La Jornada Semanal, 12 de julio de 1998



Rachid O.

relato (fragmento)

Mi tío


Rachid O. nació en Rabat, Marruecos, en 1970. Escribió también L'enfant ébloui, publicado en 1995. Este conmovedor fragmento sobre la experiencia iniciática pertenece al libro Plusieurs vies, publicado por Gallimard (Folio) en 1996.

Poco importa el número de veces que pienso en él: una vez, dos veces o trescientas veces al día, él está ahí. Yo lo amaba, y mi padre también. Su aparición no dejaba de ser como una fiesta. Siempre sorprendente, tan grande, tan delicado, y, por encima de todo, tan guapo. Su belleza se asemejaba a todo lo que venía de él y a todo lo que él podía decir. Su vida era tan elegante, le parecía a mi padre. El recuerdo que me viene, al pensar en él, y afortunadamente para mí porque eso transforma para bien su muerte, que fue insoportable para mi padre y para toda la familia (por egoísta que parezca esto, me gustaba este razonamiento, buscar este recuerdo de cuando yo era chico; me habría gustado que hubiera algo que reconfortara a mi padre como a mí, que él también tuviera un recuerdo que pudiera hacerle bien), es que, cuando lo esperábamos en la casa, reconocía su manera de tocar, y brincaba sobresaltado para correr a abrirle la puerta. Inmediatamente me apoderaba de él, a pesar de mi estatura pequeña en relación con la suya, para acurrucarme contra él y abrazarlo, llegar a unir mis brazos alrededor de su cintura, lanzándome sobre él con la poca fuerza que tenía, golpeando su vientre con mi cabeza; eso no le dolía y yo sentía sus duros músculos abdominales, y el único efecto era que me daba cuenta de que a él no le desagradaba.

Adoraba a mi tío, y me encantaba la forma en que las mujeres hablaban de él; casi todas bromeaban y hacían juegos de palabras insinuándosele, porque él era especialmente guapo; decían que les habría gustado casarse con él, tener a alguien como él en lugar de sus maridos. Mi tía, la mujer de mi padre, soñaba en casarlo con una hija que ella tenía en mente. ƒl estaba la mayor parte del tiempo con nosotros. Era soltero y sin familia. Me acordaba, aunque era muy joven, de que mi tío llegaba a estar triste, lo que era sorprendente para todo el mundo, él, que daba alegría a la casa. Su presencia era peculiar: cuando era niño me parecía que el aire se condensaba a su alrededor; era algo que yo no alcanzaba a definir, que sólo se sentía, un olor. ƒl llegaba y, con su ingenio, hacía reír a todos, mientras que yo, sentado en sus rodillas, estaba todo el tiempo pegado a él. Me parecía que él y mi padre se asemejaban psicológicamente. De niño, me parecía que se asemejaban a secas, físicamente y todo, pero más tarde entendí que era algo mental, moral. ƒl me llenaba de todo: de dinero y de regalos, él también, y de amor.

Sólo un poco más tarde me di cuenta de que me atraía mucho. Lo que me gustaba de él, sentado, eran sus rodillas musculosas. Que su presencia era para los demás un gozo y me hacía evocar algo más particular, sólo lo comprendí también posteriormente. Me encantaba ir a su casa, ya fuera acompañándolo (lo que me sucedía con frecuencia, pues mi padre me lo permitía, y encontraba cualquier pretexto para ir a su casa, toda ocasión era buena para mí), ya fuera sin él, para buscarlo y decirle que viniera a la casa, con nosotros. El resto de mi familia casi nunca lo visitaba: sólo ocasionalmente, cuando se enfermaba -sin hablar de ello, mi padre lo sentía-, algo de lo que yo nada más oía hablar; todos iban a ayudarlo y a tratar de llevarlo a la casa para que se aliviara más rápido. Y es por eso que mi tía pensaba que habría sido bueno casarlo.

Sin decírmelo, mi padre consideraba que yo ya era bastante grande, y yo también, y me arrojaba hacia mi tío, con amabilidad. Mi padre estaba convencido de que yo tenía un poder para ayudarlo. Hacía tiempo que yo no lo veía; no sabía de qué se trataba, pero comprendía que algo bastante grave lo llevaba a encerrarse. Me daba mucho miedo al preguntarme cómo iba a acercarme a mi tío y miedo al evocar en seguida un recuerdo que, me parecía, había echado a perder la relación que tenía con él en mi niñez, cuando estaba muy cerca de él, como nadie más en la familia. Ese recuerdo casi hacía que me avergonzara de mostrarme a él, como si no lo hubiera visto desde ese día, aunque sí lo había visto después, sólo que la relación se había enfriado, o, más bien, me había vuelto frío y me había alejado de él.

Debía tener diez años, ya no sé, de hecho, cuando toda la familia fue a casa de una de mis tías que celebraba un matrimonio en el campo, donde nos quedamos dos noches. Mi tío iba con nosotros. En la noche de bodas, los hombres acompañaban tradicionalmente al novio al hammam. Mi padre quería llevarme con él; aunque yo veía que para él era una molestia ir, parecía aliviarlo mi compañía, pues no era precisamente afecto a ese tipo de ceremonias. Mi tío nunca iba al hammam porque el calor le afectaba al corazón. Me dieron ganas de quedarme con él. Yo creo que mi padre se sintió conmigo por eso. En el momento en que partieron todos, me escondí en la azotea, esperando a que se fueran. Podía verlos desde arriba, en el patio, y ver a mi tío, que le decía a mi padre: ``Yo me encargo de él, lo voy a bañar conmigo.'' Yo estaba contento porque había conseguido lo que quería; fue una época en que tenía un frenesí por estar con mi tío, a quien no me cansaba de ver; mi mirada siempre estaba clavada en él; o cuando él estaba de pie, caminando de acá para allá, sólo mis párpados se movían, siguiéndolo. Me fascinaba.

Bajé de la azotea inmediatamente y le dije a mi tío: ``Me escondí para quedarme contigo.'' Tenía ganas de bañarlo, una experiencia que sentía que me hacía falta, verlo desnudo, completamente desnudo. ƒl me miró y me dijo que no había sido amable con mi padre, pero se veía consternado. Entré corriendo a una pieza que era un pequeño hammam tradicional para la gran casa. Era muy hermoso, una pieza con una bóveda y dos grifos en la pared, uno caliente y otro frío, que goteaban en una pila. Lo que me encantaba era que había eco, y cuando mi tío cantaba, su voz resonaba por todas partes. Era un recuerdo muy apacible. Mi tío quería bañarme primero y secarme, vestirme, y después ocuparse de él, bañarse con más calma.

Una vez que terminó conmigo, le supliqué que me dejara quedarme cerca de él, prometiéndole portarme bien. Al cabo de un momento, ya no aguantaba estar sentado en el suelo, aunque de hecho era muy hermoso verlo bañarse, un espectáculo que yo podía observar mucho tiempo, mucho mucho tiempo, su cuerpo grande y sólido que se demoraba tallando, o el jabón blanco sobre su piel morena. Sólo lo veía de atrás, sentado en un taburete de madera, un pequeño taburete, y los movimientos de sus músculos con el esfuerzo que hacía. Se quitó la trusa, cosa que no había hecho desde el principio, como si mi presencia lo intimidara, mientras que yo estaba encuerado, y tal vez de pronto le pareció que eso ya no era un problema, o simplemente ya se le había olvidado que me encontraba ahí. Y desde ese día, me gusta el hueso que corona la raya de las nalgas, no sé cómo se llama; en él era evidente y eso me impresionaba, una mezcla de sentimientos; me llamaba la atención y me chocaba; era sensual a la vez. Comencé en seguida a tocar el mío, si tenía uno igual, pero no sentía gran cosa.

Tenía la impresión de que podía aprovechar la alegría que él manifestaba al cantar, y me arrojé contra él, pero por el frente, suplicándole que me dejara cepillarle el pelo con shampoo. ƒl se dejó hacer, siempre sentado en su taburete y yo de pie. Pero sólo lo hacía por complacerme. Yo no dejaba de peinarlo, varias veces, de pasar un tiempo que debía ser molesto para él, pues nos moríamos de calor y de vez en cuando me hacía beber agua en una taza de cobre. Su cabeza llegaba a la altura de mi torso e incluso se pegaba a mí. Para dar por terminado mi baño, se levantó bruscamente, alzándome en sus brazos. Con frecuencia me lo hacía. Pero ahí, en esa pieza, nuestras carcajadas eran más hermosas. Comprendí que había que detenerse ahí y dejarlo terminar su aseo solo.

No logré abandonar a mi tío durante casi toda la noche, aunque vinieron varias veces a decirme que tenía que ir a jugar con los chiquillos o incluso a cenar con ellos en una pieza que se reservaba a los hijos de los invitados. Me aferraba a su mano cada vez que querían arrancarme de él. La mayor parte del tiempo, mi padre estaba junto a nosotros. Yo no trataba de entender lo que ellos decían, lo que podían contarse; el hecho de estar entre ellos me bastaba. De vez en cuando, alzaba la cabeza de derecha a izquierda para mirarlos, como si necesitara asegurarme de que seguían ahí. La fiesta había terminado y la cena también, y era el momento de acompañar a los recién casados a otra casa que no quedaba lejos. El cortejo dejaba la casa a pie. Al caminar, me aferraba al dedo de mi tío, entre la multitud; caminaba con él, y recuerdo siempre el momento en que su dedo se me zafó; en un momento ya ni siquiera encontraba a mi tío. Era de noche, tarde, el camino no estaba tan iluminado. La idea de estar ahí, perdido, me hacía llorar; es una sensación que, cuando me veo de nuevo en ese momento, siempre me hace sentir miedo.

Uno de mis familiares fue a recogerme para llevarme con mi padre, quien se había quedado en la casa donde había sido la fiesta. Me hice merecedor al regaño de mi padre, que me obligaba a dormir. Le rogué que me dejara quedarme en la recámara que le habían dado a mi tío, afirmando que él estaba de acuerdoÊen que durmiera con él. Pasé un rato con mi padre afuera, tomando el aire, los dos sentados en una piedra, una gran piedra cerca de la casa. La recámara estaba ocupada por una cama y, en un rincón, en forma de L, había dos colchones. Mi padre me acostó en uno, después de habérmelo preparado para dormir en él. Me quedé con los brazos cruzados mirando el techo, en espera de que mi tío entrara. Tenía muchas ganas de dormir en su cama. El tiempo de espera me parecía largo; tenía la impresión de haberme desvelado hasta muy tarde, y sobresaltándome oía los pasos de mi tío acercarse a la puerta. Quería hacerle una broma y esconderme detrás de la cortina, poder hacerlo reír para que cediera y me dejara pasar la noche, si no en la misma cama, al menos en la misma recámara que él.

No duró mi sonrisa de diversión, de orgullo por la broma que iba a hacer; me sorprendió oír otra voz, además de la de mi tío. De momento, no supe cómo comportarme, y no entendía nada. La cosa duraba y varios ruidos se mezclaban, en los cuales me perdía sin distinguir nada, excepto algo que inmediatamente me dio miedo; tenía la impresión de que había cambiado bruscamente el tono de la persona que repetía sin parar: ``Me importa un carajo, quiero dinero.'' Había detenido mi respiración y tiritaba debido al frío que entraba por la ventana entreabierta atrás de mí. Yo trataba de observar entre las cortinas, y veía un hombre que detenía a mi tío por los hombros jalándole la ropa. Mi tío me daba la espalda. De vez en cuando, veía un cuchillo que se movía bruscamente en la otra mano del tipo. Esta situación me era extraña, provocaba en mí un miedo nuevo; empecé a sollozar en silencio hasta que ya no pude contenerme. Dejé de tener control sobre mí y aún no sé en qué momento me decidí a gritar: ``¡Tío, tío!'' El tipo se sorprendió por mi salida, no supo de dónde venía yo. Huyó corriendo. Me precipité hacia mi tío por detrás, abrazándolo por la cintura. Sólo más tarde me di cuenta de que ese momento había durado mucho tiempo, en silencio, y que mi tío se había quedado inmóvil, fijo en su lugar.

``¿Todavía no te duermes?'', me dijo. Y yo, con la cabeza pegada a la cintura más hermosa que haya visto, le contesté: ``No, te estaba esperando. Mi papá me dejó aquí.'' Me dio gusto que no reparara en la otra cama donde yo debía dormir y que mi padre me había preparado, como si fuera lo más normal que durmiera a su lado esa noche. Nos metimos a la cama, y yo me acurruqué contra él, dándole la espalda; él me estrechaba por completo con un solo brazo. Yo era muy chico, y él, inmenso. Conservé los ojos abiertos durante mucho tiempo a la oscuridad, en una mezcla de temor y gozo: temor de que el otro volviera, pero muy contento de estar ahí y de que mi tío viviera, y estuviera cerca de mí. ƒl se levantó un instante sin avisarme y yo entendí que era para asegurarse de que el otro ya no estuviera en esa parte de la casa. Me hizo sentir de nuevo bien que regresara a la cama. Le pregunté si el otro estaba ahí, e inmediatamente lamenté haberme entrometido, pues estuve a punto de terminar en otra recámara; mi tío me dijo que durmiera en otra parte, que estaría mejor. Me abalancé sobre él, que estaba acostado boca arriba, suplicándole: ``No, no. Déjame quedarme contigo.'' Sentí algo muy húmedo entre mi vientre y el suyo. Le pregunté con un tonito burlón, como si yo ya fuera grande y debiera regañarlo o hacerlo reír: ``¿Te orinaste?'' Pero la sustancia era espesa. De inmediato, me tomó de los brazos con todas sus fuerzas, con sus dos manos, y me arrojó al otro lado de la cama: una vez más me había metido en lo que no debía. (Ese recuerdo era el que me hacía sentir avergonzado al ir a su casa, cuando ya era más grande.)

En la mañana, me levanté mucho más tarde que él; al abrir los ojos lo encontré sentado en el borde de la cama, mirándome. ƒl lloraba y al mismo tiempo me tomaba el rostro y me besaba por todas partes. Yo no entendía nada de lo que me sucedía ni por qué él actuaba así. Sólo me repetía: ``No le digas nada a nadie, y mucho menos a tu padre.'' En mi estupidez, esperaba que mi padre lo evocara y dijera ``Oí ruidos ayer'', para tener la oportunidad de no repetir nada de lo que había sucedido la víspera y probar mi discreción, para corregir todo lo que había hecho, que me parecía desastroso. Me habría sentido orgulloso de complacer a mi tío, de poder comportarme mejor esta vez.

Traducción: Luis Zapata