La Jornada Semanal, 12 de julio de 1998



Laura López Morales

ensayo

Borrar fronteras y abrir espacios

Pocos saben que Jean-Jacques Rousseau no era francés sino ginebrino, y que el hecho de no precisar el origen no francés (sino belga) de Georges Simenon responde, más que a una simple omisión, a un prurito centralista. ¿Por qué el centralismo cultural no opera del mismo modo en otros autores francófonos? El puntual ensayo de Laura López Morales, autora de las antologías Literatura francófona I, II y III (FCE), sitúa y analiza la literatura que se escribe en francés, hoy, fuera de Francia.

Las letras fuera del hexágono francés

Nuestra familiaridad con la tradición literaria francesa es añeja: su influencia sobre nuestras propias letras ha sido, en ciertos momentos, profunda y significativa. Sin embargo, el halo que la ha rodeado no ha hecho fácil el acercamiento a una valiosísima producción literaria en francés escrita fuera de las fronteras galas. El trabajo es asomarse a cada una de las regiones que, en casi todos los continentes, conforman el abigarrado mosaico de la francofonía. Pero para formarnos una idea más o menos global de tal espectro literario, podríamos empezar por distinguir dos grandes bloques en cuyo seno identificamos rasgos comunes pero también grandes diferencias.

El primer grupo está integrado por las regiones donde el francés es lengua materna y cuya tradición literaria está estrechamente ligada a la de Francia por la sencilla razón de que la historia las hizo formar parte de la misma área lingüística y cultural. Es el caso de las zonas francoparlantes de Bélgica y Suiza. Por otra parte, conviene precisar desde ahora que, en ambos casos, la lengua francesa comparte oficialmente el territorio nacional con una o más lenguas: en Bélgica con el neerlandés y en Suiza con el alemán, el italiano y el romanche. Esta situación de bi o plurilingüismo se presentará igualmente en las regiones que mencionaremos más adelante.

Fuera del espacio europeo, los colonos franceses avecindados en Canadá desde fines del siglo XVI se esforzaron por conservar su lengua, religión y patrimonio cultural; no obstante, el prolongado contacto con los colonos ingleses los hizo evolucionar de manera diferente a lo que se registró en la antigua Madre Patria. Precisemos de paso que, además de la principal concentración francófona en la provincia de Quebec, existen en Canadá otras minorías de habla francesa en Ontario, Manitoba, Alberta y Nuevo Brunswick. Esto por lo que se refiere a la situación del francés como lengua materna. El caso de Canadá nos permite, por lo demás, hacer la transición entre el primer bloque y el segundo, ya que, por un lado, el estatus del francés es el de lengua materna y oficial y, por el otro, es el primer bastión de la política colonialista francesa de Ultramar, con lo que se inaugura el proceso de expansión de la lengua fuera del continente europeo.

De esta suerte, el segundo gran grupo de pueblos que en la actualidad hacen uso, en diversos contextos y con diferentes fines, del idioma francés, corresponde a lo que otrora fueron posesiones francesas en tres continentes de nuestro planeta. Los imperios coloniales se desenvolvieron en dos etapas: del siglo XVI al XIX en la América continental e insular, y del XIX a mediados del XX en África y Extremo oriente. La emancipación alcanzada por estos pueblos en diferentes momentos de la historia no borró de esas tierras ni la huella cultural ni la lengua del antiguo colonizador que, de una forma o de otra, se entretejieron con las tradiciones culturales y lingüísticas locales. En resumen y sin hilar muy fino, podríamos identificar un denominador común entre los dos grupos: los países donde se habla francés son bi o plurilingües.

Esta primera constatación obligará a imprimir matices al acercarnos a cada caso. Para efectos prácticos, obviaremos la historia de la resistencia o sumisión al centralismo francés -nos referimos concretamente al centralismo literario y cultural-, y sólo recordaremos que hasta hace unas cuantas décadas, los manuales e historias de la literatura francesa incorporan como propias a ciertas figuras de primera línea sin precisar lo suficiente los orígenes no franceses de tales celebridades. Tal es el caso del ciudadano ginebrino Jean-Jacques Rousseau y del belga Georges Simenon. La utilización de la etiqueta Literaturas conexas o marginales, aplicada hasta los años setenta a las creaciones literarias fuera de las fronteras galas subraya bien esa tendencia ombliguista. Los vientos han ido cambiando y estas literaturas, por su calidad y empuje, han impuesto una dinámica diferente entre ese centro y la supuesta periferia.

En las latitudes europeas, Suiza y Bélgica, pese a su dificultad por afirmarse frente al peso y al alcance del prestigio literario de Francia, nos ofrecen figuras de gran talla como son el primer caso, Jean-Jacques Rousseau, Madame de Stäel, Charles-Ferdinand Ramuz, Rodolphe Toepffer, Blaise Cendrars, Nicolas Bouvier, Alice Rivaz, Corinna Bille, Jean-Marc Lovay, Monique Laederach, por sólo mencionar a algunos. Sus obras se inscriben en muy diversas tendencias, desde la exaltación del terruño y las raíces, hasta el cosmopolitismo sin fronteras, pasando por la confidencia psicológica, la meditación austera, la imaginación fantástica o la militancia social. En el caso de los belgas, el abanico es igualmente rico, si bien con matices diferentes. La secular convivencia con los Países Bajos imprimió un sello especial al temperamento del pueblo francófono. Para las jóvenes generaciones que vivieron el nacimiento del Estado unitario en 1830, el ``alma belga'' debía conjuntar los genes latinos y germánicos. Charles de Coster expresa ese sueño en La Leyenda de Ulenspiegel (1874), novela que podría verse como el texto fundador en el que se conjugan las dos identidades. La hibridación de estos dos pueblos y culturas no se ha consumado tanto como De Coster pudo desear, pero la huella de la sensibilidad nórdica ha sido lo bastante significativa y profunda como para que el simbolismo y el surrealismo belgas no sean asimilables a sus versiones francesas y que figuras como Maurice Maeterlinck, Emile Verhaeren, Georges Rodenbach o Paul Nougé, René Magritte, Christian Dotrement, ocupen un primer plano en esas corrientes, sin olvidar en el terreno de la literatura fantástica a un Paul Willems, a Jean Ray, Marcel Thiry o Guy Vaes. Mencionemos al azar otros nombres de escritores contemporáneos clave: Gaston Compére, Pierre Mertens, Michel de Ghelderode, Crommelinck, Claire Lejeune, Dominique Rolin, Henry Bauchau...

Luchando entre la atracción y el rechazo de lo que encarna la imagen cultural de Francia, los escritores y artistas o intelectuales, en general, de las regiones francófonas de Bélgica y Suiza continúan y enriquecen una herencia que sabe incorporar los valores de la tradición con las inquietudes del presente, el patrimonio local con los aportes venidos del exterior.

Mediante el Tratado firmado en París en 1763, Luis XV cede a la corona británica sus vastas posesiones en el norte del continente americano; esa fecha corresponde para los colonos franceses al inicio de un nuevo destino. A lo largo de más de dos siglos, la convivencia entre anglófonos y francófonos ha estado marcada por tensiones de diversa intensidad, sin menguar, sino todo lo contrario, la capacidad de resistencia a la absorción cultural y lingüística de la minoría quebequense. La llamada Revolución Tranquila de los años sesenta de nuestro siglo constituye el verdadero despegue de una literatura que, gracias a algunos pioneros de las décadas anteriores, se empeña en reivindicar el respeto a su diferencia, diferencia de un pueblo joven que reconoce sus raíces europeas, pero toma sus distancias frente al entorno anglosajón que la rodea así como a la hegemonía simbólica ejercida por la antigua metrópoli. Las voces de Paul Emile-Borduas, Gaston Miron, Jacques Ferron, Gabrielle Roy, Anne Hébert, Nicole Brossard, Michel Tremblay y de tantos más nos hablan en diferentes tonos y registros de una nueva realidad. El nuevo discurso de este pueblo no descuida ni el verbo poético ni la reflexión teórica, y el imaginario en el que abrevan la narrativa y la dramaturgia es un vasto entramado de tradiciones provenientes de los cuatro puntos cardinales. El paisaje cultural de Canadá y concretamente del Quebec contemporáneo resulta indescifrable si se pierde de vista la dimensión multirracial de su sociedad; la literatura recoge y refleja esa realidad y no son pocos los autores de procedencia extranjera que ocupan las primeras filas de la joven literatura francófona de Canadá: Emile Ollivier, Dany Laferrire y Sergio Kokis, por sólo citar a algunos.

Contemporánea de los primeros asentamientos formales de franceses en el nuevo continente, la ocupación de ciertas islas del Caribe desde la primera mitad del siglo XVII garantiza el arraigo del idioma francés en esas tierras. Haití se independizó en 1804, pero la lengua y la cultura francesas siguen gozando de gran prestigio entre las élites acomodadas y entre los intelectuales. A lo largo de casi dos siglos de vida republicana, que no libre y democrática, la isla ha sido cuna de grandes escritores, muchos de los cuales, aún en nuestros días, han tenido que optar por el exilio. Algunos de los poetas de la negritud, como Etienne Lero y René Laleau, fueron haitianos, al igual que el célebre Jacques Roumain, Jean-Price Mars, defensores de la escuela indigenista. Más cerca de nosotros, Jean Metellus, René Philoctecte, Franketienne, René Depestre, Emile Ollivier, desde la isla o en la diáspora, siguen recurriendo a la lengua francesa para hacernos llegar sus voces, y decimos que siguen recurriendo al idioma francés ya que la lengua materna y nacional es el creole y el 90% de la población sólo habla esta lengua.

La Guadalupe, la Martinica y la Guyana francesa compartieron hasta cierto punto la historia de las demás Antillas: escala hacia el continente en el comercio triangular entre çfrica, América y Europa, colonias de explotación agrícola, de régimen esclavista y población mayoritariamente africana. La continuidad del vínculo con Francia, aun después de la abolición de la esclavitud (1848) y del cambio de régimen administrativo después de la segunda guerra mundial, no ha logrado borrar el fondo común de estos pueblos nacidos del mestizaje. En la causa de la negritud se dieron cita el martiniqueño Aimé Césaire, el guayanés Leon Gontran Damas, junto a otros antillanos y africanos. La lengua francesa les prestó su voz para formular con acentos vibrantes y brillantes el reclamo del respeto a su diferencia y dignidad.

Varias generaciones han seguido, las que reivindican no su negritud sino su antillanidad, como sostiene Edouard Glissant y algunos de sus contemporáneos. La creolidad es la bandera que enarbola la siguiente generación al defender su derecho a la diferencia. Entre sus defensores figuran reputados novelistas como Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant. Pero sin tomar como criterio la posición ideológica, la lista de escritores antillanos, hombres y mujeres, es extensa y variada; aparte de los ya evocados, mencionaremos a algunos cuyos nombres ocupan ya un lugar incuestionable en las letras francófonas actuales: Xavier Orville, Maryse Condé, Daniel Maximin, Simone Schwarz-Bart, Jean-Claude Fignolé...

Antes de cambiar de tierras en este rápido vuelo en alas de las literaturas francófonas, conviene añadir que, junto a éstas, las literaturas en creole van cobrando importancia y ganando espacios en las zonas -Caribe y Océano Indico- donde esas variantes lingüísticas tienen una presencia real y oficial.

El progresivo desmoronamiento de los imperios coloniales iniciado desde los años cuarenta de este siglo y acelerado en las dos siguientes décadas, propició y marcó la eclosión de la literatura africana en francés. Tanto el Magreb -Marruecos, Argelia y Tunicia- como el çfrica sudsahariana han dado prueba de una vitalidad literaria asombrosa, sobre todo si se toma en cuenta que, en el primer caso, las campañas de arabización emprendidas a raíz de la descolonización auguraban un repliegue de las letras en francés. Por lo que toca a las excolonias África negra, su arribo más tardío al discurso literario escrito no permitía predecir una irrupción tan vigorosa en ese ámbito. El caso es que en ambas regiones surgen plumas geniales que saben rescatar las tradiciones sin dejar de analizar su realidad con ojos críticos, que reivindican su identidad sin cerrarse al diálogo con el otro, que conocen el poder de la palabra y saben hacer uso de ella para que las generaciones actuales puedan hacer una mejor lectura del pasado y del presente.

Figuras pioneras como la del argelino Kateb Yacine o marroquí Ahmed Sefrioui abren paso, cada uno a su manera, a una generación clave en la que destacan Rachid Boudjedra, Mohammed Dib y Driss Chraïbi. Las obras nacidas en el tránsito de los años cincuenta a los sesenta traducen el desgarramiento provocado por una sociedad injusta y asfixiante, denuncian los abusos del régimen colonial pero también la opresión ejercida por un islam desvirtuado, rígido e hipócrita. A estas voces se unen las de Albert Memmi, Assia Djebar, Tahar Ben Jelloun, Mohammed Kaïr-Eddine, Tahar Djaout, Malex Haddad, que alían el genio poético a la mirada penetrante y sin complacencias de un pueblo desgarrado entre la tradición y la modernidad, entre el dogmatismo y el espíritu crítico, entre el arraigo y el exilio, en pocas palabras, a punto de la esquizofrenia. Para la generación de nuestros días, llamada beur, ese mundo funciona más como el telón de fondo cultural que heredaron de sus padres, pero su realidad actual es la de la inmigración; su contexto inmediato es el de las grandes urbes del primer mundo con un rostro cada vez más multirracial pero racista y despiadado, y estos jóvenes se ven obligados a enfrentar los desafíos de tal contexto.

La lengua del antiguo colonizador, antes símbolo de opresión y enajenación, se convierte en instrumento de expresión de experiencias dolorosas pero también de movilización de energías, de búsqueda, de interrogación, de experimentación. La actitud a veces iconoclasta, frente a un código hasta hace poco tenido por inviolable, obedece en gran medida a la enorme vitalidad con que las jóvenes generaciones de escritores francófonos han venido a enriquecer la lengua francesa.

Por razones no siempre equivalentes, los escritores negros han participado de manera determinante en ese renuevo literario. La explosión de la negritud fue la primera manifestación del genio poético de la raza negra. La lengua francesa no sonó igual en el grito de esos jóvenes que se atrevieron a pasar de la voz a la letra. Junto a los caribeños Césaire y Damas, los africanos Leopold Sédar Senghor y Birago Diop afirmaron su derecho a la palabra y lo hicieron en un francés que supo plegarse a su sensibilidad. Sin romper el vínculo entre la oralidad y la escritura, la lista de voces negras se alarga. Desde Cheik Anta Diop, Amadou Hampaté Bá, Cheik Hamidou Kane, Tchikaya U'Tamsi, Soni Labou-Tansi, Ousmane Sembene, Mariama Bä y tantos más de las primeras generaciones, hasta los más cercanos a nosotros como Henry Lopés, Tierno Monenembo, Aminata Sow Fall o Calixte Beyala, las sorpresas son inagotables.

Como en el caso del Magreb, para los escritores sudsaharianos la literatura es el espacio que permite recuperar la sabiduría de la tradición y recrear un imaginario ancestral, pero también meditar sobre el presente, cuestionar la realidad inmediata, las injusticias. De este modo, la lengua francesa ha sabido plegarse y moldearse a las sensibilidades más diversas, expresar las historias individuales y colectivas más irrepetibles, las realidades más impredecibles. Pero lo más importante es que, cuando nos acercamos a estos mundos, no podemos menos de descubrir un fondo universal que nos hermana y en el que indefectiblemente nos reconocemos.