La Jornada viernes 17 de julio de 1998

Sergio de la Peña
El submundo de Hugo Xavier Velásquez*

El siguiente texto, tal vez el último que escribió Sergio de la Peña, es reflejo fiel de su amor por la vida, de sus preocupaciones más hondas, de su pasión frente al arte y a la organización de los hombres en sociedad, pero, ante todo, de su pensamiento y sensibilidad extremos, que ese hombre sosegado y brillante llevaba en su interior como un volcán en perpetua erupción. Por eso, Sergio de la Peña cultivó con delectación una gama amplísima de amistades y cosechó afectos multiplicados en todos los ámbitos por los que transitó, que hoy, cuando su presencia se ha vuelto recuerdo, nos reconcilian con la intensidad de la vida y del amor que tanto prodigó.

Historia de la muestra

La historia de esta muestra comenzó hace mucho tiempo. Tal vez un antecedente que se debe destacar fue cuando se trasladó Hugo Xavier Velásquez a Chiapas para ocupar el puesto de Rosario Castellanos llevando teatro guiñol en las comunidades indígenas de los Altos. Lo menos que sucedió fue que tuvo un contacto intenso y diferente con las culturas indígenas a través de una rica experiencia que se sumó a la pasión que ya traía de mucho tiempo atrás por las viejas culturas que nos asedian en México como una segunda realidad a flor de piel y de tierra, siempre dispuesta a saltar al frente en la vida cotidiana al menor impulso. Es por entonces y por esos caminos, que Hugo se sumergió en el submundo indígena y su variante mestizo. Hoy la muestra que nos presenta es también, en cierta forma, una suerte de ajuste de cuentas de Hugo con su pasado.

Dice el ceramista, con razón, que estamos ante una muestra de objetos producidos, no ante una instalación integrada por objetos encontrados, lo que es importante para apreciarla. Y en verdad, a excepción del tezontle, que da testimonio de la importancia central del fuego en la creación de los objetos de la muestra, los demás son producto de voluntad e inteligencia, de intención y esfuerzos creativos, y sobre todo de talento, de mucho talento. El resultado de esa combinación de méritos humanos aplicados a transformar materias primas y fuego en una pieza de cerámica, es un nuevo objeto que reclama un sitio en el mundo.

La muestra

Es inescapable la evocación del submundo indígena y su mezcla con otras versiones occidentales que genera ricas variantes mestizas en México. La vereda que recorre la muestra de la obra de Hugo Xavier Velásquez puede sugerir a alguno una aproximación figurada de las entrañas de la tierra. Sin duda habrá a quien el conjunto le evoque en alguna medida el Infierno de Dante, a través de elementos que se podrían encontrar en alguno de los círculos del averno que imaginó el poeta. Pero a diferencia de aquel infierno, y de otras versiones occidentales, como esencia del submundo cristiano, la atmósfera creada por Hugo no está cargada de terrores, amenazas de castigos y de torturas insoportables, ni de hecho hace referencias infernales. Más bien hay una influencia sutil del submundo indígena, que se forma en un gran campo de pruebas que debe enfrentar el difunto durante cuatro años para alcanzar finalmente el noveno círculo de descanso, más espacios privilegiados destinados a los guerreros muertos en combate o por sacrificio, y el reservado a las mujeres que mueren de parto.

Cuentan las virtudes para estar en cada espacio pero también la circunstancia de la muerte, en contraste con la idea del infierno cristiano y sus misterios, que se mezclan para formar el mestizo. En todo caso la influencia sutil y de trasfondo de la muestra proviene del submundo indígena y mestizo.

Pero las evocaciones que nos despierta la muestra a los espectadores surgen de los objetivos y una manera de mostrarlos, que provienen de una larga búsqueda plástica y del vigoroso mestizaje cultural que no acaba con la mezcla indígena y occidental, sino se suma en este caso el gran peso oriental de la cerámica Stoneware o Gres. Son formas extrañas de piedras, máscaras erosionadas, flores inmensas y bocas dispuestas a cualquier exceso. La muestra le permite al espectador descubrir lo que parecen mensajes íntimos, que pueden ser tiernos o terribles, según lo que cada quien traiga dentro.

Hacer piedras

Hugo habla del hacer cerámica en cuanto a capturar un espacio al imponerle límites mediante el barro y convertirlo al quemarlo. El resultado es una nueva forma, un nuevo objeto en el universo, creado mediante la combinación de arcillas, tierras, agua y fuego. Del esfuerzo de Hugo y sus productos que integran la muestra, destacan sobre todo las extrañas piedras. El atrevimiento del autor de crear piedras en un lapso de apenas algunas semanas, es infinito, siendo que la naturaleza demanda miles o millones de años para hacer las suyas.

Las piedras de Hugo son tal vez el eje de la muestra y la esencia de la contradicción creativa que la caracteriza. En verdad el concepto de piedra aparece contradictorio aun en la naturaleza. Así lo demuestra el que en nuestro estrecho mundo humano, delimitado por el alcance de nuestros sentidos y la imaginación, la piedra es de lo más perdurable y sólido que conocemos. Sin embargo en el centro misterioso de la tierra, donde el fuego se reproduce a sí mismo, la piedra es líquida e incandescente, no hay aire que según nuestra experiencia cotidiana es la pareja inseparable y vital del fuego, y hay una luz enceguecedora donde debería de reinar la oscuridad más completa, según nos dictan nuestros sentidos.

El tiempo

La expresión de la idea del tiempo es una de las preocupaciones del ceramista. Hugo relata que su interés y hallazgos que se plasman en la muestra, se iniciaron con la contemplación de piedras que encontraba aquí y allá en su deambular por el mundo. La piedra que le llamaba la atención, la recogía, y ya en su taller, la contemplaba con frecuencia, le daba vueltas sin fin, con la expectativa de descubrir sus misterios y formas infinitas. Su colección de piedras creció. Un día decidió reproducirlas, copiarlas. Más adelante empezó a alterar algo en cada nueva versión que creaba, quitándole o añadiéndole elementos, texturas, formas o colores. Un buen día tomó la decisión de abandonar todo vínculo con las piedras originales de la naturaleza, y crear las suyas propias.

Fue a través de este proceso que descubrió que tendría que capturar otro aspecto de primera importancia para concretar en piezas de cerámica la idea de piedra. Se dio cuenta de que su aspiración sólo la podría alcanzar si plasmaba en la cerámica el proceso orgánico del paso del tiempo. Para lo cual se propuso captar las huellas de su paso aprovechando otra vieja experiencia.

Hace más de 30 años, por alguna causa, llegó a manos de Hugo una rica colección de moldes de barro de baja temperatura para hacer máscaras de cartón. Sus moldes representaban una gran variedad de personajes. Eran docenas de moldes que acumuló en la azotea del viejo taller de Tacubaya, ya que no disponía de ningún otro espacio para ello, lo que por cierto creó una grave amenaza contra la precaria estabilidad del techo. La escena era asombrosa con una montaña de rostros de El Catrín, El Valiente, muchos diablos, el cura, la bella, hechos en barro, que contemplaban el mundo con ojos vacíos. Pero nada era demasiado asombroso en medio de los fuegos intensos de los hornos, uno de los cuales casi siempre estaba encendido, y que nos convocaba a numerosos amigos, como Alberto Isaac, Carlos Payán, Horacio Durán, entre muchos otros, para platicar, compartir la vida en los años sesenta, y algunos hasta hacíamos cerámica. Ahora recuperó Hugo, en cierto sentido, esa otra experiencia, al recurrir a la creación de máscaras marcadas por la erosión obtenida mediante marcas con agua sobre el barro fresco, para figurar un efecto de paso del tiempo.

Todo, hasta el recorrido de la muestra, se acaba. Pero a su término queda la sensación de que podemos repetir el recorrido y obtener emociones diferentes en cada ocasión.

* Texto incluido en el catálogo de la exposición El otoño en el * jardín, del ceramista Hugo Xavier Velásquez, que ayer se * inauguró en el Jardín Borda de Cuernavaca.