En algunos países, como Estados Unidos, la relección del presidente es constitucional y la renovación del titular del Poder Ejecutivo no plantea problemas institucionales precisamente porque, en teoría, el poder no se personaliza y el gobierno es considerado (y denominado) una administración.
En cambio, en naciones donde el equilibrio entre los tres poderes existe, pero es mucho más formal que real, el Ejecutivo es el ``más igual de los iguales'', como decía Orwell, y puede actuar casi a su antojo en la determinación de la línea y hasta de la composición de los otros poderes. Tal es el caso de Argentina y Perú, países en donde no sólo las respectivas cortes supremas han sido reorganizadas por la presidencia, que ha logrado imponer en ellas a los magistrados fieles, sino que también el Congreso es dirigido a distancia por el primer mandatario, quien utiliza la mayoría gubernamental como una máquina de guerra. Para colmo, como sucede en las naciones gobernadas por individuos o regímenes autoritarios con fachada democrática, el Ejecutivo no es una rama del Estado, compuesta y equilibrada por el gabinete ministerial más el presidente y, en su caso, el vicepresidente, sino que se identifica con una persona omnipresente y omnipotente: el Señor Presidente, como lo denominaba Miguel Angel Asturias.
En esta legalidad a medias, la Constitución parece de hule, pues el poder la estira y la aprieta a su antojo, incluso con la justificación leguleya del apoyo a la violación de la Carta Magna por una mayoría parlamentaria dócil o por jueces nombrados ad hoc. A los golpes de Estado sui generis, como el realizado por Alberto Fujimori con el fin de disolver un parlamento hostil para gobernar con el apoyo de las fuerzas armadas y después preparar su primera reelección modificando la Constitución, o a las prácticas antidemocráticas disfrazados con reformas a la Ley Suprema para permitir relecciones sucesivas, como las que intentan ahora Menem y el propio Fujimori, la sociedad opone su resistencia y su repudio. Si se anulan los límites legales de la continuación de un poder unipersonal, a fin de favorecer a un individuo o a un grupo, se borran también las reglas del juego político, se vulnera la institucionalidad para la conveniencia de quien, desde el mando, se pone por encima de toda ley, y se lesionan los contrapesos jurídicos, políticos y sociales, sin los cuales no existen ni garantías ni democracia.
La pretensión de trastocar la legalidad constitucional y las reglas de la vida política civilizada en países como Argentina o Perú para permitir la relección continua de los presidentes en turno es preocupante, porque implica un retroceso hacia épocas de autoritarismo extremo y de condicionamiento del destino de las naciones a los designios de una persona o de un grupo de poder, las cuales se pensaban superadas con el establecimiento de sistemas democráticos en las naciones latinoamericanas. Como se desprende de las declaraciones del ex presidente uruguayo Bordaberry --quien no sólo violó la Constitución de su país y gobernó como títere del sector castrense, sino que afirmó que volvería a hacerlo-- y de las aspiraciones releccionistas de Menem y Fujimori, el pasado autocrático podría no haber sido superado. Por ello, corresponde a los ciudadanos, sin importar el país del que se trate, poner un alto a los manoseos de las Constituciones y defender la institucionalidad democrática de los embates regresivos de quienes presuponen que la ley puede ser modelada a su antojo.