Néstor de Buen
Los hacedores de leyes

En mis años en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la UNAM -que poco después, al nacer el doctorado en derecho en 1952, se convertiría en facultad-, cuando estudiaba los temas centrales y en particular el muy importante del nacimiento de las leyes, pensaba que éstas eran el producto de la labor casi exclusiva de los legisladores. Cuando mucho de alguna aislada iniciativa presidencial superada siempre por la labor intensa y provocativa de los diputados y los senadores.

Con el tiempo y esa pequeña lluvia de experiencias que se van acumulando, muchas veces en aras de la anécdota, llegué a la conclusión de que, al menos en México, las leyes no las hacían los legisladores sino que venían hechecitas desde los rumbos presidenciales con un evidente origen en los jurídicos de las secretarías de Estado y con la bendición final del abogado de la Presidencia. Lamentablemente los señores legisladores no eran otra cosa que levantadedos automáticos.

Confieso que no me hizo mucha gracia esa conclusión que rompía con el bello esquema de Montesquieu de la división de poderes, sustento principal de la democracia.

Lo curioso del caso es que, con más experiencia, alguna personal, llegué a la conclusión de que no existía en la Presidencia un mago hacedor de leyes sino que, a su vez, se alimentaba de la labor intensa de muchas personas interesadas.

Mi conclusión fue que el procedimiento legislativo -o reglamentario en el caso- es absolutamente complejo. Las leyes deben venir del fondo de la sociedad.

En España, en 1979, la Unión General de Trabajadores y la Confederación Española de Organizaciones Empresariales firmaron un acuerdo interconfederal que el gobierno de Adolfo Suárez convirtió, a través del Parlamento, en ley: el Estatuto de los Trabajadores de 1980. Es un fenómeno sintomático de las realidades actuales, y es que hoy los grandes temas sociales se alimentan de consultas y foros públicos, de tal manera que la última parte sea, logrados los consensos de los partidos, un simulacro de acción legislativa.

Sin embargo, la integración actual de la Cámara de Diputados, con ese equilibrio inestable de las tres minorías, ha devuelto a los legisladores populares, para envidia de sus colegas los senadores, la capacidad de discusión. Ya las leyes no valen sólo por la firma de la iniciativa. Se tienen que ganar paso a paso. Y en el caso de la LFT nadie puede olvidar que los dos proyectos en juego son producto de la labor parlamentaria.

La reforma en movimiento a la LFT no podrá prescindir del trabajo y la colaboración de todos. Tendrá que ser el resultado de un camino seguido por todos.

Los encuentros que ya se están llevando a cabo entre los llamados, con sentido del humor negro, sector obrero y sector empresarial, bajo el cobijo gubernamental y con la inteligente abstención del gobierno de presentar un proyecto propio, alimentan los temas centrales: mejoría de las condiciones de trabajo y de la productividad; libertad sindical con abstencionismo estatal en lo colectivo; jueces de lo social o laborales, como gusten llamarlos, y una revisión importante de los organismos encargados de los salarios y de las utilidades. Y a esa discusión, que sigue su camino por separado en los foros promovidos por la Cámara de Diputados, habrá que incorporar sin duda las opiniones de quienes desde la cátedra o del litigio, o simplemente de los medios, o desde la experiencia de juzgar, son parte importantísima en la puesta en marcha de las reglas de juego.

En este caso particular, sin embargo, la tarea final, el protagonismo de verdad, habrá de corresponder, quizá como nunca, a los diputados y senadores que tendrán las muy abundantes últimas palabras, que es muy probable que sean palabras fuertes.

En el largo camino se pondrán de manifiesto muchas diferencias encorchetadas que poco a poco se tendrán que ir eliminando. No faltará la inteligencia para resolver ese gran pacto colectivo. Pero lo cierto es que estamos ante la oportunidad de un espléndido ejercicio democrático. Ojalá que no lo echemos a perder.