La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998



Lynn Suderman

ensayo

Un relato aleccionador

Nuestro conocimiento de la literatura canadiense anglófona se reduce, generalmente, a la mención de dos nombres: Margaret Atwood y Michael Ondaatje. En este artículo, la escritora y crítica Lynn Suderman nos pone al día en el quehacer múltiple de una ficción cuyos temas han dejado de ser la identidad, el paisaje o la experiencia inmigrante.

Cada otoño en Queen Street West, el epicentro de moda en la más poblada ciudad de Canadá, Toronto, la calle se cierra al tránsito de vehículos. La Palabra en la Calle, el popular festival literario, se apodera de la vía con cientos de kioscos, cada uno repleto con libros de pequeñas y grandes editoriales. Enormes tiendas de campaña se levantan en los estacionamientos y se instalan sillas plegables. El público se encarama de forma incómoda mientras escucha ya sea la lectura que hace Anne Michaels de su poética novela Fugitive Pieces, ganadora del Orange Prize, o a Nino Ricci recitando un pasaje de Lives of the Saints, ganador del premio Governor General de novela en 1990.

En medio de este literario cuerno de la abundancia, más de cien mil personas se empujan en la calle para comprar los más recientes libros en pasta dura de sus autores favoritos; después hacen cola durante horas para que se los autografíen.

En el plano internacional, los escritores canadienses son de igual modo afortunados. En 1993, Carol Shields ganó el Premio Pulitzer por The Stone Diaries. En 1996, el ambicionado Oscar de la Academia para la mejor película, fue otorgado a El paciente inglés, basada en la impecable novela del mismo nombre de Michael Ondaatje. A Fine Balance, y Alias Grace, de Rohinton Mistry y de Margaret Atwood, respectivamente, fueron nominadas para el prestigioso Booker Prize de la Gran Bretaña, en 1996. Y los derechos de la extensa saga familiar de Ann-Marie MacDonald, Fall On Your Knees, se han vendido en todos los grandes mercados internacionales, incluyendo Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña. El libro será traducido al español y publicado en este otoño por Grijalbo-Mondadori.

La actual e inestable situación de la literatura canadiense ha producido una suerte de atolondrada admiración en quienes leen y escriben. ¿De dónde vino este éxito? ¿Por qué tantos y tan prestigiosos editores están dando enormes adelantos por los derechos de traducción? Y luego, cuando se publica la lista de nominaciones en lengua inglesa para un prestigiado premio literario, uno, a veces dos autores canadienses, son quienes lo obtienen.

A pesar de sus enormes dimensiones, Canadá es un país pequeño. Su número de habitantes no es mayor que el de la ciudad de México. Cultural y políticamente se encuentra desgarrado en su historia: como colonia británica de un lado; como un puesto francés de avanzada de otro, y en su proximidad geográfica con los Estados Unidos.

A estos factores se suma el hecho de que esta es una nación de inmigrantes. Ya sean canadienses de Europa del Oeste, de la quinta generación o nuevos inmigrantes de Europa del Este; panasiáticos; del subcontinente indio; de çfrica o de Sudamérica, cada ola sucesiva de inmigración aporta nuevas tradiciones, nuevas preocupaciones y nuevas influencias literarias.

Con toda esa riqueza cultural, no fue sino hasta finales de los años ochenta que los escritores canadienses fueron leídos masivamente, tanto dentro del país como fuera de él. La razón de ese prolongado silencio es simple: la población era reducida, pero el país, grande, así que promover escritores dentro de Canadá requería de una enorme inversión financiera de parte de editores no comerciales. Un apoyo local en cualquier asunto cultural es el primer paso para un éxito más amplio. No importaba qué tan grande fuese su visión; como resultado, estos autores fueron más bien leídos por públicos regionales. Internacionalmente esto condujo a crear la reputación de que la literatura canadiense era ``coloquial''. La etiqueta era un menosprecio, aunque de muchas maneras estaba bien fundada.

Durante la primera parte del siglo XX, la narrativa canadiense reflejaba el lado oscuro del realismo. Hubo algunas producciones de calidad dentro de esta brutal literatura de inmigrantes: la prosa era magra, los personajes siniestros, las ideas de futuro y de esperanza... bueno, olvidémoslo. Libros como Wild Geese, de Martha Ostenso y Settlers of the Marsh, de Frederick Philip Grove, mostraron a todos los interesados que la vida era cruel y amarga, y que Canadá era una fría e imperdonable tierra baldía.

No era que todos los escritores canadienses fueran inmigrantes obsesionados por la aridez de su nuevo país; era sólo que proyectaban su alienación hacia el exterior: hacia el paisaje y las barreras culturales, más que hacia adentro, en una exploración personal e interpersonal. ¿Y el público? Bueno, se aferraba a leer libros canadienses porque pensaba que le hacían bien, como la medicina, más que porque fuera algo que disfrutara.

Las excepciones, desde mediados de siglo hasta los setenta, fueron garbanzos de a libra. Robertson Davies, el patriarca de la literatura canadiense contemporánea, escribió novelas terrenales y estruendosas que fueron tan divertidas como importantes. Margaret Atwood y Margaret Lawrence pintaron a sus heroínas muy modernas, inteligentes y dadas a la aventura. Mordecai Richler, el ``niño malo'' de las letras judías de Montreal, nos regaló una rebelión urbana en la caracterización de su más recordado personaje, Duddy Kravitz.

Tal fue el legado que escritores y lectores recibieron mientras entraban en la impetuosa y culturalmente transformadora década de los setenta.

Puerta con puerta

Con nuestros vecinos, la industria editorial de EU se había vuelto cada vez más monolítica. Esto dio pie al primer movimiento concertado para fundar los cimientos del arte en Canadá. El modelo europeo de programas de becas para escritores a gran escala se había recortado, aunque aún servía para crear una base financiera que permitiera a autores y editores practicar su oficio. Margaret Atwood y Michael Ondaatje, por sólo mencionar a dos, admitieron, de buena gana, que habían podido hacer sus carreras gracias a varios programas de becas municipales, estatales y nacionales.

Los programas no sólo reconocieron el mérito de alentar un clima propicio a los escritores; también estuvieron de acuerdo en la necesidad de crear un público. Los programas de becas se establecieron para que las editoriales sacaran los libros, financiaran giras del autor a través del país, costearan la publicidad y, en una palabra, dieran el aviso al público de que existía un gran animal llamado literatura canadiense. Sin embargo, el dinero no podía comprarlo todo. Los escritores continuaron luchando contra la imagen de ser una pandilla aburrida cuyo objeto era producir una suma infinita de libros acerca de la alienación y a propósito de la inhóspita tierra del Canadá. Eso eran, sin duda; pero dos cambios fundamentales se estaban produciendo.

El primero surgió dentro de la comunidad editorial. Jack McClelland, de McClelland & Stewart, ``deliberadamente hizo de la edición algo sexy y emocionante'', dijo un agente literario de Toronto en un artículo reciente en el Globe and Mail, un diario canadiense de alcance nacional. Otros editores siguieron el juego. Lejos quedaba la idea británica de que la promoción del libro, de alguna manera, iba en contra del mérito artístico de un trabajo. Había llegado el momento de darle una probadita al temerario estilo comercial estadunidense.

El segundo cambio fue un número creciente de mujeres escritoras dispuestas a apoderarse de temas típicamente canadienses para hacerlos suyos. La teoría feminista y el espiritualismo ilustraron los libros de escritoras ya consagradas: Surfacing, de Margaret Atwood y The Diviners, de Margaret Lawrence, fueron no sólo libros cautivadores: transformaron nuestra propia opinión acerca de la experiencia canadiense. A fines de los 70 y principios de los 80, el número creció. Aritha Van Herk publicó The Tent Peg, donde hacía la crónica de la búsqueda de identidad del personaje principal en un campo prospector del norte de Canadá. Pero esta vez se trataba de una búsqueda muy sexual y llena de humor. La novela de Joy Kogawa, Obasan, era una muy controlada descripción de la dura experiencia canadiense-japonesa durante la segunda guerra mundial.

Aunque las mujeres fueron más aclamadas y se convirtieron en embajadoras extraoficiales ante el mundo, algunos escritores importantes continuaron trabajando en los cimientos de su propio e inminente estrellato. Michael Ondaatje, Mordecai Richler y Robertson Davies publicaron libros exitosos, así como el tres veces nominado al Premio Booker, Brian Moore; Timothy Findley, W.P. Kinsella y Rudy Wiebe. A fines de los 80, leer literatura canadiense ya no era un deber cultural. La experiencia de la inmigración y el aislamiento social se mantuvieron crónicos como (me atrevería a decir ``importantes'') temas, pero ya templados por un creciente sentido de identidad nacional y por una mayor convicción de que los canadienses merecían un lugar en la escena internacional.

Y entonces, en los 90, todo se lo llevó el infierno. Una joven generación de escritores desechó la noción de que escribir era un arte superior, lo mismo que pertenecer a cualquier vieja escuela literaria, fueran cuales fueran sus valores: Evelyn Lau, una niña de la calle, ex prostituta de Vancouver, publicó Fresh Girls and Other Stories, una colección de lujuriosas y sombrías viñetas. Sus personajes hacían el amor todo el tiempo, tomaban drogas y generalmente llevaban sus vidas hasta el límite. El libro Generation X, de Douglas Coupland -que no fue más que una onda, un libro cargado de diseño y vendido al alto precio de veinte dólares y pico-, obtuvo ganancias inesperadas en las librerías de Canadá y Estados Unidos. La novela de William Gibson, Neuromancer, pronto se convirtió en la norma de la nueva rama de la ciencia ficción conocida como el cyber-punk. Y aunque los escritores canadienses nunca abrazaron el craso comercialismo del estilo estadunidense del best-seller, los ejemplos de Gibson y Coupland probaron que había espacio para la ficción pop junto a la literatura. Esto también demostró que había sitio para un grupo de voces, experiencias y estilos literarios -y que existía un público para esos libros.

La amplitud y la profundidad de estos nuevos escritores era regocijante. Eric McCormack publicó una espeluznante novela titulada The Mysterium, en 1992. Thomas King escribió Medicine River en 1990 y Green Grass Running Water en 1993, ambos agudos e ingeniosos libros sobre los indios Pies Negros, de Alberta. Lawrence Hill en su novela de 1992, Some Great Thing, centró su análisis en la experiencia negra en Canadá: una bulliciosa historia de un joven periodista que se muda a Winnipeg, Manitoba. El territorio de Jane Urquhart es más cerebral. Entró en escena en 1986 con su primera novela: The Whirlpool, seguida en rápida sucesión por Changing Heaven (1990) y Away (1993). Sus libros han sido tipificados como líricos, densos en su estilo y que colindan con el realismo mágico.

La identidad, la experiencia inmigrante, el paisaje... todos estos temas aún figuran en la escritura canadiense contemporánea, pero se han vuelto, también, un tipo de antecedente, uno de los muchos hilos que tejer en el tapiz. Esta crónica de la narrativa anglófona canadiense queda como un relato aleccionador. Los fondos del gobierno federal para las artes consiguieron crear una plataforma al final de la década de los 80. Después, asfixiado por enormes deudas, el gobierno decidió cortar drásticamente lo que les pareció un gasto frívolo: el arte. El resultado fue devastador. Desde hace algunos años, varias editoriales pequeñas e importantes se vieron forzadas a cerrar, incluyendo Coach House Press, la editorial que apostaba por los autores jóvenes. El hecho es que Canadá simplemente no tiene la base de población para financiar y apoyar una rica y diversa producción literaria, a menos que pueda contar con el apoyo del gobierno, o del interés internacional. Por lo tanto, los editores se han dado a la búsqueda de ambos respaldos. Esto es un acto de equilibrismo, pero por el momento parece que está funcionando. Los escritores incluidos en esta antología son perfectos ejemplos del caso. La primera novela de Kerri Sakamoto, The Electrical Field, fue publicada por un editor alemán y está siendo promovida como su ``libro estrella'' para este verano. Greg Hollingshead recibió durante varios años becas del gobierno para publicar dos colecciones de cuentos y una novela. Su nuevo libro, The Healer, que será publicado este otoño, fue simultáneamente elegido en Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá, y serán publicados fragmentos en una próxima edición de uno de los más influyentes suplementos culturales de los Estados Unidos, The New Yorker. Los libros de Rohinton Mistry son regularmente premiados -The Governor General Award, The Commonwealth Prize for Fiction, The Giller Prize- y han sido vendidos en Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, la India, Alemania, España, Grecia, Japón e Italia. Los cuentos y los libros de Barbara Gowdy no sólo están disponibles en doce idiomas; dos han sido llevados a la pantalla. Su nueva novela, The White Bone, será publicada en este otoño.

Traducción: Humberto Rivas