El poder, todo tipo de poder, cali- fica como ``mal'' a la fuerza in- dividual o social que pretenda cuestionarlo. En el caso del Estado neoconservador-neoliberal (tanto da), predomina la creencia de que las filosofías del cambio niegan la democracia y que la lucha social conduce al estatismo, la demagogia y el populismo. Ello suena paradójico, pues la lucha por el cambio aspira a conservar lo permanente, empezando por el derecho a la vida. Entonces, pensar la realidad individual o social es pensar la trama del cambio y del poder.
La paradoja es vieja y se remonta a la Grecia antigua, cuando el pensamiento reaccionario de raíz orientalista de Parménides (lo que existe es el ser, el uno indivisible e inmóvil, lo que es) choca con el progresista occidentalista de Heráclito (el río-la vida fluye, cambia, deviene). Esta idea es la que en la modernidad alimentará el pensamiento de Hegel, que influirá en su discípulo Marx y en Federico Engels: nada permanece, nada es en modo definitivo, todo nace para destruirse. Pero cuando el Hegel maduro cosifica la historia en la monarquía por estamentos de Guillermo II, Engels le reprocha su contradicción entre ``método'' y ``política'' (Feuerbach y el fin de la filosofía alemana, 1886).
Y es que en política, los nudos reflexivos se rompen cuando empieza la discusión sobre el poder. No es posible vivir sin poder. Empero los individuos y grupos sociales que lo encarnan entienden el poder como suerte de devenir espontáneo que sólo ellos pueden manejar. Rehúyen la discusión del poder de quién o con quiénes y reducen su noción a la autoexpresión y a la dominación. Esta concepción subestima a quienes se organizan desde abajo y que, por su fragilidad inicial, intentan dialogar con lo establecido, actualizar capacidades, mejorar condiciones materiales y salvaguardar la propia identidad. El vínculo directo entre identidad y poder se niega y en su lugar irrumpe el chantaje político (te oigo ``siempre y cuando...'') o castas muletillas del tipo ``democracia sin adjetivos'', que es sofisma y charlatanería de chicas palacio.
Tomemos el ejemplo del liberal Domingo F. Sarmiento (1811-1888), contemporáneo de Benito Juárez y Justo Sierra. En Viajes, el argentino apunta: ``... Las ideas no se concilian: las conciliaciones en derredor del poder político no tienen más resultado que suprimir la voluntad del pueblo para sustituirla por la voluntad de los que mandan''.
La cita, que en su rol de militar y estadista Sarmiento cumple a rajatabla, encierra una verdad inobjetable. ¡Si lo sabrán los banqueros modernos que trastocan el mensaje de San Pablo a los Corintios: ``Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder''! (1, 4:20).
``Manda quien puede y obedece quien quiere'', reza el dicho popular. De ahí que la arbitrariedad del poder se atrinchere, antes que en la propia fuerza del Estado o de las élites, en la fragilidad moral de quienes lo aceptan sin resistencia. La experiencia de los ``socialismos reales'' lo demuestra. Cosificado bajo la forma ``dictadura del proletariado'' el marxismo fue burocracia y represión, asifixió el progreso revolucionario, mató las filosofías del movimiento y engendró una confusión terrible: la revolución como negación absoluta de lo existente.
Sin dudas, el fortalecimiento de la democracia puede romper el nudo. Pero con la hegemonía del pensamiento neoconservador y su concepción infantilizadora de la lucha social, cunde la creencia de que los pueblos apenas fueron víctimas de los ``metarelatos''. O sea que debemos limitarnos a mirar el pasado con oligofrénica serenidad, ``sin estridencias'' y evitar que el presente nos devore en los ``excesos de la retórica''. ¿Y el futuro? ¡Este tipo de pensamiento destruye cualquier posibilidad de futuro! Cautivo de la ilusión negadora del movimiento, el neoconservadorismo-neoliberalismo desacredita el rol de la conciencia y de la capacidad creadora de los hombres, atornillándolos en instituciones cuyo propósito inconfeso es el totalitarismo de nuevo cuño, vía credit card.
Es por eso que el intelectual o el político neoconservador-neoliberal sólo debate con gente de su ``nivel'' y con los sponsors académicos que ponderan sus calculadas dosis de ``ecuanimidad'', metidas a la fuerza en la exciting third world culture, donde lo que menos importa es la suerte de los jodidos.
Naturalmente, el grado de violencia de las distintas variables de la megalomanía dependerá de las vueltas de tuerca que el Estado aplique para asumirse como incuestionable. De tal suerte que cuando fuera de su talento literario o político el intelectual neoconservador-neoliberal supone que la democracia consiste en preguntar al tendero de la esquina su opinión sobre cualquier cosa, incurre en lo que detesta y critica: la demagogia populista. Y esto pasa por leer demasiado.