Hermann Bellinghausen
Entreentre y entre

Los primitivos se visten con plumas
y se ponen máscaras para espantar al /enemigo.
Lo que los asusta es no morir.
Lo que los asusta es no vivir.

T. Bone Burnett

¿De qué ángulo del dolor miraría en adelante esa libertad, tan parecida a la soledad que la acompañaba desde cuándo? Así imaginó de niña la vida de los adultos, como si a ella no le fuera nunca a suceder. ¿Más soledad que la suya, desde cuándo? Ahora, en esa encrucijada al calce de su cuerpo, cumplidos hasta los pies los saldos del amor, el trabajo y la edad, se adentraba, doliente y todo y sin darse cuenta, en lo mejor.

Bien se dice que quien ha conocido el amor verdadero ya puede morir cuando sea, y eso, ella sabría, da una libertad inmensa pero terrible pero suficiente.

A pesar de su bárbara juventud, ya sería mayor que un nombre largo como Constantinopla o Estocolmo, con años y hasta siglos (dos) para regalar. Y poseería la vieja experiencia de la entrega a algo o alguien, y lo que es perderlo.

¿Cuánto cuesta aprender a sobrevivir? No hay escuela que lo enseñe, ni libro, ni marido. En esto, ya aprendió ella, o se es autodidacta, o no se es para nada.

¿Desde qué ángulo de la alegría miraría en adelante el amor, tan parecido a la soledad que la acompañaría ya entonces? Venir de un gran amor es siempre duro. Quedan las obras.

Lo habían hecho. Ella y los otros. Lo habían conseguido. A la luz de unas cuántas lunas inconstantes, lo habían tenido todos entre sus manos, habían conocido ese raudo triunfo del espíritu que consiste en hacerlo impecablemente bien.

En este mundo horrible abundan los privilegios odiosos y acaparados, pero hay unos mejores y compartidos, dignos de todo, como el privilegio del arte, así, colectivo como lo habían hecho; de esas experiencias que a la postre convencen hasta a los más convencidos cioránicos de que quizás valga la pena vivir. Los grupos danzantes, los coros, las troupees de histriones y el resto de las soledades compartidas y murales que dan las oportunidades del arte, bien valen un esfuerzo doble y triple; no son todo pero dan la talla. En su verdad, lo hacen sentir a uno que la condición humana puede ser mejor. Que tiene sus ratos.

Ahora enfrentaría otro momento, una manera menos colectiva de la soledad. El recogimiento del sobreviviente.

El primer entre de la vida con la muerte se da al nacer. Luego, así se siguen, entre entre y entre, entre agarrón y agarrón. Y todas las veces, menos una, gana la vida. Marcador que a la larga no está nada mal.

Pero ese dolor exquisito ¿qué lo quitaría? ¿Con qué cara podía aspirar a algo más? Motivos de agradecer, si hubiera a quién, le sobraban.

No obstante, se sentiría inconforme, dolida, sedienta de más. Vencía el remordimiento de querer todavía más, como si no llevara suficiente, y la ahogaba desear. Es mentira que la edad aplaque.

¿Ambición? ¿Costumbre? ¿Necesidad? ¿Mera locura? Se reduciría a mucho menos que eso. Sencillamente, no planeaba aburrirse. Sobrevivir, sabía, consiste en irse inventando asuntos, encuentros, caminos y pretextos que mantengan acción en la máquina de soñar, y de los sentimientos. Y que esa intensidad sostenida sirve para irla pasando.

Mirara donde mirara, encontraría que no existe la posibilidad del miedo. Y ese conocimiento, como la soledad, el amor y la alegría, le permitiría comenzar. Y ella, que comenzó tantas cosas más importantes o graves que esa, sabría que lo mejor son los comienzos, aún los pequeños comienzos, por múltiples razones que ya ni mencionar. Total, uno de nada sabe cuánto vaya a durar. Y hasta 5 minutos pueden ser eternos, suficientes, abrumadoramente... todo. ¿Y qué es la soledad, sino una modesta manera de acompañarse siempre?

Hay quienes juegan por la fama.
Hay quienes juegan por la paga.
Y todavía hay quien sólo juega
por el amor a lo que juega.

T. Bone Burnett