Gijón (España), y a finales de junio Santiago de Chile albergará el Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana. El planeta es cada día más pequeño, las fronteras se borran y en el aire se va tejiendo, día tras día, ese territorio fabuloso y transparente de la lengua común. Qué emoción y qué vértigo, qué inmensa fortuna es poder sentarse a una mesa con una docena de personas de una docena de países diferentes, y entendernos todos en el mismo idioma. Y sabernos tan iguales y tan distintos.
Lo que habla como poesía en Homero, Dante o John Donne no son las variaciones formales de un mismo género. Son, en cambio, una modificación, en cada caso, de la misma tentativa de transmisión de un único sustrato de cara a la historia, a la religión o a los sentidos. El espíritu romántico intenta, a través de Hegel, integrar el sentido de la poesía en torno a un género mayor: el drama, síntesis para el filósofo alemán de todos los géneros. Sin embargo, en este caso estamos ante la presencia de una noción de arte total como sustitución metafórica de un mundo. Los géneros son tomados, más que como representaciones particulares, como dispositivos o vías de acceso a una entidad mayor, la del Espíritu, no comunicable estéticamente sino como resto o como huella de una presencia. Ya desde Novalis, quien recibe el legado iluminista de la razón desde un ángulo no instrumental, el romanticismo se había ocupado de poner en tela de juicio la cuestión genérica. En sus consideraciones sobre una poesía ``dilatada'', en carta a A.W. Schlegel del 12 de enero de 1798, Novalis propone a la poesía como un desarrollo virtual, cuya dimensión proyectiva, siempre en proceso, tiene su raíz en la consideración no de un género sino de un estado de cosas del lenguaje muy caro a la poesía del siglo XX; ese estado de cosas del lenguaje que conocemos como ``fragmento''. No es posible proponer la realidad del fragmento como un género más en la medida en que el fragmento se inscribe en el lenguaje como una dimensión no retórica, no regulada ni mucho menos normalizada. El fragmento se inscribe como resto de formas, como una transición, como una latencia dentro de una consideración mayor cara a Novalis: la situación ``polémica'', de átomos residuales resultantes de un choque entre distintos elementos de la materia. Si bien la continua alternancia en Novalis de las nociones alquímicas de macro y microcosmos vinculan a la poesía con una entidad gnoseológica mayor, la de la ciencia, cuya referencia anterior puede ser ubicada en el inteletto d'amore de Dante, esa voluntad integral del poeta romántico nos prepara para una nueva consideración de lo poético no dependiente de la realidad genérica, y sí de un continuum, de una idea de movimiento lírico en perpetua expansión. Es ahí, en las intuiciones preclaras del romanticismo alemán, donde se establece el fermento de la idea de poesía -no su realización práctica, que será alcanzada luego por Mallarmé- independiente de una estratificación genérica. No son entonces en el siglo XX, las vanguardias históricas las encargadas, en una mirada evolutiva de la tradición poética occidental, de programar la ruptura genérica. Esa ambición es romántica. Las vanguardias son movimientos de traducción de cara a la historia, de un síntoma de disolvencia genérica que se funda en el romanticismo alemán como respuesta a la configuración genérica instrumental del iluminismo pragmático. Las vanguardias vuelven efectivo el proyecto romántico, lo historizan y vinculan con la praxis social, lo adscriben a un telos o a una voluntad mesiánica. Pero la poesía se convierte en un medio de comunicación humana más y la temperatura estética baja considerablemente al subordinarse a la vocación comunicativa, ``consensual'', de la demanda social. La resaca de la traducción utópica a la realidad, convertida en manierismo gesticular, llámese nacionalsocialismo o estalinismo, es implacablemente genérica en cuanto a la consideración de la poesía experimental -y de todo el arte de vanguardia- como arte ``degenerado''. Hablar hoy de la poesía como un género resulta inoportuno. Habrá que hablar, en todo caso, de la poesía como una calidad de lenguaje o como un nivel de alta temperatura estética, como califica Roman Jakobson al lenguaje que, en primera instancia, se autodesigna. En la autorreferencialidad de la poesía está el antídoto que la previene de los avatares de la demanda comunicativa social e histórica, de una poesía ``al servicio de'' tal o cual estímulo metapoético. Gracias a la autorreferencialidad del signo poético la poesía se vuelve, justamente, proyectiva en la medida en que es capaz de incluir otros lenguajes sustentados en su materialidad. Si no es así, si el lenguaje poético no tematiza su forma, corre el riesgo siempre presente de su disolución en otro tipo de lenguaje que se tome a sí mismo como contenido o vehículo de transmisión.
|