Olga Harmony
Crónica de una tuerca, un tornillo y un cornudo

Respondí con retraso a lo que, mucho me temo, sea la última invitación que recibo de la Coordinación de Teatro y Danza de la UNAM. Digo esto, porque al último estreno una Secretaría de Comunicación --que me imagino sustituye a la anterior de Prensa-- me envió uno de esos pases dobles de cortesía para asistir a funciones entre semana que suele otorgarse a los estudiantes y que, por supuesto, no se destinan a la crítica. Espero que haya sido un error de los nuevos funcionarios de la institución y paso a referirme al nuevo texto de Luis Eduardo Reyes.

El dramaturgo juega con momentos muy detectables de la picaresca para elaborar una crítica política y de costumbres. Su historia está contada a través de varias épocas, con referencia a nuestros cinco sentidos --aunque ésta no sea excesivamente clara-- y presenta una clásica historia de cornudo, en que al principio y al final se escenifican, de manera muy libre, sendos cuentos de El Decamerón (la narración 3» de la 3» jornada y la narración 6» de la 7» jornada), pero en la que podemos constatar influencias molierescas, como podría ser por ejemplo la idea que los culpables, asistidos por la criada, implantan en la mente del cornudo de que acaba de despertarse de un mal sueño. Resulta notable el uso que Reyes hace del lenguaje en cada época, lo que es uno de los mayores méritos de su texto.

Si Bocaccio eligió la época de la peste para contar sus historias de burgueses y poner en solfa, de paso, la corrupción de una Iglesia cuyos abusos entonces resultaban intolerables, Luis Eduardo Reyes escoge nuestra tormentosa historia para también, a través de una anécdota de alcoba que se desliza por casi dos siglos, dar un ácido cuadro de costumbres que no evade atacar la moralina eclesiástica y de grupos como el de Provida, mostrando la doble moral de la burguesía (que no cambia desde que Bocaccio la desenmascarara con extremo regocijo) lo que es una de las vertientes de la obra. Pero el verdadero blanco de la sátira es ese personaje --y quizás la idea de convertirlo en cornudo de farsa picaresca sea acentuar su lado ridículo-- que se ve a sí mismo como el tornillo y la tuerca del sistema, oportunista nato que cambia de bando a cada vuelta de los acontecimientos, perpetuado en ese hijo, ya educado en Harvard, que continuará con el interminable discurso que lo acerca a las instancias del poder. Junto a él, el amante, hipócrita ayudante suyo, se irá encumbrando en la carrera del arribismo, como suele ocurrir con los nuevos ``privados'' de los mandarines en turno.

Se trata de un texto inteligente y divertido, plagado de alusiones picarescas, que no siempre encuentra su exacta traducción escénica. Aunque la dirección de Enrique Rentería tiene muy buenas soluciones, como es el tránsito de una época a otra, o las diferentes maneras teatralizadas que el coito asume en distintos momentos, caben muchas dudas. La primera, que dando crédito de movimiento escénico a Dagoberto Gama y de coreografía a Irma Montero, no se entiende del todo en qué haya consistido su dirección, sobre todo si se toma en cuenta que sus actores están impostados en farsa, como debe de ser, y que por lo tanto el cuidado de ellos es muy sencillo. Por otra parte, algunas propuestas suyas resultan gratuitas, como el hecho de que la criada, en la primera escena, escriba el discurso de su amo, lo que lleva a pensar que tiene algún objetivo, lo que no es cierto; o el desnudar poco a poco el escenario subiendo la cámara negra hacia el final, simbolismo que se me escapa. Por otra parte, hay que acreditar una buena musicalización de Fernando León y, sobre todo, un excelente vestuario diseñado por Angeles Moreno.

Paso a otro asunto. En un conmovedor homenaje a José Enrique Gorlero, a pocos días de su fallecimiento, sus amigos decidieron llevar a escena su último, inconcluso, montaje, Al pie de la letra, de Oscar Liera. Martín Acosta cuidó los últimos detalles, José Zepeda y Fernando Moguel producen y muchos otros apoyan la escenificación. Desde aquí me uno a ese homenaje.