Hasta hace muy poco tiempo los eventos electorales, sobre todo aquellos locales que se percibían competidos, llamaban la atención por ser ocasión para medir la voluntad política. El estado del arte de la democracia se leía en las elecciones. La incertidumbre que generaban era prácticamente absoluta. El misterio residía en las formas del proceso, en las modalidades de la resistencia, en los grados de conflictividad del litigio postelectoral, y de manera secundaria, la incertidumbre era sobre quién ganaría. En muy poco tiempo los parámetros han cambiado.
Hoy contamos con procesos electorales que cumplen con lo fundamental, si bien son perfectibles, hoy la incertidumbre se ha traslado a donde siempre debió haber estado: los resultados electorales.
Y este tránsito le ha supuesto a los partidos nuevos retos. Ya no basta estar entrenados en escrutar el viejo laberinto de la desconfianza y poder recorrer ese litigio, ya sea defendiendo el proceso, ya sea impugnándolo, hoy es necesario presentarse a las urnas con candidatos competitivos, y con ofertas claras. Y esta obviedad democrática parece tomar por sorpresa a los partidos. No parece casual que hoy todos los partidos estén revisando las formas de selección interna de candidatos, y cotidianamente intenten precisar sus ofertas.
El PRI ha ensayado con éxito hasta el momento la consulta directa a las bases, pero como no dispone de padrón interno, ello se ha traducido en consulta abierta a la ciudadanía. De esa manera no sólo ha podido movilizar a sus cuadros aún antes de que inicie la campaña formal, sino que ha podido hacerse de un intrumento de disciplinamiento interno que hasta ahora ha podido evitar fracturas. Si bien no es la fórmula única, la de la consulta sí es la más novedosa.
El PRD por su parte también mantiene un amplio menú de modalidades para seleccionar a sus abanderados, en los que sin embargo siempre se reconoce la voluntad de la dirigencia; así es posible desde la reconversión express de la beligerancia antiperredista a la inmaculada condición ciudadana (Zacatecas), hasta las intervenciones centrales que impulsan algún veto particular (Veracruz).
Y ahora el PAN, que aparecía como la institución mejor equipada para dirimir sus conflictos internos, está por iniciar una reflexión para modificar sus procedimientos. En principio la idea es abandonar el formato de las convenciones para ensayar una consulta más amplia para definir a sus candidatos.
Lo que parece común en las tres formaciones es hacerse de mecanismos más eficientes para producir contendientes competitivos. Paralelamente desarrollan el esfuerzo de precisar su oferta, y los debates en el congreso son una buena vitrina para asomarse a la precariedad que existe en esa materia. Es decir, sin duda hay principios doctrinarios en todos lados, la experiencia ausente ha sido la de trasladar dichos principios a discusiones más pragmáticas.
Así, cuando los procedimientos electorales se hicieron menos inciertos, lo que ha quedado al descubierto ha sido la gama real de opciones. Y en ese sentido el balance está lejos de ser promisorio. En la etapa por venir, ya no bastan formaciones equipadas para el debate procedimental, urgen, además, buenos candidatos, principios y una mayor solvencia técnica para encarar los grandes temas nacionales. De otra suerte el arribo de la normalidad democrática pudiera ser recordado como una época en que se reveló la improductividad política y la pobreza conceptual de los actores que construyeron la normalidad. Ojalá pronto la madurez de las instituciones creadas, se vea correspondida con un atributo similar de parte de los actores.