Bárbara Jacobs
Vidas encontradas

Siempre hay una carga ultrasensible que provoca la explosión, lo quieras o no. Si Gauguin no hubiera acudido al llamado de Van Gogh, existe la probabilidad de que Van Gogh no se habría dado un tiro en el pecho. Gauguin era inquieto de por sí, y no escondía su inseguridad. Pero, en calidad de maestro de Van Gogh, era el fuerte de los dos, el ordenado, el que conocía sus propias motivaciones. ``No soy escritor -insistía-. Me gustaría escribir como pinto mis cuadros, es decir, siguiendo mi fantasía, persiguiendo la luna y encontrando el título mucho después''.

Gauguin nació en París en 1848, hijo de un periodista que murió pocos años después. Huérfano de padre, con su madre y hermanos Gauguin emigró a Perú, en donde pasó su infancia acogido, acogidos, por parientes con buena posición económica. Pero Gauguin regresó a Francia. Se enroló en la marina mercante y, antes de cumplir 30 años de edad, ya había sido, además, corredor de bolsa con éxito; ya se había casado, ya tenía hijos. Sin embargo, tras su primera exposición, en 1876, optó por abandonar todo esto para entregarse exclusivamente a pintar. Padeció pobreza, cambió con frecuencia de domicilio, y por fin se fue a Provence. En Bretaña fundó una colonia de artistas que lo seguían en sus teorías, y ahí empezó a recibir llamados insistentes de Van Gogh desde Arles. ``Cuando llegué a Arles -atraído finalmente por el entusiasmo amistoso y sincero de Van Gogh para que fuera a fundar un estudio que él presidiera-, Van Gogh estaba tratando de encontrarse a sí mismo, mientras que yo, que era mucho más viejo, era ya un hombre maduro''.

Gauguin ya había pasado un tiempo también en la Martinica, la isla en las antillas menores; ya sabía que, poeta o no, podía vivir sin una mujer al lado, sin que por eso no las amara. ``En la vida se sufre, pero también se disfruta, y por breve que haya sido este goce, es lo que se recuerda''.

Un buen misterio de la vida del hombre lo constituyen sus motivaciones, pero nada nos impide tratar de adivinar, si no las propias, al menos las ajenas ni, tampoco, arriesgarnos a exponer el resultado de nuestras averiguaciones. ¿Qué llevó a Van Gogh al suicidio? Lo quieras o no, existe un detonador final.

Gauguin advirtió que convivir con Van Gogh no sería fácil. Van Gogh tenía una personalidad tan fuerte que, observó Gauguin, no tenía miedo a los demás y no era testarudo; es decir, era lo suficientemente dócil para aprender de alguien a quien él considerara maestro. ``Sin perder una pizca de su originalidad, aprendió de mí una lección provechosa'', comenta Gauguin, y Van Gogh, ``mi Van Gogh, pareció adivinar todo lo que tenía en sí, y el resultado fue aquella serie de efectos de sol y más efectos de sol a plena luz''. Pero Van Gogh se fue volviendo cada vez más brusco y ruidoso, recuerda Gauguin; periodos que alternaba con largos silencios. Durante varias noches, advertido por un extraño instinto, Gauguin despertaba sobresaltado y sorprendía a Van Gogh en el acto de levantarse y dirigirse hacia la cama de Gauguin. ``¿Qué te pasa, Vincent?''. Bastaba con que Gauguin de hecho lo confrontara con una pregunta como ésta para que Van Gogh se pacificara y volviera a su propia cama en donde, en cosa de segundos, quedaba profundamente dormido.

La convivencia no duró más de tres meses, que a Gauguin le parecieron interminables. Se le ocurrió retratar a Van Gogh mientras éste pintaba unos arados. ``Sí; soy yo -admitió Van Gogh al ver el retrato terminado-; pero un yo que se ha vuelto loco''.

En el Café, Van Gogh de pronto arrojó a Gauguin la copa y su contenido de ajenjo; Gauguin logró evitar el golpe; sacó a Van Gogh en brazos; cruzaron la plaza Victor Hugo y, una vez en casa, Van Gogh durmió profundamente hasta la mañana siguiente. ``Creo recordar, querido Paul, que anoche te agredí''. Gauguin decidió salir a caminar solo ``a lo largo de los senderos bordeados de laureles en flor''. Estaba casi del otro lado de la plaza cuando oyó, detrás de sí, unos pasos familiares que lo seguían, ``cortos, rápidos, irregulares''. Se dio vuelta en el momento en que Van Gogh se abalanzaba sobre él, con una navaja abierta en la mano. ``La mirada que le lancé debió tener gran poder, pues se detuvo y, agachando la cabeza, comenzó a correr hacia la casa''.

Gauguin pasó la noche en un hotel, agitado, sin poder dormir. A la mañana siguiente, al acercarse a su casa y toparse con la multitud que la rodeaba, entre gendarmes y un inspector de policía, supo que, mientras él intentaba conciliar el sueño, su amigo se había cortado la oreja y, en cuanto logró contener la sangre y amarrarse la cabeza, había ido a regalar la oreja al portero de un prostíbulo cercano a la casa. A partir de entonces Van Gogh vivió recluido en manicomios, pintando, en los lapsos en que recuperaba la lucidez. Años después, en la última carta a Gauguin, le dice: ``Querido maestro, después de haberte conocido y causado sufrimiento, es mejor morir en un buen estado mental, que en uno degradado''. Se pegó un tiro en el pecho y murió unas horas más tarde, recostado en su cama, fumando su pipa, escribe Gauguin, ``en completa posesión de sus facultades mentales, lleno de amor por su arte y sin odio hacia los demás''.

Por su parte, Gauguin vivía ya en Tahití, en los mares del sur, asqueado de la hipocresía de Europa, rechazado por la crítica, supuestamente feliz, preparado para irse a Atuana, en las Marquesas, y morir, a los 55 años, en Polinesia, cerca del mar.