La Jornada Semanal, 12 de julio de 1998



Louis Jolicoeur

relato

Pudding Shop

Turquía es la capital de todos los ``orientalismos'' de la imaginería occidental. Aquí Jolicoeur, escritor quebequense autor de L'araignée du silence, Les virages d'Emir y de Saisir l'absence (Ausenciario, que será editado por Conaculta), al que pertenece este cuento, construye una crónica donde el asombro y el erotismo confirman que, confrontaciones aparte, Oriente sigue siendo una metáfora.

Estambul. Mediados de febrero. El sol plateado. Un humo espeso entre Santa Sofía y la mezquita azul, sin duda por los taxis antiguos y el frío. Gente por doquier, las aceras llenas de agujeros, esa mañana vi una rata en los baños del pequeño hotel atrás de la estación -``Can't do nothing'', dijo el hotelero con aire aburrido, aunque a mí sí que me provoca escalofríos en la espalda. Y cerca del palacio Topkapi, un anciano colorado que sopla en un extraño instrumento, con los ojos en blanco, seguido por otro que sale quién sabe de dónde con una jeringa larga apuntada hacia mí como un cetro o como un arma de películas de ciencia ficción, con la mera intención de perfumarme, como termino por comprender.

Después de una hora de caminar, con los ojos llenos de cosas nuevas e inquietantes, por fin encuentro el Pudding Shop.

Desde hace mucho tiempo espero este momento y también huyo de él. El Pudding Shop ya es un poco el Oriente, se dice por todas partes; aquí es donde el llamado de la India se haría más directo, más definitivo. Por lo menos es lo que los demás no han dejado de repetirme desde que salí de mi país -en Londres, en Hamburgo, entre Milán y Atenas. También lo pensaba día a día a medida que me acercaba a esta ciudad eslabón dejando madurar el fruto, ahorrando dinero y fuerzas en las ciudades y a través de las carreteras de Europa, sabiendo que Estambul -sobre todo el Pudding Shop- significaba el principio de la gran aventura.

Aplacé la fecha hasta hoy, sin estar todavía muy seguro de que mis escasos diecinueve años fueran lo bastante resistentes como para llevarme hasta la India impenetrable, pero aquí estoy, llegó el momento, ahí vamos.

Entro.

Al echar el primer vistazo pienso que es un café de lo más común y de pronto me siento más tranquilo. Sin embargo, aún no he visto el fondo del estrecho salón. Mientras lo hago, recuerdo que además se dice que, aunque el Pudding Shop es la puerta del Oriente, aquí también muchos sueños se frustran: algunos viajeros se ven ante la imposibilidad de continuar; la imagen de lo que les espera apaga de golpe su entusiasmo.

Entonces descubro que el lugar en donde me encuentro está cortado como con un cuchillo en dos clanes, de los cuales uno parece ser el espejo diferido del otro. En efecto, en un extremo están los que van a la India y, en el otro, los que regresan de allá. Los primeros vienen a ver a los segundos y éstos, claro está, se dejan mirar por los primeros. Recompensa de la gloria, orgullo de la hazaña realizada: vale la pena que haya un público.

Los aspirantes permanecen pegados a la puerta, cerca de la calle, listos para huir si el panorama se vuelve insoportable. En cuanto a los veteranos, en el fondo del salón -con la espalda contra la pared y las piernas estiradas, la voz lenta y natural, el aspecto decidido y desenvuelto-, parece que están solos en el mundo, pero con una soledad a la que sólo las miradas de los demás pueden dar forma. Unos tienen la cara de asombro del niño ante el gigante, boquiabiertos y con los ojos brillantes, incluso no tratan de esconderse; los otros tienen la mueca perspicaz, los ademanes mesurados de quien posee la verdad, y una manera de fumar tan definida y relajada que a uno le parecería ver un arte adquirido por medio de largos estudios -¡orientales desde luego!

Si bien la división entre los dos clanes es muy evidente, el elemento que contribuye en mayor medida a distinguir a los veteranos de los aspirantes, y a suscitar el asombro de estos últimos, es indiscutiblemente la vestimenta.

En efecto, este elemento no deja lugar a dudas. Por un lado: jeans, chamarras y alpargatas; por el otro: pijamas, bombachas, dhumbas, saríes, chilabas, túnicas, faldas sobre faldas sobre enaguas, aretes en las orejas, en la nariz, en las cejas, tilaks en la frente, anillos en los dedos de las manos y de los pies, collares multicolores, pulseras en las muñecas, en los antebrazos, en los tobillos, gorros musulmanes, tibetanos, birmanos, chinos, flecos, trenzas y moños, sandalias, zuecos, botines, chalecos, tatuajes, chales, bordados, juegos de pipas, de shiloms, de pajillas, de cucharas, semillas de betel, beedees, recipientes de cobre, inciensos, maderas de sándalo, pachulí, sin mencionar los cuerpos flacos, los tics, las toses, los ojos rojos, amarillos, grises y las erupciones, las alergias, las escoriaciones.

En pocas palabras, el exotismo. Y todo cuanto hay para impresionar al neófito.

Estoy en el Pudding Shop desde hace una hora; observo estupefacto, a pesar de la irritación, a los que regresan del Este y ya sé que voy a irme. Y si me pregunto el porqué de todo esto, el espectáculo, la comedia, no puedo dejar de sonreír pensando en que dentro de seis meses o dentro de un año quizá voy a encontrarme en el mismo lugar, del otro lado del salón, contra la pared, dejándome observar a mi vez.

Sí, sé que voy a irme, que el preludio ya empezó, que lo extraño de Estambul no significa nada comparado con lo que vendrá, que los viejos automóviles americanos y la agitación de la primera ciudad del Oriente pronto cederán el paso a la calma del desierto, a la elegancia lenta y silenciosa de los hombres de la estepa, luego a pueblos ricos y antiguos, a exuberantes valles, a las montañas más extraordinarias del mundo. Sé que la soledad que existe en esta ciudad no se parecerá a la de los grandes espacios, que la incomprensión lingüística será distinta cuando incluso los ademanes no signifiquen lo mismo.

Sentado frente a la calle en el Pudding Shop, aislándome del café y de su fauna, pienso en lo que se avecina, que incluso comienza en este instante, y sólo entonces, entre los observadores y los observados, descubro un tercer grupo de individuos. También tienen el aire vagamente inspirado de los grandes viajeros, pero es obvio -no llevan chamarra ni gorro birmano, tampoco mochila- que no van al Oriente ni regresan de allá.

Estarán de paso en Estambul por otras razones, me digo. Escucho sus palabras, miro sus rostros. Observo que en lugar de detenerse en el fondo del salón o dejarse ver fumando con descaro su beedee están ahí para hablar de negocios, comercio, trueques, historias turbias -que parecen confundir con la aventura-, lo que quizás explica su presencia en ese lugar. Platican sobre OCDE, el Banco de Suiza, el comercio de armamentos, piedras preciosas, caviar del Mar Negro, opio, alfombras, marfil.

Pero a pesar de que en el Pudding Shop nadie ríe -no se bromea con el espectáculo-, éstos están mucho más serios que todos los demás. Asimismo, están recelosos, aunque después de todo estén ahí para ser vistos -pero seguramente la desconfianzan también debe mostrarse. Todo está dispuesto con arte y menosprecio, sobre todo ante la ictericia granujienta de un italiano que bebe a sorbos, un poco más cerca de ellos, un té de color indefinido. En definitiva creo que son alemanes y sin embargo hablan inglés, sin duda para los espectadores, pese a que corren el riesgo de que agentes del gobierno turco estén en el lugar, como se escucha decir tras las bambalinas de este deambulatorio semioriental -pero quizás esto es lo que encarece el mercado del espectáculo.

Sea lo que sea, los miembros del tercer grupo me miran de reojo hasta que dos de ellos se levantan y se acercan a mi mesa; luego me abordan para preguntarme a fin de cuentas si quiero ir a buscar joyas a la isla de los Príncipes, en medio del Bósforo, asegurándome que de ese modo pagaría fácilmente todo mi viaje al Oriente. Digo que no y por fin entiendo por qué la extraña gente del tercer grupo se instaló en el café: ¡en efecto ahí se encuentra una magnífica clientela ávida de emociones y de jugosas divisas!

¿Acaso tengo un aspecto tan neófito? Sin embargo, no vine desde tan lejos para jugar al Rimbaud en Abisinia, Rimbaud a secas me es suficiente, es mi libro de viaje, el único por falta de espacio, está en mi mochila, no se lo doy, no lo doy a nadie, les dejo Abisinia.

Los alemanes regresan a su mesa y abordan a otro jovencito solitario en busca de un poco de exotismo; me dedico a escuchar la música a veces oriental o a veces reminiscencia de los años sesenta, la de la primera ola de viajes a la India, que ya nos parece lejana en nuestros días. Así se perfilan poco a poco Kabul, Katmandú, Goa, Puna, lo opuesto del Go-West-Young-Man, el loco espejismo de las musas del Oriente centelleando como tantos sueños frustrados.

Me voy del Pudding Shop y me dirijo hacia mi pequeño hotel, atrás de la estación. En el camino me acuerdo de la rata que vi esta mañana en los baños, pienso en todas las caras que acaban de desfilar frente a mí y vuelvo a ver al músico con los ojos en blanco, luego al extraño hombre que avanzaba hacia mí blandiendo su jeringuilla, con los ojos brillantes frente a mi rostro asustado, para ofrecerme una buena dosis de perfumes afrodisiacos y embriagantes mientras me imaginaba, fatalista, que iba a encajármela.

Pensando en todos los acontecimientos del día, preludio de muchos otros escalofríos por cierto, más o menos tranquilos, me detengo en un café más local que el Pudding Shop. Tomo un raki con unos viejos turcos que me preguntan por un instante para qué continuar más lejos si aquí hay todavía tanto por descubrir. Intercambio sonrisas mudas con los hombres que me rodean; poco a poco comprendo que la esencia de este viaje no es tanto conocer cosas o gente sino desarrollar el sentido de la metáfora. Y por el momento la metáfora última es la del Oriente, un Oriente infinitamente lejano, donde ya no tendría que confrontar dos mundos porque uno de ellos estaría tan lejos que ya ni siquiera pensaría en él salvo al verme quizás en el espejo en la mañana, pero, incluso así, la familiaridad de mi rostro debería salvarme de la incongruencia de verlo en un lugar tan extraño, sin que por ello sea necesario disfrazarme de cliente con aire aburrido del Pudding Shop.

Eso es lo que pienso este último día en la metrópoli turca, unas horas antes de irme al Oriente verdadero, en el mes de febrero de 1977, convencido de que el tiempo sólo existe para ser estirado hasta la médula y que volverá a ser palpable y lineal cuando por fin yo haya sentido que el círculo vuelve a cerrarse.

Tomo un plato de albóndigas de carne de res y arroz que señalo con el dedo, mascullando las contadas palabras de turco que aprendí de casualidad desde que estoy en este país de paso, y pienso en todos aquellos con quienes me crucé en el camino, en los encuentros efímeros de los últimos meses, en la falta de una mujer y de ternura, en aquellos que están más lejos, la familia, los viejos amigos, de los que en cierto sentido me siento el emisario en estas regiones que tal vez ellos no verán jamás.

Cuando ya tarde vuelvo a mi hotel, cansado aunque plenamente satisfecho, siento que de algún modo mi viaje quizá ya se ha cumplido y que sólo falta que los días y los meses transcurran lentamente, sin prisa, antes de que pueda regresar.

Traducción: Silvia Pratt