Horacio Labastida
Presidencialismo y estado de derecho

En la medida en que un sector de la sociedad concentra una gran proporción de la riqueza mientras al resto llegan ingresos menores o de subsistencia, las consecuencias de tal situación propician el surgimiento de un poder dominante orientado a mantener y fomentar el estado de cosas prevaleciente. Claro que el fenómeno del presidencialismo es muy complejo y nace en función de las circunstancias de cada época histórica, pero su raíz central está en dicho desigual reparto del producto social, incluidos los bienes de la cultura, cuyas gravitaciones se ven muy influidas por la capacidad económica de los distintos estratos de la sociedad: es más fácil a un hijo de familia acomodada llegar a niveles de educación superior que al de una familia pobre, porque ésta tendría que resolver casi insuperables problemas para que uno de sus miembros fuera sostenido por los otros durante un largo periodo de la vida.

Pero hay más. La bonanza de la alta clase facilita su organización y toma de conciencia del papel que desempeña en la colectividad, o sea de la enorme importancia que para sus intereses tiene el poder político; al contrario, la toma de conciencia de sus derechos es lenta entre las clases de inferior capacidad material, resultando que a pesar de formar las mayorías de la población, su influencia política es mínima, desorganizada y anárquica cuando la inopia se convierte en desesperación. Por tanto, el dispar goce de la riqueza entre los distintos grupos sociales gesta uno afluente y mejor definido en sus metas, y otros, los indigentes, agrupados débilmente manejan a las veces objetivos confusos en las luchas sociales. Ahora bien, la confluencia de opulentos y menguados con la fuerza de los primeros y la debilidad de los segundos, condiciona la aparición de una sociedad política constituida sobre todo por ricos y altos burócratas, dominante y generalmente opresiva, y una sociedad civil de clases medias y trabajadoras con escaso vigor para influir en los mecanismos de las decisiones gubernamentales.

En las condiciones descritas se ha cultivado el presidencialismo mexicano, a pesar de los sentimientos democráticos del pueblo. La atmósfera popular de la Insurgencia y el federalismo de 1824, hizo posible por efecto absurdo al Santa Anna cargado de armas y dinero de las élites de entonces, que arrasó la inicial democratización planteada por el movimiento ilustrado de nuestros primeros tiempos, al imponer el decenio centralista que concluyó con la Revolución de Ayutla y su Constitución liberal de 1857, burlada y negada también durante la dictadura porfirista; y luego de la revolución nacionalista y democrática que sancionó el Constituyente de 1917, Obregón y Calles primero y enseguida el civilismo presidencialista iniciado en 1947 pusieron y han puesto en marcha el autoritarismo que por hoy ahoga al país.

Las cosas son claras en nuestra historia política. Por un lado cuenta la persistente aunque débil vocación democrática que busca convertir a México en una nación justa y digna, en el marco esencial del Estado de derecho expresado en nuestras cartas magnas fundamentales; el Decreto Constitucional de Apatzingán (1814) y las Constituciones de 1824, 1857 y 1917; y por el otro lado se encuentra el presidencialismo autoritario militarista o civilista que ha suplantado de facto al Estado de derecho con instrumentos policiales, castrenses y acatando el mando de las castas de gran aptitud económica que desde el siglo pasado se han adueñado de la riqueza nacional, castas hoy impulsadas por la lógica del capitalismo trasnacional y de los poderes políticos metropolitanos que lo representan; esto explica por ejemplo el enorme peso que ha tenido Washington sobre nuestros gobiernos desde el siglo pasado hasta los finales de la actual centuria.

Obvio es que los problemas que nos abaten son muy diversos: crisis económicas con sus terribles efectos de desempleo, mala educación primaria y media, escasez de recursos científicos y tecnológicos, más heroicos que eficientes movimientos de las masas y casi cotidianos efectos depresivos en los niveles de vida, aunque esta explosión multifacética de penurias es un reflejo superficial de las contradicciones profundas que existen entre la democracia, el Estado de derecho y la autocracia antidemocrática y contraconstitucional que sustancia las operaciones del presidencialismo. No se puede ocultar el sol con un dedo. El camino de la salvación nacional es la organización de las mayorías, su toma de conciencia y el llevar a la práctica la verdad de la democracia y el Estado de derecho; el camino opuesto es el de nuestro ya secular presidencialismo autoritario.